domingo, 28 de julio de 2013

BERNARDO BERTOLUCCI, EL ULTIMO EMPERADOR por Carlos Boyero (Diario EL PAÍS, España)

 
 
 
 
Cuesta imaginar que se ha hecho viejo este señor de 72 años llamado Bernardo Bertolucci que desde hace años se mueve a través de una electrificada silla de ruedas. Su imagen siempre fue joven, tenía una pinta espléndida, y quieres pensar que si revisas su obra esta tampoco habrá envejecido, que no podrá aplicársele esa definición tan pomposa como cansina de “un cine que representaba el espíritu y la cultura de una época determinada”. Pienso en cosas tan peregrinas mientras me asomo a su última película con curiosidad inicial, magnetismo progresivo y algo relacionado con la emoción cuando llega el final. Se titula Tú y yo,la rodó en las lamentables condiciones físicas a las que le ha condenado su enfermedad pero con el talento intacto, desprende el aire de una despedida definitiva, retorna a temas y personajes que se repiten obsesivamente en su cine, su cámara se mueve con la habitual elegancia en el casi único escenario del sótano de una casa.
 
Fue presentada en el festival de Cannes del año 2012. No en la trascendente Sección Oficial, sino en una paralela. Al parecer, el director más poderoso del cine europeo durante décadas ya no tiene relevancia para competir en primera fila. Y es probable que el estreno de su nueva y hermosa criatura no esté destinado a ser un acontecimiento. Ya nada lo es, a excepción de esos mamotretos sin alma protagonizados por los efectos especiales, planos que no deben de durar más de cinco segundos y diálogos descerebrados. Cada vez existen menos distribuidoras y salas dispuestas a acoger un cine que no puede, ni sabe, ni quiere renunciar a la autoría, que no asegure la digestión rápida por parte del espectador, el atracón de palomitas y el inmediato olvido.
 
Tú y yo es la adaptación de una novela de Niccolò Ammaniti que no he leído, pero su argumento te remite a mundos, sentimientos y espacios que Bertolucci ha tratado una y otra vez en su cine. La protagoniza un chaval de catorce años con el cutis devastado por el acné y ojos intensamente azules, solitario y crispado, carne de psiquiatra, refugiado permanentemente en sus cascos de música (sus gustos melómanos tienen criterios ajenos a la moda, no están habitados por el sonido de su época, suenan insistentemente David Bowie y The Cure), las novelas de vampiros de Anne Rice, el ordenador portátil, los interrogantes entre surrealistas y edípicos a su asustada madre y la sensación de que únicamente deja de sentirse perdido y solo cuando no le rodea nadie. Consecuentemente, fingirá que ha acudido con sus compañeros de clase a una semana de vacaciones en la nieve para ocultarse en el sótano de su casa y dedicarse a sus ensoñaciones en ese espacio lóbrego, acompañado por un ejército de hormigas y por fantasmas que le resultan gratos. Pero su paraíso será asaltado por la intemperie de una hermanastra yonqui que no dispone de otro lugar para guarecerse con su mono. La forzada relación entre esos dos hermanos que se desconocen en ese ambiente que a cualquier ser con aspiraciones de normalidad le resultaría claustrofóbico y siniestro está descrita por Bertolucci con aliento lírico, con comprensión generosa hacia los que han cruzado la raya más peligrosa por vivir en el límite y a los que deciden no moverse de su cueva espiritual porque intuyen que el infierno siempre son los otros. No sabemos qué ocurrirá en el futuro con esos niños perdidos y excéntricos que han encontrado calor mutuo durante una semana en las catacumbas, pero ser testigo de su experiencia íntima me ha resultado conmovedor. Aseguran que es una película pequeña en la filmografía de Bertolucci. Imagino que la etiqueta se mueve entre la condescendencia, la amabilidad y el desencanto. Hay películas supuestamente grandes y con aspiraciones de trascendencia que no soporto. Aunque lo que cuenta Tú y yo sea a ratos áspero y desasosegante, al finalizar tengo la convicción de que he visto una bonita película. Y no voy a contarle a ningún profesional de la modernez, el experimentalismo o la vanguardia en qué consiste eso tan antiguo, cursi y devaluado de una película bonita.
 
En mi experiencia con el cine de Bertolucci ha ocurrido de todo. Que empezara su carrera trabajando como ayudante de dirección al lado de una personalidad tan fuerte como la de Pasolini (por mi parte, prefiero de lejos al escritor y al poeta que al cineasta) o que estuviera convencido como uno de los personajes de su película Prima della rivoluzione de que no se puede vivir sin Rossellini, no le impidió al muy joven Bertolucci tener voz propia como director desde sus comienzos. Su cámara siempre poseyó un lenguaje identificable y poderoso, una visión de las personas y las cosas que aspiraba a la complejidad, una forma inquietante de contar sus historias. Mi recuerdo de Prima della rivoluzione, retrato de un joven confuso que decide finalmente apostar por lo fácil y claudicar de lo que había soñado, es agradecido. Tanto como la irritación o el aburrimiento que me provocaron la experimental Partner y la estilizada aunque también fatigosa y confusa La estrategia de la araña, inspirada en un cuento tan breve como magistral de Borges titulado Tema del traidor y el héroe. No he vuelto a revisarlas. Ninguna añoranza por ello.
 
La fascinación duradera hacia el cine de este hombre me llega con El conformista, la turbia y penetrante historia de un hombre que necesita traicionar a todos, envilecerse, asesinar por encargo del fascismo a su antiguo mentor para aceptarse a sí mismo. Es una película a la que el tiempo no le ha arrebatado su misterio, su perversa atmósfera, su erotismo, imágenes y secuencias deslumbrantes. Es lógico que Marlon Brando se sintiera hipnotizado al verla y aceptara protagonizar ese poético y salvaje ejercicio de psicoanálisis titulado Último tango en París. Aunque convenga ausentarse de ese poema desesperado y hermoso cada vez que aparece un mequetrefe insufrible llamado Jean-Pierre Léaud en medio de esa tragedia, lo que transmiten un Bertolucci en estado de gracia y un Brando desgarrado y genial que se atreve a mostrar en público cosas que solo pueden pertenecer a su alma es algo que se puede incrustar permanentemente en las entrañas. Y no es bueno para el espíritu identificarse con ese feroz monólogo que acaba en inconsolable llanto de Brando ante el cadáver de su suicida mujer, o su iconoclasta y borracho baile intentando volver a seducir a la última tabla de salvación aunque la sepa perdida, o esa luz con atmósfera de crepúsculo, o el aullido simultáneamente romántico y trágico, siempre hermoso, del saxo de Gato Barbieri.
 
Después de ese volcán íntimo, Bertolucci intentaría retratar la voz de muchos, contar la historia de Italia desde el apogeo del fascismo hasta su derrota y combinar el lirismo con la épica en Novecento. La primera parte es admirable (el suicidio del impotente señor feudal, el abuelo recordándole al niño Olmo Dalco su incomprable condición de campesino) y la segunda abusa de banderas, panfleto con pretensiones de arte y una pareja de fascistas sádicos que pertenece involuntariamente a la caricatura. Este gran espectáculo europeo, protagonizado por estrellas emergentes del cine norteamericano como Robert De Niro y Donald Sutherland o leyendas perdurables como Burt Lancaster y Sterling Hayden, convenció a Hollywood de que este poeta europeo podía manejar presupuestos de lujo y seguir haciendo un cine personal. Los nueve Oscar a El último emperador lo confirmaron. Es preciosa la forma de contar esa historia tan triste, la de un emperador en extinción, a ese hombre progresivamente sin atributos, que fue condenado a la soledad más acomodada pero también feroz desde que era un niño.
 
Y ya sé que en medio de esta carrera frecuentemente esplendorosa han existido frecuentes baches. Ni los cito, porque me ponen enfermo. Me fascinó, pero tengo dudas de que la hipnosis sea perdurable, la historia de aquel crío heroinómano y enamorado de su madre, solucionada operísticamente, en La luna. Y el clímax de la descomposición de un sofisticado matrimonio occidental cercado por el desierto y la intemperie sentimental, en la adaptación que realizó de la novela de Paul Bowles El cielo protector. Recuperé al Bertolucci que amo en Soñadores, otra historia claustrofóbica de gente muy joven en medio del mayo de 68 en París, dispuesta a hacer intimista teatro entre cuatro paredes, chavales muy perdidos, mentirosos, sofisticados, sinceros, arrogantes, acojonados. Y me recorre algo parecido a la emoción en la despedida de los hermanos en Tú y yo. Él le suplica que deje la droga, ella le pide que se atreva a vivir, a relacionarse con los otros, a la ilusión y el riesgo, aunque ello implique las caídas más duras y la voluntad de levantarse. A pesar de las equivocaciones y los desastres, Bertolucci siempre ha contado lo que necesitaba contar. Yo le debo incontables sensaciones a ese artista con el cerebro y la sensibilidad intactas, pero confinado a una silla de ruedas.
 
Fuente y más información: www.elpais.com

 

sábado, 27 de julio de 2013

EL AMOR FOU DE PAMUK por José Miguel Oviedo (www.letraslibres.com)

 
 

 
 
Cuando en 2006 la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel de Literatura al escritor turco Orhan Pamuk tuvo un doble acierto: llamar la atención sobre una lengua literaria que no había tenido en tiempos recientes mayor difusión entre los lectores de Europa y América y, al mismo tiempo, distinguir a un escritor que en ese momento solo tenía 54 años, es decir, no a un autor que se encontraba cerca del final de su vida creadora, como suele ocurrir en una gran mayoría de los casos. Además, numerosas traducciones de sus libros habían tenido una favorable recepción entre la crítica y el público de diferentes partes del mundo.
 
A pesar de que uno de los rasgos distintivos de su obra es la constante variedad de sus temas y el polimorfismo de su estilo, que cubren lo político, lo filosófico, lo histórico, y a veces el clima de misterio, con la misma habilidad literaria, el gran asunto que subyace a toda su obra es el que caracteriza a la misma cultura turca: la de ser la más paradigmática encrucijada entre Oriente y Occidente. Pamuk mismo es un claro ejemplo de eso, pues siendo un escritor profundamente comprometido con todos los aspectos de la realidad turca es, a la vez, un intelectual cosmopolita (lo que le ha valido críticas y censuras de ciertos sectores sociales y políticos de su país), que ha absorbido los más variados influjos del mundo occidental. Esa orientación tuvo un temprano impulso gracias a su educación secundaria en el Robert College, pues pertenecía a una acomodada familia turca. Eso mismo explica que el autor, aunque fuese parte de la comunidad musulmana, no lo fuese en el sentido de ser fiel observador de sus rituales religiosos. En 2004 fue enjuiciado por las autoridades turcas por “insultar y debilitar la identidad turca”. Amenazado de muerte, tuvo que escapar del país.
 
En realidad, lo que las autoridades no le perdonaban era que Pamuk se refiriese al genocidio de las poblaciones armenias y kurdas cometidos por los turcos en 1915, algo que ningún gobierno de su país ha aceptado y probablemente nunca aceptará: “la dignidad nacional” está de por medio. Tras abandonar su patria, Pamuk fue profesor visitante en la Universidad de Iowa y luego en Columbia, donde actualmente tiene una cátedra de humanidades.
 
Uno de los primeros fuera de Turquía en reconocer la calidad y originalidad de su ficción fue John Updike, a propósito de El castillo blanco (1985; Debolsillo, 2008). Creo que lo primero que leí de Pamuk no fueron sus novelas, sino los brillantes artículos y ensayos que publicaba en The New York Review of Books, cuya inteligencia y originalidad llamaron mi atención; considero probable que su lúcida posición respecto a la cultura musulmana frente a Occidente en nuestro tiempo contribuyó a que la Academia Sueca decidiese premiarlo para ofrecer así su apoyo moral a un intelectual acosado por el sector más recalcitrante de su país. Hace pocos años, ya con el Nobel en sus manos, fue invitado a la Feria del Libro de Guadalajara, México, donde hizo una presentación que me impresionó por su lucidez, brillante argumentación y gracia personal. En todos los aspectos de su persona literaria, Pamuk es una cabal demostración de ser, a la vez, un hombre moderno que representa a una cultura muy antigua.
 
Su obra narrativa comienza con Oscuridad y luz (1982), algunas obras que siguieron a esta como Me llamo Rojo (1998; Alfaguara, 2003; Debolsillo, 2009) y Nieve (2001; Alfaguara, 2005; Punto de lectura, 2007) establecieron su prestigio en el mundo occidental, igual que importantes premios internacionales como el Premio al Mejor Libro extranjero en Francia, el Premio Grinzane Cavour en Italia, el Premio de la Paz en Alemania y el Premio Médicis Étranger en Francia.
 
Con cierto retraso he leído la versión castellana de la novela que publicó originalmente en 2008, El museo de la inocencia (Mondadori, 2009), que me ha producido una verdadera conmoción. La considero una auténtica obra maestra, uno de los relatos más notables que he leído jamás, casi impecablemente perfecta y la recomiendo sin vacilación a todo buen lector. Como es una fuente constante de placer, cuando terminé de leerla tuve una sensación de pérdida o nostalgia porque había quedado enamorado de sus personajes principales, su cautivante historia, sus ambientes, sus laberínticas peripecias, sus continuas sorpresas, sus seductoras trampas y pistas falsas. La impresión que produce es tan vívida que, al final, a uno le es difícil separar la ficción de la realidad exterior a ella, porque se adhiere a esta de una manera casi inextricable, es decir, el mundo ficticio y el objetivo quedan soldados en una alianza tan estrecha que no sabemos bien dónde comienza una y dónde termina la otra.
 
Se trata de una gran novela de amor, que tiene rasgos de veracidad, encanto, poesía y tragedia, que se nos transmiten con la misma fuerza pese a que emanan de un mundo concreto bastante alejado de nuestra experiencia personal, histórica y cultural como el de Turquía.
 
Kemal Bey, el protagonista y narrador de su propia historia, tiene treinta años y es uno de los herederos de una acomodada familia dedicada a un próspero negocio de textiles en Estambul (ubicado en el barrio de Nişantaşı, donde nació Pamuk). Un día decide comprarle a su novia Sibel –con la que está próximo a casarse– un regalo en una elegante boutique. Cuando se lo ofrece a Sibel, ella le hace notar amablemente que la marca de la cartera no es auténtica. Cuando él regresa a la tienda para hacer el reclamo, descubre que quien atiende ahora en el mostrador es Füsun, una prima suya, a quien no veía desde niña. Ahora ella es una atractiva muchacha de dieciocho años, cuya deslumbrante belleza lo fascina de inmediato y para siempre. Ella se ofrece a llevarle el dinero del reembolso en persona al departamento que la familia de Kemal usa como desván y él como estudio. Allí comienza una corta relación erótica entre los dos, cuya intensidad alcanza un altísimo grado. Pese a ello, y con bastante cinismo, Kemal no rompe su compromiso con Sibel y mantiene su secreto affaire con Füsun. Así llega el inevitable día de la petición formal de mano que ocurre en el capítulo 24. Este capítulo, que podría ser el mero relato de una ceremonia convencional, se convierte en uno de los ejes más importantes de la historia; es, además, el más extenso de toda la novela, lo que es raro en el arte narrativo de Pamuk que se caracteriza precisamente por lo contario, lo que asegura el ritmo rápido y cambiante en sus obras.
 
En medio de la fiesta, Kemal busca desesperadamente a Füsun –con quien ha hecho el amor ese mismo día– sin importarle el alto riesgo que corre. Es evidente que Kemal quiere a Sibel, pero siente por Füsun una pasión incontrolable, un verdadero caso del amour fou que tanto exaltaron los surrealistas, que trata de calmar recurriendo a abundantes copas de rakı, hábito que se irá convirtiendo en una adicción más que social. Al acabar este crucial capítulo, el lector tiene la impresión de que las relaciones paralelas van a continuar. Una de las muchas sorpresas que animan este relato es que no ocurre así: por un lado, Kemal no vuelve a ver a Füsun por un largo periodo; por otro, se refugia en los brazos de Sibel, pasa varias semanas al margen de todos sus amigos refugiado con ella en la casa de verano de sus padres, aunque le es imposible amarla físicamente porque se lo impide el torturante recuerdo de Füsun.
 
Mientras la ausencia de ella le produce un constante dolor moral, emotivo y físico que lo fuerza a realizar actos totalmente desesperados como volver periódicamente al lugar de sus encuentros secretos o buscarla en lugares o barrios donde cree que puede encontrarla caminando, Sibel le devuelve su anillo y da por terminada su relación con él ante el escándalo familiar y social. Poseído por su devoradora pasión amorosa que nada calma, Kemal se entrega a una forma sublimada de fetichismo: conserva, acaricia, huele y contempla hasta el más mínimo objeto que tocaron las manos de su amada, desde la cuchara con la que tomó té a la sábana sobre la que hicieron el amor. Este es el origen de lo que luego él llamará Museo de la Inocencia, es decir, la heterogénea colección que da testimonio de esta suprema historia de amor, cuya heroína me hizo revivir las de Madame Bovary y Ana Karenina.
 
Cuando al fin los amantes se reencuentran, la situación es completamente distinta: ella está casada con un joven aspirante a director cinematográfico que quiere convertirla en la nueva estrella del cine turco, y Kemal no tiene otro modo de acercarse a ella que verla casi diariamente en la casa de los padres de Füsun donde la pareja vive y donde él –primero con discreción y luego con descaro– recoge, roba cucharillas, saleros, adornos y otros objetos de la casa para incrementar su museo. Increíblemente, el rito de la cena en esa casa durará ocho años, o, según su más preciso cómputo: “Fui a cenar a Çukurcuma para ver a Füsun exactamente durante siete años y diez meses, [es decir] pasaron dos mil ochocientos sesenta y cuatro días. Según mis notas, en esas cuatrocientas nueve semanas cuya historia me dispongo a relatar, fui mil quinientas noventa y tres veces a cenar a su casa.” No solo eso, también nos dice: “Durante los ocho años que fui a la casa de los Kerkin y me senté a su mesa logré ocultar y acumular 4213 colillas de cigarrillo de Füsun.” ¿No siente acaso el lector un eco de los delirantes cómputos que abundan en Cien años de soledad? Tampoco es difícil no pensar en la primera frase de Rayuela en la que otro loco enamorado se pregunta: “¿Encontraría a la Maga?”
 
El insufrible mal de amor que aqueja al protagonista no tiene otro consuelo que contemplar y adorar en silencio a su inalcanzable Füsun, en un juego de miradas, gestos, silencios y palabras a todos los cuales él les da una elaborada interpretación. Para ayudarla financieramente en sus aspiraciones de actriz, funda Limón Films (Limón es el nombre del canario de la familia de Füsun) y concurre con gran frecuencia al café llamado Papel Cebolla donde se reúne todo el mundillo vinculado al cine local con mayor o menor fortuna. Al final, tras enterarse por Füsun que su matrimonio nunca se consumó y que pronto se iniciarían los trámites de su divorcio, los hechos parecen anunciarle a Kemal que su persistencia está a punto de culminar con un gran triunfo y toda la felicidad del mundo. Pero no será así: cuando justamente están iniciando el muy postergado viaje a París ocurre algo totalmente inesperado y que, en beneficio del lector, no revelaré aquí.
 
Para narrar lo que sigue a ese crítico momento, la historia –cuyo núcleo gira alrededor de los años setenta y se extiende hasta mediados de los ochenta– se proyecta ahora veinte años hacia adelante, y relata primordialmente los esfuerzos de Kemal para hacer realidad el museo, lo que lo obliga a visitar muchos museos y galerías de todo el mundo, para saber mejor cómo organizarlo. El lector se da cuenta de que los centros artísticos, culturales y documentales que registra en los capítulos 81 y 82 no son en absoluto ficticios, sino muy reales. Lo asombroso es que la novela da otro gran vuelco: el proyecto de Kemal genera el auténtico Museo de la Inocencia, inaugurado en Estambul el 28 de abril de 2012 y que los interesados pueden ahora visitar. En el capítulo 83 y final, titulado irónicamente “Felicidad”, Kemal nos dice que la mejor manera de dar sentido a los objetos del museo era escribir un relato: “Así pues, un escritor podía redactar el catálogo de mi museo como si escribiera una novela.” Ese novelista es nadie menos que Orhan Pamuk, personaje real convertido en ficticio, con lo cual la novela da un giro del todo inesperado. Cuando el héroe y el escritor que lo creó se encuentran por última vez, Kemal –un hombre que ronda ya los sesenta años– le dice una frase que sintetiza toda su pasión amorosa por Füsun: “Que todo el mundo sepa que he tenido una vida muy feliz.”
 
Algo particularmente curioso es que en el ya citado capítulo 24 hay una fugaz aparición del mismísimo Orhan Pamuk, con quien Füsun también baila; en esa instancia el narrador nos hace una sorprendente invitación (que decidí no aceptar para mantener el suspenso): “Quienes deseen saber con sus propias palabras lo que sintió Orhan Bey [Pamuk] al bailar con Füsun, por favor que vayan al último capítulo [...]” (pp. 158-159). Esto tiene cierto aire de semejanza con lo que Cortázar llamó “capítulos prescindibles” en Rayuela. En otro insólito juego de vasos comunicantes entre el plano imaginario y el real, Pamuk publicó en 2012 un hermoso libro titulado The innocence of objects, que es en verdad el catálogo de la colección de objetos y toda la memorabilia que se refiere a Füsun, su familia y la de Kemal, los ambientes del viejo Estambul y otros detalles de la historia que hemos leído y que nos hacen ver –aunque parezca extraño– que la novela y el museo fueron concebidos como un esfuerzo conjunto y simultáneo a lo largo de varias décadas.
 
El arte de su composición novelística, el absoluto control sobre sus cambiantes tonos, las continuas sorpresas y pistas falsas que estimulan la imaginación del lector, el toque siempre delicado pero intenso de sus introspecciones en el alma enamorada, las convincentes descripciones del mundo estambulí con sus paseos por las riberas del Bósforo, las alusiones a los cambios que sufre por entonces la sociedad turca en sus hábitos sexuales (con mujeres que llevan la cabeza cubierta mientras otras llevan minifalda), las referencias al autoritarismo del poder político, etc., hacen de esta novela una auténtica experiencia del alto placer que solo una gran obra literaria puede producir. ~
 
 
José Miguel Oviedo (Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.
 

EL PROGRESO MILENARIO por Gabriel Zaid (*) (Extraído de www.letraslibres.com)

 
En los años del Terror (1792-1794) de la Revolución francesa, la Asamblea ordenó el arresto de uno de sus miembros más ilustres, precursor de la matemática electoral y promotor del voto femenino y la educación para todos. Temiendo lo peor (miles de revolucionarios murieron en la guillotina, acusados de esto o aquello por sus correligionarios), se escondió. En los meses que tardaron en encontrarlo, escribió su célebre Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Asombrosamente, el marqués de Condorcet (1743-1794) murió lleno de fe en la Revolución.

El libro distingue diez épocas cada vez mejores de la humanidad, desde la vida nómada hasta la aurora revolucionaria, pasando por la agricultura, la escritura y la imprenta. Seguramente fue inspirado por el “Cuadro filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano” (1750) del abad Turgot, prior de la Sorbona, cuya tesis central es que la humanidad progresa por la acumulación de conocimientos, a diferencia de la naturaleza, que no cambia. Los astros se mueven, pero sujetos a leyes fijas; los vegetales y los animales se reproducen, pero no mejoran.

Los sabios antiguos y también los modernos (hasta Newton, 1643-1727) creyeron en la estabilidad del cosmos. Aunque Plinio (23-79) escribió una monumental Naturalis historia, resumen de todo lo que entonces se sabía, el título no quería decir Historia de la naturaleza, sino algo así como Enciclopedia temática de la naturaleza. (De Plinio viene el nombre de los museos de historia natural.) Fue Laplace (1749-1827) el primero en postular que los planetas no son eternos, sino desprendimientos del Sol en rotación. Una idea tan extraña que Napoleón lo invitó a que se la explicara. Se cuenta que, al terminar, Napoleón todavía le preguntó: “¿Y Dios?” A lo cual respondió coquetamente: “Es una hipótesis innecesaria.”

La naturaleza tiene “historia”. Muchos de sus cambios son cíclicos (el amanecer, las fases de la luna, las estaciones); pero otros son irreversibles, como la formación del sistema solar, que puede considerarse un “hecho histórico” (aunque suele llamarse histórico a lo que deja testimonios escritos). La Tierra no es eterna. Y, en consecuencia, tampoco la vida en el planeta. Darwin (1809-1882) propuso una teoría sobre el origen y evolución de las especies, con cierta inquietud por las creencias religiosas de su mujer y de muchos que se harían la pregunta de Napoleón: “¿Y Dios?” Sin embargo, pocos años después de publicado El origen de las especies (1859), el sacerdote (luego cardenal) Newman (1801-1890) declaró tranquilamente que “la teoría de Darwin (cierta o no) no es necesariamente atea; puede sugerir simplemente una idea más amplia de la providencia divina” (carta al canónigo Walker del 22 de mayo de 1868).

Con mentalidad progresista, la evolución de las especies puede ser vista como progreso, desde las primeras moléculas orgánicas hasta la especie humana. Así también la expansión del universo, desde el “átomo primitivo” postulado por el astrofísico y sacerdote Georges Lemaître (1894-1966); hipótesis rechazada por el astrofísico y novelista Fred Hoyle (1915-2001), que suponía lo contrario: un estado estable del cosmos. Lo del “átomo primitivo” le sonaba a relato mítico de la Creación: un “big bang” de la nada que da origen a todo. Curiosamente, la idea de Lemaître se impuso y lleva como nombre el apodo de Hoyle. Hoy la astrofísica supone que el Big Bang fue el origen del universo hace 13.8 millones de milenios.

Pero, ¿cabe hablar de un progreso involuntario (aleatorio, físico, químico, biológico), anterior al logrado por la creatividad humana? De muchas cosas se ha dicho que son un progreso, y también que no lo son. La noción de progreso implica cuando menos otras tres: cambio, tiempo, mejor; de las cuales también se ha dicho que son ilusorias. Grandes inteligencias afirmaron que el cambio no existe (Parménides), que el tiempo no existe (Einstein), que lo mejor no existe (Nietzsche). También se ha dicho que hablar de progreso en la evolución de las especies es una retrolectura sin fundamento (Stephen Jay Gould, Full house: The spread of excellence from Plato to Darwin).

Hasta se pudiera pensar que las variaciones a lo largo del tiempo son algo así como la diversidad en el espacio. Cuvier (1769-1832) catalogó las especies animales en un cuadro comparativo de sus diferencias, como luego Mendeléyev (1834-1907) catalogó los elementos químicos en una tabla periódica. Pero ni Cuvier ni Mendeléyev vieron las diferencias como cambios evolutivos en el tiempo, menos aún como progreso.

La diversidad de la naturaleza fue catalogada por Aristóteles con criterios jerárquicos. Sus investigaciones (istoría) sobre los animales (llamadas en latín Historia animalium) suponen la noción de mejor. Las piedras son inferiores a la plantas, que son inferiores a los animales, que son inferiores a los seres humanos. Incluso “puede observarse en las plantas un ascenso continuo hacia lo animal” (viii 588b). Pero esto implica jerarquía, no cambio, tiempo, evolución ni progreso. Aristóteles, como Newton, creyó que el universo era estable.

La noción de progreso implica otras dos: gradualidad y rumbo. Los cambios pueden concebirse como saltos bruscos o procesos graduales, solos o combinados: cambios graduales acumulados hasta que se produce un salto brusco (Hegel) o cambios bruscos con ajustes graduales (Gould). También pueden concebirse como orientados a una plenitud cada vez mayor (Hegel) o sin rumbo alguno (Gould).

Diversos mitos sobre el origen último de todo narran episodios sucesivos que suenan a progreso. El Génesis relata la Creación como una serie progresiva: primero la nada, luego la luz (hoy diríamos “Hágase el estallido”, aunque todavía en 1789 Lavoisier, guillotinado en 1794, clasificaba la luz entre los elementos, junto al oxígeno y el hidrógeno); después los cielos, la tierra, las especies vegetales y animales, el hombre y la mujer. Pero una vez que la Creación culmina en la vida humana, el progreso concluye y Dios se complace en su obra. Desde el séptimo día, tanto los cambios como el tiempo son circulares, no lineales: “No hay nada nuevo bajo el sol” (Eclesiastés 1:9). El progreso ulterior es inconcebible.

La ruptura del tiempo circular aparece en las tradiciones mesiánicas, que esperan la salvación y un fin glorioso de los tiempos. Así aparecen el tiempo lineal, la historia sagrada, el futuro absoluto (no relativo) y el progreso prospectivo (aunque no gradual). La plenitud anunciada por los profetas bíblicos será un acto de Dios que vuelve a crear el Paraíso (perdido por el pecado original): “Pues voy a crear unos cielos nuevos junto con una tierra nueva” (Isaías 65:17). El fin de los tiempos se vuelve el polo opuesto del origen de los tiempos.

En los primeros años del cristianismo, muchos esperaban el pronto advenimiento del futuro absoluto, que repentinamente haría pasar el mundo a una vida mejor. San Pablo, sin negar el acontecimiento cósmico que pondría fin al mundo viejo, lo individualiza en el salto de un acontecimiento personal: la conversión (metanoia) que deja atrás al hombre viejo y hace surgir un hombre nuevo, con Cristo resucitado, desde ahora.

En las antiguas concepciones del tiempo, había el eterno retorno de lo mismo; o un hoy venido a menos, menesteroso frente al pasado mítico; o una esperanza de salvación en un tiempo nuevo que era un salto absoluto, no un progreso gradual.

La idea de un perfeccionamiento personal gradual (una especie de salto interminable) aparece en la cultura cristiana del siglo iv. Los ideales monásticos integran el mandamiento radical de ser perfectos (Mateo 5:48), el modelo ascético del atletismo griego (ejercitarse y superarse), la primacía del éxtasis (superior a la acción) de los filósofos neoplatónicos y la invención budista de la vida conventual.

El monasterio es un centro de entrenamiento y progreso espiritual, un anticipo de la vida futura: el glorioso más allá que simbólicamente ya está aquí; la utopía en marcha de un cielo nuevo y una tierra nueva. Así, la polaridad temporal entre el origen y el fin de los tiempos se vuelve una polaridad espacial. Frente a la ciudad de los cristianos normales (integrados al Imperio romano), aparece la ciudad nueva de los cristianos radicales: ermitaños, cenobitas y monjes.

El progreso moderno (gradual, histórico y social, no solo personal) es un mito cristiano tardío. Aparece en el siglo XII y transforma los ideales monásticos en un proyecto para toda la sociedad. No está en La ciudad de Dios de San Agustín (354-430), concebida como polo eterno de la ciudad humana. Tampoco en La crónica de las dos ciudades de Otón de Frisinga (1114-1158), inspirada en la dicotomía agustiniana.

Agustín tiene a la vista el inconcebible hundimiento del Imperio romano (cuando ya había adoptado la religión cristiana) ante los vándalos germánicos. Otón tiene a la vista el asedio musulmán al Sacro Imperio romano germánico y las guerras internas por la hegemonía cristiana. Ambos tienen los ojos puestos en un más allá esperanzador, situado en el futuro absoluto de toda la humanidad, no solo del pueblo cristiano. Transforman la historia sagrada en filosofía de la historia universal.

Pero ya en los tiempos de Otón aparecen rasgos del progreso moderno. Contra la tradición de que todo tiempo pasado fue mejor, nace la idea de que el cristianismo supera a los profetas bíblicos y a los filósofos griegos. Bernardo de Chartres tiene conciencia del progreso intelectual. Modestamente afirma que “somos como enanos montados en los hombros de gigantes”; pero también, nada modestamente: por eso “podemos ver más cosas y más lejos”. A su vez, Abelardo (el de Eloísa) afirma que hoy “sería fácil escribir un libro” igual o mejor que los antiguos. Estas opiniones, recogidas en 1159 por Juan de Salisbury (Metalogicon iii 4), anticipan la jactancia de la Ilustración: Hay que reconocer “la prodigiosa superioridad de nuestro siglo sobre los antiguos” (Voltaire, El siglo de Luis XIV, capítulo 34).

Pero el ideólogo del progreso fue Joaquín (c. 1130-1201), abad del monasterio de San Juan de la Flor (Fiore), en el sur de Italia. Fue elogiado por Dante, Marx y muchos otros, del siglo XIII al XX (como lo reseña minuciosamente Henri de Lubac en un millar de páginas: La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore). Según Norman Cohn (The pursuit of the millennium), Joaquín de Fiore “inventó el sistema profético de mayor influencia en Europa, hasta la aparición del marxismo”. Fue una especie de Marx del siglo XII.

En su teología, la historia se divide en tres etapas de revelación progresiva: la del Padre (bíblica), superada por la del Hijo (evangélica), superada por la del Espíritu Santo (que viene). La Creación pasa de la dependencia servil en los tiempos del Padre, a la dependencia filial en los tiempos del Hijo, a la libertad del Espíritu Santo en los tiempos nuevos. Para Joaquín, aunque era monje, el mundo rebasará a los monasterios. Toda la humanidad tomará el camino de la perfección, no solo los cristianos apartados del mundo. Así, la Ciudad de Dios se vuelve un proyecto de transformación del planeta: restaurar el Paraíso en la tierra. Los temores milenaristas (de que el mundo iba a acabar en el año 1000) se vuelven esperanzas milenaristas (en un mundo nuevo que deja atrás el viejo).

Los nuevos tiempos se revelan en la santidad de Francisco de Asís (siglo XIII), que alaba a Dios en la fraternidad del sol, la tierra, el agua, las flores y los frutos, como si ya estuviera en el segundo Paraíso. Y en la ciencia ficción del franciscano Roger Bacon (también del siglo XIII): “Es posible construir vehículos que se muevan con velocidad increíble y sin ayuda de bestias. Es posible construir máquinas voladoras” (Roger Bacon’s letter concerning the marvelous power of art and of nature).

Para Leibniz, “hay un progreso perpetuo y libre del universo entero”, “que siempre está avanzando hacia más”, sin alcanzar la perfección de Dios (The ultimate origin of things, 1697, www.earlymoderntexts.com). Para el paleontólogo jesuita Teilhard de Chardin, todo converge hacia más: el cosmos, la evolución de las especies, la vida humana y la noósfera que recubre el planeta desde que aparece la cultura (El fenómeno humano, 1955).

El mito arcaico de la Creación desembocó en el mito moderno del Progreso. Con todos sus fetichismos, ha resultado fecundo. Cabe asumirlo todavía, con sentido crítico y sentido del humor. Es razonable suponer que el progreso existe. Que es un hecho anterior a la conciencia del progreso y a los ideales progresistas. Que el cambio, el tiempo y lo mejor existen. Que hay progreso gradual y también saltos de progreso. Que el paso de la nada a la energía, la materia, la vida, la inteligencia y el lenguaje son grandes saltos cualitativos de una realidad que mejora. Que el progreso milenario (con titubeos, altibajos y hasta retrocesos) ha tenido rumbo (visto retrospectivamente), y debería tenerlo (prospectivamente), aunque es difícil definir un rumbo deseable, y más aún lograrlo.

No es verdad que todo tiempo pasado fue mejor. Ni que todo lo más reciente es mejor. Ni que el futuro será siempre mejor. Pero cabe desearlo, y trabajar porque así sea, con optimismo razonable. ~


Gabriel Zaid (nacido el 24 de enero de 1934 en Monterrey, Nuevo León) es un poeta y ensayista mexicano. Es colaborador habitual de la revista Letras Libres. Estudió en el Instituto Tecnológico de Monterrey y obtuvo el título de ingeniero mecánico administrador en 1955. Fue consultor independiente durante varios años. Fue miembro del consejo de la revista Vuelta de 1976 a 1992. Como miembro del grupo editorial Vuelta y de su legado ha sido uno de los promotores y comentadores de la obra de Octavio Paz. En cuanto a su labor poética, algunos de sus poemas más famosos son Circe, Fábula de Narciso y Ariadna y Campo nudista. En lo tocante a su obra como ensayista, se ha destacado por abarcar desde el ámbito cultural hasta la organización de las calles, colonias y zonas postales de la Ciudad de México; pasa por las esferas políticas y sociales, de las cuales hace claras denuncias de las ideas preconcebidas y prejuicios en general que afectan el devenir de dichos ámbitos, como los lazos entre las élites gubernamentales y las casas de educación superior, el desgaste del aparato burocrático del PRI, el modelo económico mexicano, la distribución editorial, o la necesidad de replantear las prioridades de la vida. La principal cualidad de su prosa es que abarca todos estos temas sin arrebato alguno, eligiendo cuidadosamente las palabras para designar las cosas, y siempre fundamentando sus argumentos antes de emitir algún juicio. Ha sido colaborador en numerosos diarios y revistas, y algunos de sus escritos han sido traducidos al inglés, francés y portugués.