miércoles, 18 de mayo de 2011
THE TREE OF LIFE de TERRENCE MALICK SE ESTRENÓ EN CANNES
Por Diego Batlle, desde Cannes
Era la película más esperada de este año, y no defraudó. Aún con una respuesta dividida (casi no hubo término medio: amores y odios), la presentación de The Tree of Life provocó esa adrenalina que sólo este festival puede conseguir. Para completar el panorama, estuvieron en la alfombra roja las dos grandes estrellas del film, Sean Penn y Brad Pitt, éste último acompañado por Angelina Jolie.
La de ayer fue una de esas jornadas que ratifican por qué Cannes es el festival más importante e insoslayable del mundo, la síntesis perfecta (aunque a veces contradictoria) entre arte y negocio. Con The Tree of Life se combinaron la radicalidad de un director con estatus de mito viviente y reverenciado por la cinefilia más exigente como Terrence Malick con el glamour de dos estrellas de Hollywood en su elenco: Brad Pitt (también coproductor del film) y Sean Penn. Si a esa mixtura se le suma una recepción que, apenas terminó la proyección, ya enfrentó a aquellos que la vitoreaban con otros que la abucheaban, el combo resultó perfecto. Los festivales, se saben, viven tanto de la atención mediática más masiva como de la polémica intelectual y ayer hubo mucho de ambas cosas.
¿Cómo explicar The Tree of Life sin caer en simplificaciones? Se trata, en principio, de un melodrama familiar ambientado en los años ’50 (e inspirado en los recuerdos de infancia del propio Malick) sobre un matrimonio (Pitt y Jessica Chastain) que sufre la muerte de uno de sus tres hijos. Pero eso es sólo uno de los aspectos -el más “clásico”- que aborda el creador de Días de gloria, Malas tierras, La delgada línea roja y El Nuevo Mundo.
Con The Tree of Life, Malick se propone una de las películas más pretenciosas de la historia del cine, una empresa artística que -en la comparación- deja a 2001, odisea del espacio, de Stanley Kubrick, como una película intimista. Con una búsqueda sensorial y una narración fragmentaria (se parece a un caleidoscopio y a un rompecabezas), el film ofrece desde un ballet cósmico sobre el polvo de estrellas, un documental sobre las maravillas naturales del planeta, un ensayo prehistórico (hay un par de dinosaurios que Steven Spielberg envidiaría) y una épica sobre el amor, la muerte, la culpa, el duelo y la redención.
El trabajo visual y sonoro -en colaboración con el fotógrafo mexicano Emmanuel Lubezki, el diseñador Jack Fisk y el músico Alexandre Desplat- es de una belleza subyugante, apabullante (algunos críticos le cuestionaron un excesivo regodeo con ciertas imágenes), mientras que las distintas voces en off tienen no pocas ambiciones espirituales (hay algo de new-age en la propuesta), filosóficas y religiosas que oscilan entre lo genial y lo pueril. Así de desconcertante es la película. De todas maneras, más allá de sus altibajos, se trata de un trabajo de notables valores y que -afortunadamente- ya ha sido adquirido para su estreno comercial en la Argentina.
Entre los múltiples aspectos que llamaron la atención es que en los 138 minutos de The Tree of Life, una figura como Sean Penn tenga tan poca participación, ya que interpreta en un puñado de escenas a uno de los hijos del matrimonio en la actualidad (un arquitecto que trabaja en una importante firma). Quizás por eso, no participó ayer de la conferencia de prensa, aunque oficialmente se informó que su ausencia se debió a compromisos ligados a sus trabajos humanitarios con diversas ONGs. Sí estuvo al atardecer acompañando a Chastain y a Pitt (se fotografió con su esposa Angelina Jolie para delicias de la multitud reunida) en la alfombra roja. En cambio, Malick -considerado por muchos como el J.D. Salinger del cine- mantuvo su habitual postura elusiva y no tuvo ningún contacto directo con la gente.
Ante el cuestionamiento de varios periodistas por la ausencia del director, Pitt y los productores intentaron salir airosos apelando al lugar común (“la película habla por sí sola y queda sujeta a las interpretaciones de cada espectador”) y luego la justificaron en la gran timidez del realizador. “Lo que Terrence hace es como construir una casa, no tiene por qué ser también el empleado de la inmobiliaria encargado de venderla, aunque en el negocio del cine se nos pida eso. A mí me parece un gesto sincero”, opinó el actor de El club de la pelea y El curioso caso de Benjamin Button.
Cuando le preguntaron cómo es Malick en el set, Pitt afirmó, irónico, que “es un tipo dulce, sonriente, que juega con los perros, que encuentra placer en lo que hace, que trabaja de manera apasionada día y noche, ama a sus personajes y que… hasta va al baño”.
Según Chastain, “Terrence no obliga a nada, nos deja crear en el set para permitir que los mejores momentos sucedan y poder capturarlos”. Pitt agregó que “teníamos un guión denso y un gran trabajo previo para poder sumergirnos en la esencia de los años ’50, pero Malick llegaba cada mañana con nuevas páginas e ideas para crear otras cosas. Fue un trabajo exigente, cansador y distinto a lo que había hecho antes, pero para el resto de mi carrera me gustaría seguir más por este camino”.
(Esta crónica fue publicada en el diario La Nación del 17/5/2011)
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TERRENCE MALICK: POETICA EN PANTALLA
Escribe Carlos Boyero para el Diario EL PAÍS, España
La película El árbol de la vida hacía su bautizo público en el Festival de Cannes a las ocho y media de la mañana. Las puertas se abren media hora antes en una sala con capacidad para infinitos espectadores. Como la cinefilia es maniática hay algunos que intentan colocarse los primeros en la cola ante el terror de que otros puedan sentarse en su butaca favorita. Llevan practicando ese ritual desde hace décadas. Esas butacas no tienen por qué estar centradas en una fila agradable para la vista y el oído. Pueden situarse en los extremos, en lugares inhóspitos para cualquier espectador sensato. Pero como todas las manías, su cumplimiento es sagrado. A las 8,12 los porteros y la infranqueable seguridad privada del festival han cerrado las puertas alegando que el cine estaba lleno y remitiendo a un millar de personas a las que no dejan entrar a una proyección suplementaria en otra sala que comenzaría 30 minutos más tarde.
Y te preguntas qué regalan en ese cine para que se haya creado tal expectación, qué tipo de director es capaz de aglutinar tanta fascinación. Se llama Terrence Malick. Era profesor de Literatura antes de decidir que su visión del universo encontraría adecuada expresión a través de una cámara. También que el cine podía estar al servicio de la poesía. Solo ha rodado cinco películas en 40 años. Se toma el laborioso montaje de sus criaturas con tanto perfeccionismo que nunca se sabe la fecha en la que podrán ser estrenadas. Se suponía que El árbol de la vida iba a estar disponible para su exhibición en Cannes en la anterior edición, pero ha tardado un año más en pulirla. Cosas de Malick. A cambio este director tan insólito ha conseguido con Malas tierras, Días del cielo, La delgada línea roja y El nuevo mundo que un montón de paladares selectivos se enamoraran perdurablemente de su inimitable estilo, de imágenes, ambientes, voces y personajes que quedan incrustrados en la memoria del receptor. Igualmente ha logrado que las estrellas de Hollywood y los mejores técnicos consideren un privilegio trabajar con él. Malick tiene muy claro que lo que hace aspira a ser arte. Resulta imposible negar su certidumbre en ello, independientemente del grado de conexión de cada uno con ese arte.
En El árbol de la vida ya ha renunciado a su muy liviano interés por la narrativa en posesión de un orden, por una sucesión de cosas con principio, desarrollo y final. Si existe algo enemistado con el análisis, un género que capta exclusivamente sensaciones y que ofrece múltiples interpretaciones al gusto de cada lector, es la poesía. Y Terrence Malick la crea en cada plano y en cada sonido, en la atmósfera, en lo que muestra y en lo que sugiere, en el detallismo y en la evocación, en lo palpable y en lo etéreo.
Admitiendo su innegociable vocación de juglar, hay tanta densidad en El árbol de la vida que a veces me pierdo y en otras ocasiones me conmueve. La media hora inicial la veo en estado de hipnosis aunque me resulte difícil saber de qué está hablando. Creo que del nacimiento del mundo. Esa catarata de imágenes retratando la naturaleza, olas, cascadas, volcanes en erupción, meteoritos que se dirigen a planetas y dinosaurios que acampan plácidamente en los ríos, tienen el aroma de los grandes documentales sobre las maravillas de la tierra, pero estoy deseando que aparezcan seres humanos, que me entere de cuál es la relación de lo que veo con la futura historia. Y cuando llega esa historia está retratada de forma deslumbrante.
La protagonizan un matrimonio y sus tres críos. El padre es tan honrado como autoritario, la madre es pura vida y generosidad. Pero lo más hermoso es cómo está captado el mundo de la infancia, todas esas cosas que marcarán la personalidad adulta. Malick se inventa un lenguaje de artista superior para hablar de la iniciación, del descubrimiento permanente. Su prodigiosa cámara recrea juegos, estados de ánimo, miedos, visiones, enigmas, amores, paisajes, libertad, asombro, dudas, olores, revelaciones que te acompañarán toda tu vida y la lacerante nostalgia de haber vivido alguna vez en un paraíso que se ha perdido. Las relaciones de estos niños entre ellos, con su padres, con las personas y las cosas, con la naturaleza, con los milagros cotidianos, poseen la cadencia, la complejidad, el poder de evocación y la magia de los mejores poemas.
Entre estos críos también aparece la odiosa muerte. Toda la parte final se recrea en el metafísico anhelo de uno de los hermanos, que ya ronda la cincuentena, por recobrar en medio de paisajes que remiten a los sueños al hermano muerto, a ese padre con el que hubo tanto amor como desencuentros y violencia, a esa familia sepultada. Y al igual que en el arranque vuelvo a perderme entre tanta transmutación de las almas, en medio de una espiritualidad que me acaba abrumando. Las cosas que me gustan en esta película son muchas e inolvidables, pero las que no comprendo, a pesar de su intensidad, me distancian y me cansan. Entiendes las razones de que el aquí admirable Brad Pitt, o Sean Penn en un papel breve, o el exquisito director de fotografía Emmanuel Lubezki, o el músico Alexandre Desplat sepan que es un honor ayudar a la transmisión del mundo de Terrence Malick. Es un autor que no se parece a ningún otro. En sus virtudes y en sus defectos.
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