Traducción: Celita Doyhambéhère.
Fuente: diario "Página/12"
Más información: www.pagina12.com.ar
Una persona insignificante, de mediana edad, un fracaso político superado por la historia –por los millones de árabes que exigen libertad y democracia en Medio Oriente– murió en Pakistán. Y luego el mundo enloqueció.
Después de habernos mostrado una copia de su certificado de nacimiento, el presidente estadounidense apareció en la mitad de la noche del domingo para darnos un certificado en vivo de la muerte de Osama bin Laden, muerto en una ciudad cuyo nombre es el de un mayor del ejército del viejo Imperio Británico. Un solo tiro a la cabeza, nos dijeron. Pero, ¿el vuelo secreto del cuerpo a Afganistán, y un igualmente secreto entierro en el mar? La extraña y escalofriante forma de deshacerse del cuerpo –ningún santuario, por favor– era casi tan escalofriante como el hombre y su despiadada organización.
Los estadounidenses estaban borrachos de alegría. El premier británico, David Cameron, pensó que era un “enorme paso adelante”. India lo describió como un “hito victorioso”. “Un triunfo resonante”, se jactó el primer ministro israelí, Netanyahu. Pero después de 3000 estadounidenses muertos el 11 de septiembre, infinitos más en Medio Oriente, hasta medio millón de musulmanes muertos en Irak y Afganistán y diez años tratando de encontrar a Bin Laden, por favor, no tengamos más “triunfos resonantes”. ¿Ataques vengativos? Quizás vengan, por parte de pequeños grupos en Occidente que no tienen contacto directo con Al Qaida. Estén seguros de que alguien ya está soñando una “Brigada del Mártir Osama bin Laden”. Quizás en Afganistán, entre los talibán.
Pero las revoluciones masivas en el mundo árabe durante los últimos cuatro meses significan que Al Qaida ya estaba políticamente muerta. Bin Laden le dijo al mundo –por cierto me lo dijo a mí personalmente– que quería destruir los regímenes pro occidentales en el mundo árabe, las dictaduras de los Mubaraks y los Ben Alis. Quería crear un nuevo califato islámico. Pero en estos pocos meses pasados, millones de árabes musulmanes se alzaron y estaban preparados para su propio martirio –pero no para el Islam, sino para la libertad y la democracia–. Bin Laden no se deshizo de los tiranos. Lo hizo la gente. Y la gente no quería un califa.
Me reuní con el hombre tres veces y me quedó sólo una pregunta sin hacer: ¿qué pensaba mientras miraba cómo se desarrollaban esas revoluciones durante este año, bajo las banderas de las naciones más que el Islam, los cristianos y los musulmanes juntos, el tipo de gente que sus propios hombres de Al Qaida estaban felices de asesinar?
Para él, su logro fue la creación de Al Qaida, la institución que no requiere un carnet de membresía. Uno se levantaba a la mañana, quería estar en Al Qaida y lo estaba. El era el fundador. Pero nunca fue un guerrero experimentado. No había una computadora en su cueva, ningún celular para hacer estallar bombas. Mientras los dictadores árabes gobernaban sin discusiones con nuestro apoyo, evitaban en gran parte condenar la política estadounidense: sólo Bin Laden decía esas cosas. Los árabes nunca quisieron incrustar aviones en edificios altos, pero admiraban a un hombre que decía lo que ellos querían decir. Ahora, cada vez más, pueden decir esas cosas. No necesitan a Bin Laden. Se ha convertido en un insignificante.
Pero, hablando de cuevas, la muerte de Bin Laden pone a Pakistán en un foco negro. Durante meses, el presidente Ali Zardari nos ha estado diciendo que Bin Laden estaba viviendo en una cueva en Afganistán. Ahora resulta que estaba viviendo en una mansión en Pakistán. ¿Traicionado? Por supuesto que lo fue. ¿Por el ejército paquistaní o por los servicios de inteligencia de Pakistán? Posiblemente por ambos. Pakistán sabía dónde estaba.
No sólo era Abbottabad el hogar del colegio militar del país –la ciudad fue fundada por el mayor James Abbott del ejército británico en 1853–, sino los cuarteles de la 2ª División del Cuerpo del Ejército del Norte de Pakistán. Apenas hace un año busqué una entrevista con otro de los “hombres más buscados” –el líder del grupo que se supone era responsable de las masacres de Mumbai–. Lo encontré en la ciudad paquistaní de Lahore, custodiado por policías uniformados paquistaníes portando ametralladoras.
Por supuesto, hay otra obvia pregunta sin responder: ¿no podrían ellos capturar a Bin Laden, en vez de matarlo? ¿No tenía la CIA o los Navy Seals o las Fuerzas Especiales de Estados Unidos, o cualquier uniforme estadounidense que lo mató, los medios para tirar una red sobre el tigre? “Justicia”, dijo Barack Obama de su muerte. En los viejos tiempos, por supuesto, “justicia” significaba el debido proceso, un juzgado, una audiencia, una defensa, un juicio. Como los hijos de Saddam, Bin Laden fue muerto a tiros. Seguro, él nunca hubiera querido que lo tomaran vivo y había baldes de sangre en el cuarto en que murió.
Pero un juicio hubiera preocupado a más gente que a Bin Laden. Después de todo, él hubiera podido hablar sobre sus contactos con la CIA durante la ocupación soviética de Afganistán, o sobre sus reuniones íntimas en Islamabad con el príncipe Turki, el jefe de inteligencia de Arabia Saudita. De la misma manera en que Saddam –que fue juzgado por la muerte de apenas 153 personas en lugar de los miles de kurdos que murieron en cámaras de gas– fue ahorcado antes de tener la oportunidad de hablarnos sobre los componentes de gas que venían de Estados Unidos, su amistad con Donald Rumsfeld y la asistencia militar estadounidense que había recibido cuando invadió Irán en 1980.
Extrañamente no era el “hombre más buscado” por los crímenes contra la humanidad del 11 de septiembre de 2001. Ganó su estatus de Lejano Oeste por los ataques anteriores de Al Qaida sobre las embajadas de Estados Unidos en Africa y el ataque a las barracas de Estados Unidos en Dhahran. Siempre estaba esperando misiles crucero, también yo cuando me reuní con él. Había esperando la muerte antes, en las cuevas de Tora Bora en 2001, cuando sus guardaespaldas se negaron a dejarlo que se pusiera de pie y luchara y lo obligaron a caminar sobre las montañas a Pakistán. Parte del tiempo lo pasaba en Karachi, estaba obsesionado con Karachi: hasta me dio fotos de graffitis pro Bin Laden en las paredes de la ex capital paquistaní y alabó a los imanes de la ciudad.
Sus relaciones con otros musulmanes eran misteriosas: cuando lo encontré en Afganistán, inicialmente le temía a los talibán, negándose a dejarme viajar a Jalalabad de noche desde el campo de entrenamiento –me entregó a sus lugartenientes de Al Qaida para protegerme durante el viaje al día siguiente–. Sus partidarios odiaban a todos los chiítas musulmanes como herejes y a todos los dictadores como infieles, aunque estaba preparado para cooperar con los ex baasistas de Irak en su lucha en contra de los ocupantes estadounidenses del país, y lo dijo en una grabación de audio que la CIA ignoró totalmente. Nunca elogiaba a Hamas y valoraba escasamente a los “guerreros santos” que ayer jugaron, como siempre, a favor de Israel.
En los años posteriores a 2001, mantuve una débil comunicación indirecta con Bin Laden, cierta vez encontrándome con uno de sus confiables socios de Al Qaida, en un lugar secreto en Pakistán. Escribí una lista de 12 preguntas, la primera de las cuales era obvia: ¿Qué clase de victoria reclama cuando sus acciones resultaron en la ocupación de dos países musulmanes? No hubo ninguna respuesta durante semanas. Luego, un fin de semana, esperando para dar una conferencia en Saint Louis, en Estados Unidos, me dijeron que Al Jazeera había producido una nueva grabación de audio de Bin Laden. Y una por una –sin mencionarme– respondió mis 12 preguntas. Y sí, quería que los estadounidenses fueran al mundo musulmán para poder destruirlos.
Cuando fue secuestrado Daniel Pearl, el periodista del Wall Street Journal, escribí un largo artículo en The Independent, suplicándole a Bin Laden que tratara de salvar su vida. Pearl y su mujer me habían cuidado cuando fui golpeado en la frontera afgana en 2001; hasta me dio los contenidos de su libro de contactos. Muchos más tarde, me dijeron que Bin Laden había leído mi artículo con tristeza, pero Pearl ya había sido asesinado. O por lo menos eso decía.
Pero las propias obsesiones de Bin Laden arruinaban también a su familia. Una esposa lo dejó, otras dos aparentemente murieron en el ataque del domingo a manos de los estadounidenses. Conocí a uno de sus hijos, Omar, en Afganistán con su padre en 1994. Era un muchacho buen mozo y le pregunté si era feliz. Me respondió “yes” en inglés. Pero el año pasado publicó un libro llamado Viviendo con Bin Laden y –recordando cómo su padre mató a sus amados perros en un experimento químico de guerra– lo describió como un “hombre malvado”. En su libro, él también recuerda nuestro encuentro. Concluye en que debería haberme dicho que no, que no era un niño feliz.
Para el mediodía de ayer, había recibido tres llamados telefónicos de los árabes, todos seguros de que era un doble de Bin Laden el que mataron los estadounidenses, de la misma manera que conozco muchos iraquíes que todavía creen que los hijos de Saddam no murieron en 2003, ni que Sa-ddam fue realmente ahorcado. A su debido tiempo, Al Qaida nos contará. Por supuesto, si estamos todos equivocados y era un doble, vamos a ser invitados a ver otro video del verdadero Bin Laden y el presidente Barack Obama perderá la próxima elección.
(*) Robert Fisk (Maidstone, Inglaterra, 1946), es periodista y escritor inglés. Corresponsal en Oriente Medio para el periódico británico "The Independent" y columnista del periódico "Público". Está casado con la periodista americana Lara Marlowe. Vive en Beirut, Líbano, donde reside desde hace más de 25 años. Hijo de un ex soldado británico durante la Primera Guerra Mundial, Robert Fisk estudió la carrera periodística en Inglaterra e Irlanda. Trabajó como corresponsal de prensa en Irlanda, cubriendo los sucesos en el Ulster, y Portugal. Desde 1976 ha trabajado en Oriente Medio, al principio como corresponsal de The Times y, después de una discusión con sus editores a raíz de la modificación por parte de éstos de sus artículos, sin su consentimiento, como corresponsal del diario The Independent.
Robert Fisk trabajó en la guerra civil del Líbano (iniciada en 1975), la invasión soviética de Afganistán (1979), la guerra Irak-Irán (1980-1988), la invasión israelí del Líbano (1982), la guerra civil en Argelia y las guerras de los Balcanes. Asimismo, ha cubierto el conflicto palestino-israelí y realizó el seguimiento desde el mismo frente de la Primera Guerra del Golfo Pérsico (1990-1991) y la Segunda Guerra del Golfo Pérsico (2003).
Considerado como uno de los mayores expertos en los conflictos de Oriente Medio,[1] [2] ha propiciado la divulgación internacional de las masacres de la guerra civil argelina, de los asesinatos de Saddam Husein, de las represalias israelíes durante la Intifada palestina y de las actividades ilegales del gobierno de los Estados Unidos en Afganistán e Irak. Ha entrevistado en profundidad (siendo de los pocos periodistas internacionales que lo ha conseguido) a Osama bin Laden, líder de Al-Qaeda, protagonista de sangrientos atentados mundiales (entre los más conocidos, en Nueva York, el 11 de septiembre de 2001).
Fisk ha defendido siempre la causa palestina y el diálogo entre los países de la zona, incluyendo el estado de Israel. Por ello, su trayectoria y sus artículos periodísticos han sido muy discutidos tanto por sus compañeros de la prensa como por parte de todos los gobiernos y políticos implicados.
Robert Fisk es el corresponsal extranjero británico más premiado. Ha recibido el Premio al Periodista Internacional Británico del Año siete veces (las últimas en 1995 y 1996). También ha ganado el Premio a la Prensa de Amnistía Internacional en el Reino Unido en 1998 y en 2000.
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