El encarcelamiento de Fray Luis de León fue producto más de celos entre académicos y habladurías que de una violación a la ortodoxia católica. Su estoicismo y valor son siempre recordados, pero sin conocer los entretelones del juicio que lo llevó a prisión. Zaid, con la guía de Arango y Escandón, revela muchas de las claves de esa historia.
Escribe Gabriel Zaid (*).-
Alejandro Arango y Escandón (1821-1883) fue uno de los fundadores de la Academia Mexicana (hoy de la Lengua), y su segundo director. Editó gramáticas del hebreo y el griego para promover en México el estudio de estas lenguas. Tradujo obras de teatro: El Cid de Corneille y La conjuración de los Pazzi de Alfieri. Conocía también el latín, inglés y alemán.
Como poeta, traductor y jurista, se interesó en el caso de Fray Luis de León. Estudió los documentos del juicio ante la Inquisición y publicó una obra que Marcelino Menéndez Pelayo califica de “preciosa monografía” (Biblioteca de traductores españoles) y “el mejor libro que tenemos acerca de F. Luis de León” (Historia de la poesía hispano-americana).
Tuvo tres ediciones: 1854, 1856 y 1866. Un facsímil de la segunda se vende en Amazon (Proceso del P[adre]. M[aestro]. Fray Luis de León: Ensayo histórico). Es un libro breve y notable por su precisión de juez (Arango fue magistrado del Tribunal de Justicia), su documentación de investigador y su talento narrativo de historiador. Merece una edición crítica.
La prisión de Fray Luis empezó por rivalidades universitarias (publicaciones, nombramientos, honores) complicadas con rivalidades tribales (agustinos, dominicos, jerónimos) y antipatías personales, en el marco de una guerra europea entre renovadores protestantes, renovadores católicos y tradicionalistas que llegó a las armas varias veces entre 1524 y 1648.
El antecedente inmediato fue una junta de maestros universitarios (Salamanca, 1571) para discutir los comentarios bíblicos atribuidos al hebraísta François Vatable, miembro fundador del Collège de France, fallecido en 1547. En la junta, los teólogos “se veían con tal ojeriza unos a otros, que parece trataban más de humillarse mutuamente que de establecer y defender buena y católica doctrina. Las disputas eran frecuentes y de una vehemencia inexplicable, sobre todo entre nuestro Fray Luis y León de Castro, cuya índole áspera y absoluta sufría mal se le contradijese”, dice Arango. Un año antes, Fray Luis, que era más joven, había dado un dictamen poco entusiasta sobre un libro de Castro, con lo que retrasó la publicación. Otro dominico, Bartolomé de Medina, había perdido por sentencia un juicio de apelación promovido por Fray Luis para la sustitución de una cátedra.
Estas circunstancias personales oscurecían “la cuestión del valor de los textos originales” (en hebreo) del Antiguo Testamento frente a la traducción latina que hizo San Jerónimo. Los partidarios de “la verdad hebraica” daban preeminencia a la letra original de las escrituras. Fray Luis profesaba de algún modo esta posición, conocida por Castro durante muchos años sin que la denunciara, porque la compartía. Pero, después de la afrenta editorial que recibió de Fray Luis, decidió señalarlo como jefe de una secta que denigraba la traducción de San Jerónimo, la llamada Vulgata.
Castro se alió con Medina y otros maestros de menor peso para denunciar a Fray Luis en diciembre de 1571. Lo acusaron ante la Inquisición de tener opiniones inaceptables (según lo que se decía que había dicho en clase o en reuniones de maestros) y de traducir sin permiso el Cantar de los Cantares. La acusación del fiscal empezaba con mala leche, como diciendo que su preferencia filológica por “la verdad hebraica” la traía en la sangre:
Ilustres señores: […] Acuso criminalmente al maestro Fray Luis de León, de la orden de San Agustín, catedrático de teología en la Universidad de Salamanca, descendiente de generación de judíos [...] dicho, afirmado y sustentado muchas proposiciones heréticas y escandalosas [...] Primeramente [...] que la edición Vulgata tiene muchas faltas, y que se puede hacer otra mejor [traducción de la Biblia].Es de suponerse que el fiscal buscó pruebas documentales, y, como no las encontró, presentó testimonios de oídas:
Francisco Cerralvo dijo “haber oído que el maestro León había traducido en romance [español] el Cantar [de los Cantares], y que algunos tenían copias”.
El bachiller Rodríguez, alias “Doctor sutil”, dijo “que le parecía haber oído decir que el maestro León había escrito el texto o los comentarios del Cántico en romance”.
El bachiller Salazar dijo “que había oído hablar con elogio de la versión del Cantar del maestro León, la cual no había leído el declarante; pero que no le contentó lo que alguno le aseguró, a saber: que literalmente era [un canto] de Salomón a la hija de un rey” [no de amor a lo divino].
Don Alonso de Fonseca dijo “que había oído hablar de las disputas y del acto habido en Salamanca acerca de las traducciones de la Escritura” donde Fray Luis tenía por buena “la de San Jerónimo y otros la Vulgata” [son la misma].
Fray Gaspar de Uceda dijo que le pasaron un escrito con opiniones atribuidas a Fray Luis: “Que en ningún lugar del Viejo Testamento había mención de la gloria, que el Cantar era carmen amatorium[un poema erótico] y que San Agustín no había sabido Escritura.”
Lo único fundado de las acusaciones era que Fray Luis tradujo (maravillosamente y con sabrosos comentarios) el Cantar de los Cantares del hebreo al español, sin autorización (puede leerse en la Colección Sepan Cuántos 145 con otras obras y un buen prólogo de Joaquín Antonio Peñalosa); que la traducción había circulado y que en algún pasaje se apartaba de la versión latina de San Jerónimo. Fray Luis lo reconoció, aclarando que era un manuscrito privado (nunca lo dio a la imprenta, ni pensaba hacerlo); que se lo robaron de su celda y lo copiaron; que lo había escrito para una prima suya, monja (que no sabía hebreo ni latín, y le pidió que le explicara ese libro insólito de la Biblia). Dicho sea de paso: es admirable que tanto la religión judía como la cristiana hayan puesto el Cantar de los Cantares en el canon sagrado.
Fray Luis recibió en prisión las acusaciones y las refutó una por una. El fiscal, sabiendo que no tenía pruebas documentales ni testimonios convincentes, propuso algo monstruoso: “Pido sea puesto a cuestión de tormento hasta que enteramente diga la verdad.” El tribunal no se lo concedió, pero dio entrada al proceso.
En espera de la sentencia, que finalmente lo exoneró, estuvo preso cinco años: de marzo de 1572 a diciembre de 1576, con derecho a leer y escribir, pero no a recibir los sacramentos. Se queja en una carta (Obras completas castellanas, Biblioteca de Autores Cristianos):
Ilustres señores: [...] Ha tres años que estoy preso, y todo este tiempo he estado sin el uso de los sacramentos, con detrimento de mi ánima y sin causa que, conforme a derecho, obligase a vuestras mercedes a privarme de ellos. [...] Después de los descargos que he hecho y del juicio y aprobación de los teólogos que para ello han sido llamados, y después de estar ya vistos los méritos deste proceso por vuestras mercedes, no la hay ninguna. Por lo cual pido y suplico a vuestras mercedes, y, si menester es, les encargo la conciencia (pues que no son servidos de pronunciar lo que en este mi negocio tienen definido, y lo dilatan por concluir primero otros procesos que no me tocan o por los respectos que a vuestras mercedes parece, y me tienen preso) que a lo menos no me priven deste bien; sino que me den licencia para confesarme con quien vuestras mercedes señalaren, y para decir misa en esta sala, siquiera de quince en quince días: en lo cual vuestras mercedes harán gran servicio a Dios y a mí grandísimo consuelo.
Arango entra en los detalles técnicos del juicio. Va señalando lo insustancial de las acusaciones. Reproduce parte de las respuestas del acusado, que fue su propio defensor, y exalta su veracidad. Fray Luis fue sumiso ante la Inquisición, pero nunca mintió ni se retractó de sus opiniones filológicas. Su fortaleza hace creíble la famosa anécdota: que, cuando le restituyeron la cátedra y se presentó a darla de nuevo, no hizo comentario alguno sobre la injusticia que había sufrido. Como si nada hubiera pasado, empezó con la fórmula habitual: Dicebamus hesterna die... Decíamos el día de ayer... ~
(*) (Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.
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