http://www.elpais.com/articulo/opinion/muerte/Gadafi/elpepusocdgm/20111030elpdmgpan_1/Tes
Las imágenes de su cadáver. Su rostro, aún vivo pero ensangrentado;
parecen ensañados con él. Su cabeza desnuda, extraña y repentinamente
desnuda. Me doy cuenta de que siempre lo habíamos visto coquetamente
enturbantado; hay algo conmovedor en este detalle, algo que induce a
apiadarse de ese criminal.
De nada sirve que me repita a mí mismo que ese hombre era un monstruo.
De
nada sirve que repase las otras imágenes, las que me acosan desde hace
ocho meses y son infinitamente más perturbadoras: los fusilamientos en
masa de los años negros de la dictadura; las caras de los torturados;
los ahorcados del 7 de abril y, luego, de todos los 7 de abril, o casi,
que hacían las delicias de ese Calígula moderno; los osarios; las
huellas de osarios; los muros manchados de sangre que descubrí en todas
las etapas de mis viajes; los sepultados vivos a los que la revolución
liberó de sus cárceles y, por fin, ya no tienen miedo.
De nada
sirve que me diga una y otra vez que ese muerto tuvo mil oportunidades
para negociar, para detenerlo todo, para escapar, y que si no lo hizo,
si prefirió sacrificar a su pueblo hasta el final, fue porque había
decidido, con conocimiento de causa, ir al encuentro de este trágico
destino.
De nada me sirve recordar que nosotros, los europeos, no
somos los más indicados para dar a nadie lecciones de humanidad
revolucionaria, pues tenemos sobre nuestras conciencias las masacres de
septiembre de 1792, así como a las mujeres rapadas tras la Liberación, a
Mussolini colgado boca abajo y ultrajado, a los Ceausescu abatidos como
animales y tantos otros ejemplos de "grupos en fusión revolucionaria"
que, según Sartre, en el calor de la acción, se transforman en "jaurías
linchadoras".
Ni por esas.
Debo de ser todo un bendito.
O un enemigo irreconciliable de ese mal absoluto que es, en cualquier circunstancia, la pena de muerte.
Pues en este espectáculo hay algo que me pone enfermo.
En esas escenas de linchamiento hay una brutalidad que me indigna y que nada puede excusar.
Peor:
la imagen de esa agonía filmada, luego mostrada con complacencia y
retransmitida por todas las televisiones del mundo, incluso transformada
en fondo de pantalla, ha alcanzado, con ayuda de la técnica, una
especie de cima en el arte de la profanación.
Y ni siquiera me
refiero a la imagen que vino después, al cuerpo exhibido, medio desnudo,
en esa cámara refrigerada de Misrata por la que desfilan unos
combatientes alborozados que se filman unos a otros haciendo la V de la
victoria junto al cadáver en vías de descomposición. Esos mismos
teléfonos móviles que, durante ocho meses, fueron testigos de las peores
atrocidades cometidas por el régimen se convierten ahora en
herramientas sacrílegas que atentan contra esa ley inmemorial que, desde
la Ilíada hasta la fundación del islam, exige respeto para los restos del vencido.
Les digo esto mismo a mis amigos libios de París.
Se lo digo a los miembros del Consejo Nacional de Transición (CNT) a los que consigo localizar por teléfono.
Cuando
me llama desde Misrata el comandante del regimiento del que dependían
los elementos descontrolados que capturaron a Gadafi, le confieso,
también a él, que comparto su alivio; que el de la caída del tirano ha
sido un gran día para Libia; pero que las condiciones de su muerte, su
puesta en escena y el espectáculo que vino después podrían, si no tienen
cuidado, corromper la esencia moral de una revolución hasta hoy casi
ejemplar.
Todos lo entienden, creo yo.
Todos los
responsables del CNT con los que consigo hablar parecen divididos, como
yo, entre la alegría de la liberación y el malestar, por no decir el
horror, de este último acto.
Y ese es, por otra parte, el sentido
de sus cambios de opinión respecto al destino de los restos mortales del
dictador -¿autopsia o no?, ¿comisión de investigación o no?- y a la
decisión que toman, con bastante premura, y contra la presión de la
opinión pública, de restituírselos a la familia y esclarecer
completamente las condiciones de este incumplimiento de las leyes de la
guerra.
La verdad es que este asunto es esencial.
Para el futuro de los pueblos de la región es más importante que la reafirmación de una sharía
que, oficialmente, está en vigor en la mayor parte de los países
arábigo-musulmanes y cuyo sentido sigue dependiendo de la
interpretación, más o menos flexible, que se haga de ella.
Cualquiera
que haya reflexionado sobre la historia general de las revoluciones no
puede ignorar que este es el tipo de episodio simbólico del que
dependen, más allá de su imagen, la verdad profunda y el destino de una
insurrección democrática.
Pues una de dos...
O bien este
crimen cometido en grupo es, como la decapitación del último rey de
Francia, según Camus, el acto fundador de la era que comienza, su
reflejo anticipado, lo cual sería terrible...
O bien no es un
comienzo, sino un final, el último sobresalto de la edad bárbara, el fin
de la noche libia, el último estertor de un gadafismo que, antes de
expirar, ha necesitado volverse contra su autor e inocularle su propio
veneno: pasado ese momento de exorcismo, la batalla por la libertad
retomará su curso -aleatorio, sembrado de trampas, pero, en resumidas
cuentas, más bien afortunado y fiel a las promesas de la primavera de
Bengasi.
Esta segunda hipótesis me parece hoy la más verosímil.
Debemos ayudar con todas nuestras fuerzas para que, efectivamente, sea
la que tome cuerpo. Es más que un acto de fe: la Libia libre no tiene
elección. -