miércoles, 25 de diciembre de 2013

WILLIAM OSPINA HABLA SOBRE "PA QUE SE ACABE LA VAINA" (Diario EL PAÍS, España)



Uno de los momentos decisivos de la historia de Colombia es ‘El Bogotazo’, del 9 de abril de 1948, como se conoce al día que asesinaron al político liberal Jorge Eliécer Gaitán y que fue el detonante de “La Violencia” entre liberales y conservadores, que encarnaba como hasta ahora no ha vuelto a ocurrir, las esperanzas de los más pobres. “La vieja Colombia murió el 9 de abril de 1948: la nueva no ha nacido todavía”. Con esa frase contundente, William Ospina regresa a su lado más analítico, crítico y comprometido con su país a través del libro Pa que se cabe la vaina (Planeta), una crítica fuerte a la dirigencia colombiana. Justo cuando Colombia está inmersa en un ambiente electoral, de protestas y en medio de una negociación de paz con la guerrilla más antigua del continente.

“Gaitán tenía un proyecto de país, que ya en su tiempo era urgente y en el que se reconoció toda la gente humilde que había sido en Colombia postergada, excluida, maltratada y malformada por un Estado clerical, medieval, cerrado a toda modernidad. Si ese proyecto era urgente hace 65 años, cuánto no lo será hoy, porque lo que ocurrió con la muerte de Gaitán fue la clausura de ese proyecto de modernización de país y, desde entonces, Colombia no ha hecho más que girar en la noria de sus violencias, de sus intolerancias, de sus exclusiones, precisamente porque no ha llegado una propuesta verdaderamente nueva, original y generosa”, se lamenta Ospina (Padua, Colombia, 1954).

Para Ospina, premio Rómulo Gallegos por su novela El país de la canela, El Bogotazo cerró una puerta que no se ha vuelto a abrir. Cada década ha traído nuevos problemas pero nunca grandes soluciones. “…Todos esos esfuerzos por encontrar un culpable de nuestras pestes evitaba el problema central: preguntarse quién arrojó a los guerrilleros a la insurgencia, a los delincuentes al delito, a los pobres a la pobreza, a los mafiosos al tráfico, a los paramilitares al combate, a los sicarios a su oficio mercenario, si no una manera de gobernar el país que cierra las puertas a todo lo que no pertenezca al orden de los escogido”, dice en su nuevo libro.

Inevitable no mencionar el actual proceso de paz que se adelanta con la guerrilla de las FARC. Esa fue la primera pregunta que surgió el día del lanzamiento de libro en Bogotá. Ospina es optimista. “Todos estamos ansiosos y viviendo la urgencia de que esa guerra termine y que el país entre en otro camino, que tome otro impulso y encuentre toda esa energía extraordinaria que hay en él. Basta que este país le brinde a su comunidad oportunidades, basta de que en este país la vida deje de ser tan dramáticamente difícil y veríamos el gran país que Colombia puede ser. Ese acuerdo (con las FARC) es urgente y no va a significar inmediatamente la paz, pero va a abrir un espacio extraordinario para la paz verdadera que tiene que ser hecha por todos”, dijo ante un auditorio lleno de seguidores.

Hace 17 años, William Ospina intentó interpretar la realidad colombiana –“por entenderla a la luz de la historia del último siglo”– en un ensayo que llamó ¿Dónde está la franja amarilla?, un título que hace alusión a los colores de la bandera de su país. El azul y el rojo han identificado por siglos los partidos políticos tradicionales, pero faltaba el amarillo, por eso Ospina se preguntó por esa franja, en una suerte de propuesta para que aquellos que no se habían manifestado políticamente participaran de la construcción de una nueva Colombia.
Pero el tiempo ha pasado y los problemas que en ese entonces el escritor enumeraba más que resolverse se han agudizado. Entonces escribió Pa que se acabe la vaina, un lúcido ensayo y un llamado, si se quiere, más enfático, a una ciudadanía más activa y más comprometida con la solución de sus problemas. “Era necesario no solo desarrollar en profundidad los temas de La Franja, sino asumirlos de una manera más comprometida, no solamente como la voz de un individuo sino como la voz de una comunidad indignada, impaciente, que siente que son urgentes las soluciones y que sabe que esas soluciones ya no hay que esperarlas de nadie sino que son decisiones que debe tomar la comunidad”, explica Ospina, uno de los escritores más prestigiosos de Colombia.

“Gabriel García Márquez cuenta en sus memorias que cuando pasó por la plaza de Ciénaga, rumbo a Aracataca, donde iban a vender la casa de la infancia, su madre, Luisa Santiaga, se volvió a señalarle la gran plaza agobiada por el sol y le dijo: 'Mira: ahí fue donde se acabó el mundo'. Esa típica frase del realismo mágico podría ser algo más, podría ser el símbolo grabado en lo profundo de la conciencia de los colombianos”. Así describe Ospina uno de los momentos por los que ha atravesado la historia reciente de Colombia, pero que a la vez deja ver que su ensayo no se limita a una enumeración cronológica de hechos históricos, sino que es una reflexión sobre cada uno de los momentos que le parecen decisivos.

La sociedad entera, asegura Ospina, tiene que presionar y participar para que los pasos que faltan se den y para que esa paz sea benéfica, no solo para las partes que están en contienda, sino para los más excluidos. “Es el comienzo de un proceso arduo, difícil, pero también le transmitirá a la comunidad una esperanza, algo fundamental para que se ponga a trabajar en el proceso de construir una sociedad más solidaria, más próspera, que es el verdadero nombre de la paz”.

Pero Pa que se acabe la vaina, además de criticar a los políticos es a la vez un esfuerzo por valorar la creatividad de la cultura popular. El título es de por sí un verso de la canción La Gota fría, una canción vallenata compuesta por Emiliano Zuleta Baquero en 1938 y que le ha dado la vuelta al mundo de habla española. “Es un homenaje a la creatividad popular que de todas maneras, también, lanza un desafío a ese otro país adusto, rencoroso, violento, que no nos ha permitido ese florecimiento que merece”.

Ospina también aclara que este ensayo es hijo de un diálogo permanente con amigos, fruto de una conversación comprometida y esperanzada en que Colombia será capaz de superar “las trabas de una dirigencia mezquina y muy a menudo ignorante, desconocedora del país al que gobierna pero al que nunca engrandece”. La clave –dice– es entender que es otra manera de administrar y orientar el país, lo que puede llevarlo a un horizonte distinto.

El escritor colombiano espera que esta nueva reflexión muestre el estado de ánimo de los colombianos, ese algo que está en la atmósfera pero que tal vez pocos pueden expresar en una narración. Y augura que “tarde o temprano lo que era guerra aprenderá a ser diálogo, lo que era violencia aprenderá a ser exigencia y reclamo, lo que era silencio podrá convertirse en relato”.


Fuente y más información: www.elpais.com

ENTREVISTA AL EX DIRECTOR DE CAHIERS DU CINEMA, JEAN LOUIS COMOLLI (Suplemento Ñ, Diario Clarín)



Polémico y contestatario así fue y continúa siendo hoy Jean Louis Comolli. De paso por Argentina, el teórico y cineasta francés acaba de dictar un seminario llamado Cine e historia. Contra la televisión , tres clases magistrales donde actualizó los problemas ya trabajados en su libro Cine contra espectáculo (1972), editado en español por Manantial. Comolli expresa, como pocos, ese perfil de realizador y crítico que se delineó en la célebre Cahiers du cinema, revista de la cual fue un profuso colaborador entre 1962 y 1978 y en la cual, también, se desempeño como editor. En esta revista, entre 1971 y 1972, el realizador francés publicó seis artículos bajo el título Técnica e ideología, hoy de lectura imprescindible para entender la escena francesa de los nuevos cines cuyas formas renovadoras de representar irrumpían en oposición a la tradición comercial norteamericana. Por entonces, junto a Comolli, la nouvelle vague y directores como Jean Rouch, Edgar Morin y Chris Marker, entre otros, asumían la responsabilidad política de resistir al mercado y a las formas parasitarias del imperio norteamericano.

En su carrera como cineasta Comolli filmó más de cuarenta documentales, entre los que se destacan La Cecile (1975), o No dejar de ver (si es posible). En Cine contra espectáculo , el último de sus libros publicado en Argentina, Comolli analiza la década del 60 a la luz del (peligroso) avance de la televisión. Otros de sus libros publicados en nuestro idioma son Filmar para ver y Ver y poder.

La alianza entre espectáculo y mercancía de la que había anunciado Guy Debord en La sociedad espectáculo (1967), era un hecho consumado cuando Comolli publica Cine contra espectáculo en 1972. Según observaba el teórico por aquellos años, nunca la omnipresencia visual y sonora del mercado había “bombardeado” y penetrado a los hombres con tanta magnitud al punto de convertirse en el nuevo opio de los pueblos. El resultado es el que ya conocemos, la dominación por el espectáculo, al extremo de “hacernos amar la alienación misma”. Ahora bien, la pregunta era, ¿cómo hacer un cine contra espectáculo? Luchando contra su dominación, combatiéndolo a través de las formas y modelando un espectador crítico. “El lugar del espectador antes del invento del cine, en el teatro, por ejemplo, estaba sometido a la regla de diferir el pasaje al acto. Este lugar del espectador, supone que el espectador no puede hacer algo porque difirió el pasaje al acto, es decir, es realizado por los actores en el escenario o la pantalla. Yo no puedo andar a caballo cuando miro un western , pero John Wayne sí. Entonces, clásicamente, todas las representaciones se definen por una delegación de poder.”

–¿Y cómo puede redefinirse en la actualidad al espectador crítico?
A ver…, ese lugar del lugar del espectador que recién le mencioné hace de él un ser enfermo que tiene que renunciar a ejercer una parte de sus capacidades para poder proyectar, imaginariamente, lo que no puede hacer sobre los que pueden hacerlo. Entonces el espectador no es pasivo, sino que es activo imaginariamente, su cerebro está extremadamente activo. Entonces este lugar del espectador se puso en crisis, para el espectador mismo hubo y estamos asistiendo a lo que se llama cambio de paradigma, el espectador desea actuar, el espectador no está ya satisfecho con estar en la acción mental y desea estar en la acción física, lo que es imposible en cine…


–¿Y en la televisión?
Sí, en la televisión es posible. En mi casa yo paso al acto, suena el teléfono y atiendo. Entonces desde el punto de vista del lugar del espectador se fue hacia lo que se podría llamar la entrada del espectador en el pasaje al acto. Lo que no se puede hacer en el cine ni en el teatro se puede hacer en la propia casa, si tengo ganas de gritar en mi casa mientras hay una película en tv nadie me lo impide. Entonces, el pasaje al acto se hizo posible desplazando la máquina de representación de los lugares públicos a los lugares privados. En los lugares públicos el pasaje al acto está prohibido por los otros, si en un cine me levanto grito la gente me dirá que me calle, en mi casa no.


–¿Entonces, si este nuevo espectador ahora actúa en el pasaje al acto, qué sucede con el mercado?
El mercado es lo que administra el conjunto de nuestro mundo, nuestras relaciones, entonces desde el lugar del mercado no pasar al acto es grave, es un pecado porque el mercado desea el pasaje al acto y su modelo es el de comprar. Del lado del espectador hay un deseo de actuar y del lado del mercado hay un deseo de hacer actuar y por eso se pasó de la actividad puramente mental del cine, yo no puedo actuar, puedo imaginar, actuar mientras dura la película, que es otra cosa…. Mientras que para el mercado no es deseable, lo que es deseable es reducir al espectador a un sistema de recepción y reacción porque eso es lo que da el mercado, indicaciones respecto de lo que vos querés.


–En la televisión estamos frente a una recepción fragmentaria…
Claro, pero en el cine no es posible, yo digo que la película es más fuerte que el espectador porque la película no puede ser detenida por el espectador, para detener la película hace falta ir a la cabina. Con un dvd aprieto un botón con una compu, una tecla y se para la película, entonces en el cine la película siempre es más fuerte que el espectador y fuera del cine, en otras pantallas, con otras máquinas, el espectador es más fuerte que la película. Esto es lo que cambia el nuevo poder que se le da al espectador, pero este nuevo poder es lo que el espectador nos deja como ilusión de poder.


–Entonces, ¿cómo sería la relación entre el pasaje a la acción y la capacidad crítica?
Por supuesto que la capacidad crítica disminuye . Precisamente porque cuando uno está tomado en la acción deja de lado la capacidad reflexiva. Diferir el pasaje al acto como se hace en el cine o en el teatro quiere decir que se inscribe la posibilidad del apres coup . El apres coup es una concepción psicoanalítica, quiere decir que las cosas no ocurren en el momento sino después, en e l apres coup , el trauma se sufre en el momento, pero actúa mucho más tarde. Y así funciona el cine después, la película trabaja en nuestro interior y de a poco se fabrican emociones que puedo sentir, pero no en el momento en que ocurren. Esto supone una relación de duración entre el objeto, la obra y la mente.


–¿Así como en su momento el cine estuvo amenazado por la televisión, hoy cuál es la amenaza?
La televisión ganó, ya no es una amenaza y el cine no es una amenaza para la televisión. Ahora lo que se opone no es el cine y la televisión, lo que se opone es el cuadro que tiene en cuenta lo no visible y el cuadro que finge ser todo lo visible, sin resto. Esa es la lucha. El cine se define por la articulación de lo visible y lo no visible. Entonces el cine me dice todo el tiempo que hay un no visible, mientras que tanto en televisión como en Internet la imagen se presenta siempre como si todo estuviera allí y uno olvida lo que no está filmado y sólo se piensa en lo que esta filmado. Pensar sólo en lo que se ve es perder la experiencia de una parte importante del mundo, es restringir el campo de visión y esa es la guerra…

–¿Cómo ve el futuro del cine?
El cine será la próxima Guerra Mundial, porque la batalla económica cambió a batalla de imágenes. El capital ya no está en las fábricas, está en las unidades de producción de imágenes. Sony, Time Warner, son empresas donde se concentró el capital. La producción de imágenes es el nuevo frente de batalla y las imágenes se producen para hacer creer al espectador que la imagen cuenta todo lo que es visible. Eso es una manipulación política. En cambio, cuando se fabrican imágenes donde se comprende que lo visible está fragmentado, que hay huecos, eso es un acto político, opuesto. Por eso la lucha va a ser entre dos políticas de la imagen.


Fuente y más información: http://www.revistaenie.clarin.com/



ENTREVISTA A JUAN VILLORO (Diario PAGINA 12, Argentina)



El vértigo de las horas, lejos de amainar, crece en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL). Juan Villoro está invitado a esta fiesta del libro, en la que podría ser declarado “visitante ilustre”. A pocos días de recibir el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez por su trayectoria periodística, el escritor presentará una antología de relatos y crónicas, Espejo retrovisor (Planeta), en la FIL, además de participar en varias actividades. Hace una semana estuvo en La Habana, en la Casa de las Américas, institución que le dedicó su Semana de Autor. Las manos del mexicano acicatean el lenguaje. Hablan esos dedos estilizados de pianista, como impulsados por la corriente eléctrica de las palabras. El péndulo de los recuerdos inmediatos va y viene de Cuba a Guadalajara. Y viceversa. El inmenso cielo cubano flota sobre una multitud descalza y expectante. Cientos de ojos auscultando los pensamientos, atrapando las frases en los puños de los párpados. No es un sueño, no es una fábula. No son los atajos previsibles de una imaginación arrebatada que añade detalles inventados. “Los lectores cubanos son absolutamente apasionados. La calle donde di la charla se inundó. La gente llegó descalza, con los zapatos en la mano. Llegar así a una conferencia es algo que sólo ocurre en pocos lugares. Es un acto de fe hacia la palabra, algo que no voy a olvidar”, confiesa el narrador mexicano a Página/12.

“El nivel de discusión en la isla se ha ampliado –confirma Villoro–. Yo siempre he tenido una postura cercana a la mayoría de las ideas de la izquierda, pero también soy enemigo de dogmatismos y autoritarismos, de persecuciones y purgas internas. Hay un proceso de transición que no sabemos dónde terminará en Cuba. Los mexicanos somos especialistas en transiciones lentas. Después de la masacre de Tlatelolco, en 1968, el presidente Luis Echeverría inició un período que se llamó ‘la apertura democrática’ y que teóricamente nos iba a llevar a la alternancia política. Pasaron tres décadas antes de que eso sucediera. De modo que somos especialistas en un cambio que se va produciendo muy lentamente. Y algo semejante está ocurriendo en la isla. Pero creo que la historia del continente pasa por Cuba. Y creo que algunas de las discusiones más interesantes sobre una futura pluralidad intelectual se están dando dentro de la isla, entre los escritores e intelectuales cubanos.”

Villoro explica que hace unos años se realizó un homenaje al propio Fernando Benítez (1912-2000), una mesa redonda que salió muy bien y fue el germen de este reconocimiento. “Los mexicanos tenemos la superstición de que todo lo que sale bien por casualidad se debe convertir en tradición –dice Villoro, medio en broma, medio en serio–. En este caso, se trata de un accidente afortunado que permitió que en los siguientes premios se hicieran mesas redondas protagonizadas por colaboradores muy cercanos de Benítez, como Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska. Y ha seguido la lista hasta llegar a mí, lo cual me da mucho gusto porque yo trabajé con Benítez en un periódico imaginario dos años, sin que el periódico llegara a salir, entre 1989 y 1991. Se llamaba El independiente, pero demoramos tanto en existir que nos decían ‘el inexistente’. El director general era Benítez y el director editorial era Miguel Bonasso. Yo era el más joven del grupo y estaba a cargo de la sección de cultura; fue como hacer un master con toda esa gente.” El autor de las novelas El disparo de argón, El testigo y Arrecife subraya que la experiencia en ese periódico inexistente fue “extraordinaria” en lo pedagógico y revela que convivió mucho con Benítez, un escritor y periodista “muy significativo” porque fue precursor de cierta crónica etnográfica que reunió en su obra monumental Los indios de México. “También estuvo muy interesado en vivir desde el presente momentos de la historia, por ejemplo reproducir la ruta de Hernán Cortés desde Veracruz a la ciudad de México en tiempos modernos”, cuenta el escritor y periodista.

–¿Qué es el periodismo cultural hoy en un mundo tan cambiante?
Es una tautología, porque todo buen periodismo es cultural. Una buena crónica política, si está bien escrita, tiene elementos que honran la cultura. Todo buen periodismo establece conexiones entre zonas dispersas de la realidad que sólo gracias al periodismo se tocan. La representación de lo real en clave periodística es un ejercicio cultural en sí mismo. Muchas veces se piensa que el periodismo cultural es exclusivamente el eco de la cartelera, lo que sucede noticiosamente en el ámbito restringido de las bellas artes. Pero creo que rebasa esta categoría y hoy en día vemos que algunas de las propuestas más interesantes de cambios de costumbres tienen que ver con las nuevas tecnologías, con cambios de hábitos culinarios y el papel de los chef como nuevos gurúes de la especie, con la participación cada vez más activa y necesaria de arquitectos y urbanistas en el discurso público de las ciudades. El periodismo cultural no tiene una zona restringida exclusivamente a lo literario y la cobertura de las bellas artes.

–¿Qué aprendió en esos dos años de preparación con infinitos números ceros del periódico El Independiente, que nunca salió?
Hacíamos cierres imaginarios, mejorábamos nuestro record de cierre, teníamos exclusivas que sólo nosotros dábamos, en una mesa de café. Eramos un grupo de locos, como un proyecto de esos personajes de Roberto Arlt, que intentan algo en un garage. Así estábamos nosotros. Eramos más alquimistas que periodistas, pero nuestro tema eran las noticias. Desde luego que fue un gran aprendizaje: titular, cabecear, resumir las noticias. El periodismo tiene que ver mucho con el arte del resumen en el buen sentido. El gran problema es que hoy en día el periodismo se ha jibarizado: ya no es el arte del resumen, sino de la liposucción y muchas veces de la amputación. Un buen texto breve puede ser extraordinario. Ahora estamos ante el desafío ya no de trabajar con un muy buen texto breve, sino con una miniatura que apenas es el apunte de una nota.

–¿Qué más aprendió o encontró en esa escuela de “alquimistas”?
El periodismo como forma de vida. Una cosa que me parece extraordinaria es que aprendí que el periodismo es absolutamente agotador, pero también profundamente adictivo. Sales extenuado de cubrir algo y en la calle, yendo a descansar, ves algo y ya es otra noticia. Sientes ese reflejo animal de hacerlo. Eso, cuando dirigí La Jornada Semanal, lo tuve hasta el último día que hice el suplemento. Cuando terminé el último número, pensé que iba a descansar. Al siguiente, domingo, en una sala de espera, vi una persona leyendo el suplemento que ya no había hecho yo. Sentí una mezcla de nostalgia y curiosidad por lo que habían hecho. Sentí lo que siente el niño de Toy Story 3 que tiene que regalar sus juguetes. Es bueno y noble regalar los juguetes cuando ya no los usas, pero también es triste que ya no puedas usarlos. Necesitaba dejar la coordinación editorial, que me tenía del otro lado de la mesa, del lado para mí equivocado, porque creo tener mucho más espíritu de colaborador que de director. Necesitaba escribir y pues no he dejado de hacerlo.

–¿Por qué decidió que la antología Espejo retrovisor se despliegue a la inversa de lo que se estila: de lo inédito y más reciente hacia atrás?
Reuní treinta años de trabajo en los dos géneros que más he practicado: el cuento y la crónica. Me pareció interesante que los cuentos fueran una especie de viaje a la semilla, es decir, pasar por cuentos que aún no están en libros –pero que formarán parte de libros futuros– y llegar a los cuentos más remotos, uno de ellos titulados precisamente “Espejo retrovisor”. Hay cierto peligro en hacer una lectura evolucionista de un autor, una especie de darwinismo intelectual de pensar que empezó como un protozoario y fue progresando hasta convertirse en otra especie (risas). Eso no es real. Me parece más interesante trabajar el tiempo al revés porque es mucho más literario darle una coherencia retrospectiva al destino. Y eso sólo lo podemos hacer desde el presente. En cambio, las crónicas las ordené caprichosamente, porque tampoco quería que las crónicas, que desde su nombre dependen del registro del tiempo, estuvieran datadas y fueran unas más viejas y otras más nuevas. Las crónicas que funcionan se pueden leer sustraídas de la contingencia que les dio origen. Hay un juego de tiempos donde no necesariamente hay una cronología. Me parecía muy importante que el género cuyo dios es Cronos no se atuviera a sus designios en el orden.

–¿Qué pasa con el tiempo y la urgencia en la crónica?
Hay dos formas de emplear el tiempo. Una es el tiempo para escribir el texto y la otra es el tiempo como contenido del texto. El tiempo para escribir el texto es una condición inmanente de la crónica. No necesariamente es una restricción negativa. Hay muchas cosas que he escrito presionado por la entrega y que solamente con esa espada de Damocles encima pudieron haber salido. Eso me parece muy significativo, un obstáculo estimulante. “Los convidados de agosto” la escribí en dos días porque llegué de Chiapas y tenía que dar la crónica de inmediato. La entrevista con Mick Jagger la escribí en un día. La de Salman Rushdie empezó aquí, en la Feria de Guadalajara; lo acompañé a Tequila, el pueblo donde se hace la bebida famosa, y tenía que entregarla en tres días. Sólo dos fueron muy lentas. Una sobre mi padre, porque es un aprendizaje entender su vida con una construcción de sentido. Querer a una persona muchas veces es imaginarte una manera de acercarte a ella. Es una crónica demorada por los años que he vivido junto a mi padre. “Los once de la tribu” fue hecha durante dos horas para el Mundial de Italia. El tiempo es una restricción, pero también es un acicate. Naturalmente, he tardado años en terminar cuentos, en encontrarles la salida. Pero hay otros escritos en una sentada. “Mariachi” lo escribí en el mismo tiempo que escribí una crónica, un cuento que salió como una especie de desahogo personal. En una crónica no puedes violentar el decurso de los hechos; en el cuento, el propio cuento que le da título al libro, juego con esto: es un amor de adolescencia que nunca se realizó y regresa como posibilidad muchos años después. El desafío de las segundas oportunidades. ¿Realmente es lo mismo o no? ¿Ahora sí se cumplirá ese amor o no? La metáfora del cuento es una reiteración del mismo obstáculo: ha pasado el tiempo y eso no ha solucionado nada.

–¿Por qué los textos que salen con la espada de Damocles muchas veces funcionan mejor que aquellos en los que hubo más tiempo de escritura y preparación?
Yo creo que se disuelve el papel censor de la conciencia. Todos nosotros tenemos prejuicios, tabúes, miedos y eso nos está limitando. Ante la presión, tenemos una licencia para suprimir momentáneamente ese tribunal porque no te queda más remedio. Los momentos de apuro te vuelven fácilmente narrativo. Regresas a las cuatro de la madrugada a tu casa, con la corbata en la frente y unas manchas de carmín en la camisa, y tu esposa te dice: “¿Dónde estuviste?”. En ese momento tienes una capacidad para la ficción que no habías sospechado en ti mismo (risas).

–¿Cómo anda el libro sobre la ciudad de México que está escribiendo?
–Va muy mal, como la ciudad de México. Empecé el primer texto de El vértigo horizontal –la famosa definición de la pampa de Pierre Drieu La Rochelle– hace 16 años. La pampa tiene esa condición de llanura ilimitada y vertiginosa. Durante mucho tiempo, la ciudad de México fue una ciudad baja que apostó por la extensión. Ahora está cambiando. Quiero captar lo que ha sido esa ciudad que he registrado durante cincuenta años. Es un texto donde mezclo crónicas, memorias, reportajes; pero el libro ha crecido como su tema y ahora ya no necesita un corrector de estilo, sino un urbanista que le ponga orden (risas). Espero terminarlo, pero estoy luchando mucho...

–¿Contra qué?
Contra mi propio caos, contra la tentación de ser exhaustivo en una ciudad donde no puedes serlo. Nadie conoce todos los barrios de la ciudad de México, ni siquiera el más laborioso de los taxistas ha estado en todas sus calles. Es una demencia tratar de captar la ciudad. Pero siempre hay cosas que se te están escapando y tú dices: “¡Pero cómo no metí también esto!”. Es una visión caprichosa y restringida de algo inagotable. Es una ciudad que responde a lo que los topógrafos aéreos llaman “mancha urbana”. Una ciudad sin forma, sin límites aparentes, de ahí también la dificultad de captarla.

–Es una ciudad muy literaria también por esa imposibilidad de captarla, ¿no?
Desde luego, es una conjetura. Nadie sabe realmente cómo es toda la ciudad. Podemos conjeturar su espacio y eso es un ejercicio sumamente literario. La ciudad pide ser explicada porque ella misma no ofrece una explicación tangible. Es como una hormiga describiendo la selva. Ese es el desafío que tengo: la selva vista por la hormiga. Habría preferido tener el punto de vista del águila, que es más panorámico.

Fuente y más información: www.pagina12.com.ar


martes, 24 de diciembre de 2013

LOS MEJORES ESTRENOS CINEMATOGRÁFICOS DE 2013 (Óscar Contreras)

Estos son los mejores estrenos en la cartelera comercial limeña en 2013, desde mi lugar, en estricto orden de preferencia:


1.- LA NOCHE MÁS OSCURA (Zero dark night, 2012) de Kathryn Bigelow 



2.- AMOR (Amour, 2012) de Michael Haneke



3.- THE MASTER (The master, 2012) de Paul Thomas Anderson



4.- ANTES DE LA MEDIANOCHE (Before midnight, 2013) de Richard Linklater



5.- GRAVEDAD (Gravity, 2013) de Alfonso Cuarón



6.- LE HAVRE (2012) de Aki Kaurismaki



7.- TITANES DEL PACIFICO (Pacific rim, 2013) de Guillermo del Toro



8.- CAPITAN PHILLIPS (Captain Phillips, 2013) de Paul Greengrass


9.- LINCOLN (Lincoln, 2012) de Steven Spielberg



10.- LAS HIERBAS SALVAJES (2012) de Alain Resnais



11. RUSH: PASION Y GLORIA (2013) de Ron Howard



MEJOR PELÍCULA PERUANA

EL EVANGELIO DE LA CARNE (2013) de Eduardo Mendoza de Echave



PEOR PELÍCULA QUE VÍ

EL ABOGADO DEL CRIMEN (2013) de Ridley Scott



DECEPCIÓN

COSMOPOLIS (2012) de David Cronenberg
Dicen que es coherente con el mundo de David Cronenberg. Bueno, todas las películas de Ken Russell son coherentes entre sí y son una desgracia. Ese no es un atributo. Yo digo que Cosmópolis no es potable ni empática. No quiere serlo, está bien. Pero ¿Qué tal si la hubiesen hecho legible, nada más?






domingo, 17 de noviembre de 2013

EN MEMORIA DE LOU REED (varios)



Hace unos días Lou Reed moría en su casa de Long Island, a los 71 años. Era uno de los grandes íconos del rock: pionero, poeta, provocador, andrógino, músico experimental, artista de vanguardia y a la vez popular. Comenzó su carrera transgrediendo los límites de lo que se entendía como canción dentro del rock con The Velvet Underground, la banda apadrinada por Andy Warhol, que influyó a varias generaciones. Tal vez el artista más respetado y temido dentro del medio y uno de los letristas más destacados de la historia, sin él no existiría el rock moderno tal como se lo entendió después de Los Beatles y Los Rolling Stones.



Poeta en Nueva York

Durante los ’70, el escritor Luc Sante creía que “Lou Reed” era un seudónimo. Un juego con la palabra lurid (o sea, escabroso) pronunciada a la francesa. Sonaba a máscara perfecta para alguien que transformaba la decadencia en arte. A esa altura, los únicos músicos que adoptaban seudónimos pícaros tenían ínfulas de escritor: como Dylan, que se apropió del nombre del lírico borracho Thomas. Que Reed se llamase Lewis de verdad (con Lew por apócope, que suena igual que Lou) no invalidaba la interpretación. Si algo había probado ya el autor de Heroína, era que merecía portar un nom de plume. El escabroso Reed podía ser muchas cosas (“Un completo depravado y pervertido y patético enano de la muerte y todo lo demás que quieras pensar que es... un mentiroso, un talento malgastado, un artista continuamente en flujo y un mercachifle vendiendo libras de su propia carne”, lo definió el célebre periodista Lester Bangs), pero ante todo era un poeta.

En otros tiempos, el aspirante a poeta sabía que escribir era una consideración secundaria. Lo vital era fugarse de casa, involucrarse en una guerra, subirse a un barco que llevase al Africa y practicar la desorganización de los sentidos mediante el láudano, el hash, el ajenjo. En 1965, los miembros más notables de la Beat Generation –Ginsberg, Kerouac, Burroughs– formaban ya parte del canon literario, a pesar de haber transitado de modo indiscreto avenidas non sanctas de la experiencia. ¿Qué otra cosa podía hacer entonces un chico de Long Island, discípulo del poeta Delmore Schwartz y graduado con honores de la Universidad de Syracuse, sino colgarse una guitarra eléctrica?

El tortuoso romance de Reed con la electricidad comenzó a los 17, con los electroshocks a que lo sometieron para “curarlo” de su bisexualidad. Siempre dijo que el rock and roll lo había salvado, convirtiéndose en su religión; pero su conexión con lo divino era aún más esencial, y fluía en AC/DC. Si algo amaba era el chisporroteo del plug al penetrar el amplificador, antes de que suene nota alguna. Ese aire cargado de energía, que en el cielo preanuncia tormentas, era la banda sonora ideal para quien veneraba al Hubert Selby Jr. de Ultima salida para Brooklyn.

Dean Wareham, cuya banda Luna abrió los últimos conciertos de Velvet Underground, dice que el grupo de Reed surgió en los ’60 “completamente formado, más allá de las influencias”. En tanto artista, Reed mismo parece haber nacido adulto como Palas Atenea, producto del dolor de cabeza que partió al medio el cerebro del dios Verlaine. ¿Pruebas? La voz del Reed de 25 que canta “I’m Waiting for the Man”, en el debut de Velvet Underground, es la misma que entona “The View” a los 69, con Metallica de fondo: ese drone monocorde que propulsa la canción y al mismo tiempo la comenta. Cantaba como quien cuenta una historia al oído. “Siempre pensé que mi música estaba hecha para auriculares –le dijo a Jon Stewart en The Daily Show–. ¡Si estás usando auriculares, sos mío!”

Desde el comienzo, su fuerte fueron las historias. Narradas en primera persona, como “Heroína” –lo cual alentaba el malentendido: ¿eran autobiográficas, o...?– o en tercera como “Venus in Furs”. Relatos salvajes, que adoptaban las formas elípticas del poema o perseguían la precisión del cuento. (“The Gift” es una historia que Reed escribió en la secundaria. John Cale la lee en el canal izquierdo, mientras la banda hace su vida en el derecho: lo que ocurre en el cerebro, en presencia de estímulos contrapuestos, transparenta su proceso creativo –literatura y electricidad–.) Esas narraciones construían una antiépica de la marginalidad, contada por un cronista que sabía cómo era estar muerto y por eso sonaba a ultratumba. Canciones que capturaban “la histeria y la confusión y, ocasionalmente, la dicha de ser un colgado bueno para nada”, dijo Legs McNeil, fundador de la revista Punk. Estaban protagonizadas por personajes que Reed rescataba de la escoria, a los que otorgaba la voz que nunca antes habían tenido. Bangs decía que Reed le había concedido a esa gente “dignidad y poesía y rock and roll”. Pero la palabra crucial, la que marca toda la diferencia, es “dignidad”.

“Walk on the Wild Side” (del álbum solista Transformer, producido por Bowie), es una de las expresiones más acabadas de su talento: cada una de sus estrofas cuenta la historia de un personaje distinto, unido a los demás por su destino común como troupe de Andy Warhol (personajes reales: Holly Woodlawn, Candy Darling, Joe Dallesandro, Joe Campbell –a quien llamaban Sugar Plum Fairy– y Jackie Curtis) y su voluntad de exprimir la vida al límite.
Dominada la compresión narrativa, Reed probó a expandirla. El álbum Berlín (1973) desarrolla la historia de una pareja, devastada por la violencia familiar, las drogas y la prostitución. Con su habitual elocuencia, Lester Bangs lo describió como “una losa pantagruélica de agusanado rencor que bien podría ser el álbum más deprimido jamás hecho”. Sus canciones son tristísimas, en efecto: a menudo bellas, como “Caroline Says II” (“Podés pegarme todo lo que quieras / Pero ya no te amo más... / Se supone que la vida debería ser más que esto”), y también desgarradoras, como “The Kids”. Está claro que The Wall (1979) no habría llegado a ser lo que es sin Berlín. Más allá de la asociación elemental entre la ciudad y el muro, la obra de Pink Floyd comparte el aire a cabaret de una Europa decrépita, una voz cantante entre cínica y anestesiada (Roger Waters suena parecido a Reed) y hasta un mismo productor: Bob Ezrin.

Berlín fue un fracaso comercial y crítico, pero Reed halló fructífera la noción del ciclo de canciones sobre tema único, al que retornó en la última etapa de su carrera: en New York (1989), Songs for Drella (1990), Magic & Loss (1992), The Raven (2003) y Lulu (2011). Más que musical, la ventaja que Reed le encontró al formato era narrativa: la posibilidad de explorar un asunto que lo obsesionaba –ya fuese Andy Warhol, la muerte o Edgar Allan Poe– con una profundidad que la canción aislada, en su frugalidad, tornaba imposible.

New York fue su expresión más acabada. Con el telón de fondo de su ciudad adoptiva, el relato adquiere características corales: la pareja interracial de “Romeo Had Juliette”, los fantasmas de las víctimas del sida en “Halloween Parade”, el niño condenado de “Dirty Boulevard”. (“Ha encontrado un libro de magia en el tacho de basura / Mira los dibujos y contempla el techo rajado. / ‘A la cuenta de tres –dice–, espero desaparecer’. / Y volar, volar lejos de aquí”.) Cuentos típicos del viejo tío Lou, que nunca se comió ni una. Y que en “Strawman” incurre en profecía, doce años antes del atentado a las Torres Gemelas: “¿Alguien necesita otro rascacielos inexpresivo? / Si eres como yo, estoy seguro de que un pequeño milagro será suficiente. / Una espada flamígera o quizás un arca dorada, flotando en el Hudson. / Cuando escupes al viento, siempre vuelve hacia ti”.

Delmore Schwartz le había enseñado que “el lenguaje más simple que te imagines” podía llevarlo a grandes alturas. Y Reed no olvidó a su maestro, a quien homenajeó en “European Son” y “My House”. (“Un espíritu de poesía pura / Vive conmigo en esta casa de madera y roca”.) A pesar de ceñirse a las palabras claras y las frases contundentes, sabía articularlas como el mejor. Jim Carroll, autor de The Basketball Diaries, usó unos versos de “Romeo Had Juliette” para demostrar el arte de Reed: “La cruz de diamante de su oreja / Mantiene a raya al miedo / De haber dejado su alma / En algún auto alquilado”. Según Carroll, la elección del adjetivo alquilado torna verosímil la imagen y mete al oyente en el mundo de la canción.

Que su voz artística haya salido entera de la crisálida no significa, sin embargo, que Reed lo haya tenido todo claro. Si algo escenifica su carrera son los altos y bajos de Lewis Allan Reed en sus intentos de ser tan lúcido como Lou Reed. “Juntaba coraje a través de las palabras”, dijo Sasha Frere-Jones, del New Yorker, señalando un rasgo propio de los protagonistas shakespeareanos. “Sus canciones fueron siempre más duras que él, y nunca lo disimuló.” Que uno de sus álbumes solistas se llame Creciendo en público (1980) muestra hasta qué punto era consciente del dilema de su generación, adulta desde temprano y por eso condenada a una adolescencia eterna. “El cantante siente que brilla sólo en escena y que lejos de ella se marchita, una cáscara tan común como una gardenia”, dijo en la antología No One Waved Good-bye: A Casualty Report on Rock and Roll (1971). Por ese entonces trabajaba en la empresa contable de su padre. La disolución de Velvet Underground lo había dejado en la calle: Kafka en Long Island. Transformer volvió a ponerlo en el mapa, pero ya nunca perdió la sensación de fragilidad a que la carrera artística somete al hombre que la emprende.

Hanna Hanra, de The Guardian, fue una de las últimas en entrevistarlo. Lo encontró delicado. Cuando usó un faldón de la camisa para limpiar los anteojos, Reed desnudó las vendas de su vientre, resabios de un transplante de hígado. Pero aun así, su rostro (“marcado como un juguete amado”, dice Hanra; una frase digna de Reed) seguía siendo atractivo. “Traté de romper todo, de atravesar las cosas –dijo entonces–. La música debería salir como una locomotora de los parlantes y atraparte, y las letras deberían desafiar los preconceptos del oyente... El problema es que ya nadie trata de hacer arte de verdad.”

El mundo se ha jibarizado, es cierto, pero el proceso se agrava porque estamos perdiendo a los últimos gigantes.

Bangs confesaba que no le molestaría “chuparle la pija a Reed, así como besaría los pies de los que escribieron la Carta Magna”. Porque a su juicio, la obra de Reed era “parte del comienzo de una revolución real en el esquema entre hombres y mujeres, hombres y hombres, mujeres y mujeres, humanos y humanos”. El periodista era proclive a las hipérboles, pero aquí no exageraba.

“Hay un poco de magia en todo / Y también alguna pérdida, para compensar”, canta Reed en “Magic & Loss”. El tema es que las pérdidas son cada vez más intolerables, y que no habrá compensación si no producimos pronto una magia nueva.

Como dijo en “What’s Good”, y en su momento le hice parafrasear a la madre de Kamchatka: “¿Qué es bueno? / La vida es buena / Pero no es justa”.

Por Marcelo Figueras
Fuente: Radar
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EL COMIENZO: THE VELVET UNDERGROUND

El disco The Velvet Underground And Nico, el primero del grupo, la primera grabación de Lou Reed, tiene 46 años. Cuando se editó, en 1967, no se parecía a nada, sonaba peligroso, hasta aterrador; emanaba sexo y cemento y muerte y drogas y la más profunda incomodidad –física, mental, espiritual–.

Hoy suena igual. Nada tranquiliza, nada da esperanzas en ese disco que pudo haber sido grabado ayer o mañana. Escribió hace una semana Chuck Klosterman, el referente más prestigioso de la nueva generación de críticos de Estados Unidos: “Uno se pregunta cómo algo tan viejo puede estar a la par de todo lo que ha sucedido en la música popular en los últimos 46 años y sin embargo se las arregla para impactar a quienes los escuchen como algo perverso y no-ortodoxo y consumido por su propia otredad. No tiene sentido. Algo que suena tan moderno debería sentirse también familiar; algo que se siente tan raro debería sonar como proveniente de otra era. Pero no suena forzado ni anacrónico. Es, en todo caso, la música de rock más fuera-del-tiempo que se haya hecho –no necesariamente la mejor, pero si la más duradera estéticamente–. Y la más inteligente”. Una música sin tiempo. Basta escuchar el disco. Las ideas locas. Esa simpleza tan seca que resulta retorcida. Todos los elementos musicales y líricos del disco estaban en el aire de 1965, cuando Lou Reed escribió estas canciones, pero nadie los había combinado así. Si Lou Reed sólo hubiera grabado los discos de The Velvet Underground, igual hubiese sido una leyenda. Velvet Underground es un big-bang, un mito de origen.

La alquimia de la banda era muy compleja y quizá sólo posible en los años ’60: Lou Reed, el autor de las canciones, un chico judío de Long Island, estudiante de literatura, discípulo del poeta Delmore Schwartz, maltratado por padres que querían curar sus tendencias homosexuales con tratamientos de electroshock e internaciones psiquiátricas; el maduro y viril John Cale, músico galés que había venido a Nueva York para tocar con John Cage y La Monte Young, crema de la vanguardia; Maureen Tucker, una chica andrógina que apenas sabía tocar la batería; Sterling Morrison, otro estudiante de letras y, finalmente, Andy Warhol, productor, mentor y diseñador de la famosa tapa de la banana –el hombre que llevaría a Velvet Underground al corazón del arte pop y les daría el mejor regalo, la modelo y cantante Nico, una belleza alemana perturbada y perturbadora que con su voz funeraria le dio la pincelada final a ese disco extraño, de inesperada pero definitiva influencia–. Le tomó 15 años a The Velvet Underground and Nico vender más de cien mil copias; pero le cambió la vida a la poca gente que lo escuchó. Iggy Pop, por ejemplo: vio a Velvet Underground en el campus de la Universidad de Michigan y los odió. Y seis meses después, cuando escuchó el disco, se dijo, Dios mío, esto es grandioso. “Me dio esperanzas –dijo–. Fue una llave para mí.”

Los personajes que entraron con The Velvet Underground y las letras de Lou Reed nunca habían sido contados. El chico ansioso y aterrado que espera al dealer en Lexington y la 125 con 26 dólares en la mano en “I’m Waiting For The Man” que, además, suena como la ansiedad, como una rodilla inquieta que marca el lento paso del tiempo. Presumiblemente es el mismo chico que se hace un pico en “Heroin”, con la batería como un corazón arrítmico y las guitarras chirriantes: “Heroína, es mi mujer y es mi vida”, y hay que escuchar a Lou Reed reírse después de decir eso. Como se ríe cuando, interpretando a Severin en la fantasía sadomasoquista “Venus in Furs” dice “saboreá el látigo y ahora sangrá para mí”. Había canciones sobre drogas en 1965, pero ninguna se llamaba “Heroína”, ninguna trataba de reproducir la experiencia del pico y nadie espiaba los antros del sexo y el cuero, ni visitaba las esquinas de los taxi-boys ni, como en “Sister Ray” (del segundo disco, el no menos genial White Light/White Heat), hablaba de travestis que vendían droga y hacían orgías con marineros.

Pero el gran personaje que ingresa es la ciudad, es Nueva York. El único lugar donde el encuentro de los VU era posible –¿donde más estas personas tan diversas podían ser vecinos?–. Escribe Lenny Kaye, el guitarrista de Patti Smith: “Si se quiere escribir una historia de The Velvet Underground, primero, uno tiene que mirar a la ciudad de Nueva York, la madre que los dio a luz, que les dio su fuego interior, creando un cordón umbilical de emoción unido a la monstruosa, colosal, extensión urbana. Uno tiene que caminar sus calles, usar sus subterráneos, verla vibrante y viva durante el día, fría y hechizada durante la noche. Y tiene que amarla, abrazarla y reconocer su extraño poder”. Es la ciudad donde estos jóvenes superdotados pasean su arrogancia y su desamparo.

Velvet Underground era blanco y negro frente al color psicodélico de California y también del swinging London; era anfetamina contra ácido; era la experiencia nocturna de lo urbano, la vida vampiresca y orgullosa. La voz cansada y burlona de Lou Reed va sin apuro y sutilmente hacia adelante, como si ya supiera que estas canciones serán clásicos. En su ensayo La vocación del poeta en el mundo moderno, Delmore Schwartz escribió: “En el impredecible y temible futuro que le espera a la civilización, el poeta debe estar preparado para ser alienado e indestructible”. Lou Reed suena y escribe así: alienado y durísimo, incluso cuando duda. Su forma de decir le adeuda a Dylan –ambos son rappers primigenios– y la música tiene múltiples influencias, desde la vanguardia y el free jazz hasta Aftermath de los Rolling Stones y esto es así porque ningún fenómeno cultural está aislado, ninguno es un ovni. Pero Lou Reed como catalizador era único, ese displacer de las canciones era el de su identidad y de su cuerpo; estaba desesperado y enfocadísimo, en busca de respuestas. Velvet Underground también es el diario de ese joven complicado que decía: “Nadie estaba haciendo, en música, algo que fuese remotamente real. Salvo nosotros. Estábamos haciendo algo muy específico que era muy real”. Es por eso que las canciones son tan físicas, casi palpables, vívidas: Lou Reed abrió la puerta que nadie veía en la habitación y la llenó de aire oscuro, de electricidad, del glamour de lo desviado.

Por Mariana Enriquez
Fuente: Radar
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Tres veces veintisiete

“Por favor no me liberen/ la muerte
significa mucho para mí”.
Lou Reed, “The Blue Mask”

En el libro Between Thought And Expression, el primero en compilar algunas de las letras de Lou Reed, debajo de muchas de las canciones se puede leer una sucinta anotación de su autor. A veces se trata de confesiones redundantes –debajo de “Venus In Furs”, el comentario es: “Escribí esto después de leer el libro de Sacher Masoch”– pero en su mayoría cada aparente obviedad no deja de ser reveladora. Por ejemplo, debajo de “How Do You Think It Feels”, la breve aclaración de que cuando dice speed se está refiriendo a metadona líquida inyectable convierte “apurado y solo” (“speeding and lonely”) en “drogado con metadona y solo”, y completa para los incautos el significado del “Cómo creés que se siente” del título de la canción.

Para lo reservado que fue Reed con respecto a su vida privada –al menos durante sus sobrios años de madurez– es una sorpresa descubrir aquí y allá detalles específicos, como que Candy era una drag queen de Long Island llamada en realidad James Slattery, o que fueron 24 los tratamientos de electroshock que recibió a los 17 años. No faltan concesiones a su característico humor seco y negrísimo, en general a costa de su interlocutor –“Me casé”, sintetiza con “The Bed”, y la siguiente frase que se lee es “Nos divorciamos” bajo “Sad Song”, dos temas de su oscuro disco Berlín–, pero por lo general todas las notas terminan siendo reveladoras. Por eso resulta inevitable, al hojearlo luego de la reciente noticia de su muerte, detenerse en los versos de “The Blue Mask”, que Reed presenta como un “Autorretrato”. “Descolgá la máscara azul de mi rostro y mirame a los ojos/ me excita el castigo/ siempre fui así/ detesto y desprecio el arrepentimiento”, canta en el tema que bautiza el álbum con el que, a comienzos de los ochenta, volvió a las fuentes, resumiendo lo mejor de su arte y dándole forma –junto al guitarrista Robert Quine– a un sonido que lo acompañaría durante toda la madurez. A los cuarenta años, y a doce de haber abandonado The Velvet Underground, Reed se volvía a colgar la guitarra y extendía su dedo índice acusando a los débiles: “Sucio es lo que sos y limpio es lo que no/ merecés ser sonoramente castigado”. Ese es el personaje que perfeccionaría durante toda esa década hasta –eligiendo cada vez mejor los destinatarios de su rabia– desembocar en New York, su gran disco político y anti Reagan, el que le terminó de devolver la respetabilidad y con el que comenzó a cimentar su largamente merecido lugar como uno de los iconos del rock ante el gran público.

Ese es nuestro Lou, el que pudimos ver desde acá, que recién asomó al ADN musical del rocker local después de la caída de la dictadura. Si la resistencia ante el gobierno militar obligó a cerrar filas alrededor de lo que hasta entonces se conocía como rock, cuando ese dique se rompió todo lo que vino antes del punk, el punk mismo y el post-punk supieron llegar al mismo tiempo. Siempre se dice que fue Luca Prodan al frente de Sumo el que metió de prepo al rock nacional en la década del ochenta, y no sorprende entonces que Luca haya sido el primero en encarnar a Lou Reed por estos pagos. No en vano la versión en vivo de Sumo de “Leave Me Alone” –convertida en “Dejame en paz”– fue la elegida para abrir Fiebre, el disco póstumo del grupo. Y el otro que traducía el mito Reed era el entonces olvidado Calamaro post-Abuelos y pre-Rodríguez, que antes de escapar de la indiferencia porteña para reinventarse en España supo probarse el traje de Lou en temas como “Con la soga al cuello” o “Dos Romeos”, y también en el luego tan encontrado “No se puede vivir del amor”.


Además de la credibilidad rocker, resultó esencial para la construcción del Lou Reed que supimos conseguir la labor de la prensa dedicada al género, y la verdad es que prensa es algo que –una vez construido el mito, al menos– a Reed nunca le faltó. Es cierto, las mejores muestras de su proverbial mala leche responden a su relación con los periodistas, a los que detestaba. Pero no se puede negar que fueron sus mejores apóstoles, y más de este lado del mundo, donde muchas veces esas historias llegaban antes que la música. Y, por supuesto, la prensa también llegaba antes que el público. Cuando Reed debutó, tardíamente, en Buenos Aires, en 1996, rompió su reticencia a pedido de su promotor, ya que la venta de entradas era floja. Sólo así fue posible el milagro –imposible en otro contexto– de una conferencia de prensa extensa y generosa, con un reducido grupo de periodistas especializados, atraídos por el mito y su fanatismo, ante un artista que no quería huir del lugar ante la menor excusa sino que estaba dispuesto a que las preguntas siguieran apareciendo.

Para su tercera y última visita, poco más de una década más tarde de aquella primera vez, el mito ya estaba totalmente construido. Un mito con base en el lado B del rock, legitimación por la prensa especializada, y admiración por parte de la comunidad artística. Al subir a escena como invitado en un tema del show de su pareja Laurie Anderson, en 2008, Lou Reed ya no era un rocker, sino un artista contemporáneo. Más cerca de Yayoi Kusama que de Bob Dylan, más allá de los méritos que haya acumulado por mérito propio cada uno de los tres. Y del lugar que realmente ocupen dentro de los ámbitos en los que se han ganado su sitio en la historia.

Sin embargo, intentar dilucidar el lugar de Lou Reed en el panteón del rock a partir de un paralelismo con Bob Dylan no deja de ser algo tentador. Y una injusticia, claro. Pero desde este lado del mundo es posible entender mejor los argumentos de quienes, en la profusión de obituarios aparecidos en estos días, se atreven a levantar la mano a favor de Lou. Desde las páginas del semanario neoyorquino Village Voice, Peter Gerstenzang sostiene –por ejemplo– que, a pesar de que Dylan suele llevarse el crédito de haber sido quien por primera vez se tomó en serio eso llamado rock, Reed está a la misma altura. Y recuerda que cuando Bob hablaba en clave del Tambourine Man –como Seru Giran cantando sobre Alicia en el País, por ejemplo–, Lou estaba esperando a su hombre, con 26 dólares en la mano, sin claves ni metáforas para maquillar lo que estaba diciendo.

Uno de los críticos de rock más castigados por Reed, el venerable Robert Christgau –lo insulta con nombre y apellido en el álbum Take No Prisioners por su reseña de Street Hassle–, celebra en la despedida publicada por la revista Spin que en los discos en vivo Perfect Night (1998) y Animal Serenade (2004), “se lo escucha ingenioso en escena, disfrutando su guitarra, y palpablemente orgulloso porque ha escrito una cantidad de canciones que la gente quiere escuchar”. Algo que subraya el gran logro para un artista de las características de Reed, inclaudicable con su visión, y siempre dispuesto a darle una cachetada antes que una caricia a su público: el hecho de que haya podido disfrutar del reconocimiento en vida. Después, claro está, de una larga travesía por el desierto.

Lou Reed murió el domingo pasado a los 71 años. Son casi tres veces 27, la edad en la que fallecieron los integrantes del club de los mitos fúnebres del rock, un ámbito que supo tener durante mucho tiempo un lugar destinado para el buen Lou. “El rock’n roll es tan genial, que la gente debería empezar a morir por él”, aparece diciendo en Please Kill Me, canónico libro sobre el punk. “La gente está muriendo por todo lo demás, así que... ¿por qué no por la música? Morir por ella. ¿No es bello? ¿Vos no morirías por algo bello?” Legs McNeil, uno de los autores del libro, recordó esta semana esta épica frase de Lou, que sólo él podía decir, que oficia como una suerte de prólogo de su historia oral del punk. Pero se olvidó de agregar que la cita no terminaba ahí.

“Tal vez debería morir”, es lo que decía a continuación Lou. “Después de todo, todos los grandes cantantes de blues murieron. Pero la vida se está poniendo buena ahora. No quiero morir. ¿Quiero?”, negaba y se preguntaba entonces Lou Reed, el hombre que no quiso detenerse en los 27.

Por Martín Pérez
Fuente: Radar
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LA CONFERENCIA DE PRENSA DE LOU REED EN ARGENTINA


Cuando comenzó, el rock fue una música revolucionaria. En tu opinión, ¿qué es lo que expresa el rock hoy en día?

–Bueno, quizá fue revolucionario en el sentido de que desplazó a otra música que había. Eso que fue algo bueno porque no era música atractiva. Pero otras clases de música siguieron andando bien, como la música negra, a la que llamaban música de raza. El rocanrol ayudó a sacar a la luz eso, porque se convirtió en una forma aceptada. Pudo haber sido revolucionario en el sentido de que nadie lo había escuchado antes. Pero en otros aspectos sólo rascó la superficie de lo que podría haber sido. En los viejos tiempos, a la música pop le decíamos pan lactal, porque no tenía sustancia, pero el soul, la música negra, el gospel y el jazz, puestos frente a frente y aliados, se convirtieron en un híbrido llamado rocanrol, que aflojó las cosas un montón.

¿No te parece revolucionario que el rocanrol le cambie la vida a una persona, como describís en tu canción “Rock’n’Roll”?

–Eso es algo idealista que escribí: que la música le cambiara la vida a alguien. Le pregunté a Vaclav Havel (poeta y presidente de Checoslovaquia) si la música puede cambiar cosas y me contestó que es la gente la que cambia las cosas. Pero yo creo que la música puede cambiar a las personas o quizá guiarlas en cierta dirección. A veces creo que nada puede cambiar a la gente, porque siempre hubo gente desagradable que escucha esta misma clase de música. Por otra parte, si sos una persona con ojos rojos y creés que sos la única, y escuchás una canción por la radio que hizo alguien con ojos rojos y que habla de que hay un planeta entero de gente con ojos rojos, la música te cambiará. Inmediatamente.

En el año ’88 circuló el rumor de que querías venir a tocar al concierto de Amnesty en la Argentina, interesado por los derechos humanos en la Argentina y Chile. ¿Fue cierto?

–No puedo acordarme de 1988. Hubo varias veces en que iba a venir, pero por una razón u otra no se dio. Generalmente fue por razones de agenda. La última vez que se suponía que iba a venir, me rompí la pierna durante un concierto. Hay aún muchos lugares donde todavía no toqué. Yo amo tocar frente a la gente, eso es lo que les gusta a los músicos. No nos gusta tocar sin público. Y además es bárbaro ir a un lugar nuevo. Hay países que se interesan ahora por esta clase de música y no habían estado tan interesados antes. Eso es muy bueno para mí, obviamente.

¿Cuál es tu disco favorito?

–Oh, no sé. Siempre prefiero el último, porque ahí se nota todo lo que aprendí de los anteriores. En cada disco que hice me sentí un poco más cercano a tener el sonido y la performance, todos esos elementos... Porque el disco es sólo una de las veces en las que hacés la canción. Si la canción hubiese sido grabada dos horas o una semana más tarde, sería diferente. La gente no parece entender que todo lo que está escuchando es un momento en particular. No es necesariamente la forma en que la canción termina, porque las cosas continúan cambiando. Es sólo un momento en el tiempo. Pienso que tocar en vivo es mejor que el disco. Para mí, el disco es sólo un momento pasajero, pero la canción respira al tocarla en vivo, y siempre trasciende al disco.

¿Y discos de otros artistas?

–Probablemente mi preferido es un disco de Ornette Coleman llamado Change Of The Century, porque hay una canción llamada “Lonely Woman”, que es la más hermosa canción que haya escuchado, con la más deslumbrante musicalidad.

¿Quiénes fueron las personas que más influyeron en tu carrera?

–Tuve una gran influencia de un escritor llamado Delmore Schwartz, también de Andy Warhol, de William Burroughs. También tendría que nombrar a Ornette y a Jimmy Reed.

¿Qué compartiste con ellos?

–Simplemente me gustan, no sé por qué. Siempre estuve muy impresionado por la habilidad para construir sonidos increíblemente visibles con palabras muy simples.

¿Ves a Nueva York como un país aparte o como parte de los Estados Unidos?

–Yo la veo como un país aparte. Pienso que deberíamos tener impuestos más bajos. Y nuestro propio ejército.

Recientemente, en la entrega de premios de MTV, Neil Young hizo una versión de “The Needle and the Damage Done” (una canción que habla sobre el daño producido por la heroína) y se refirió al consumo de heroína, que parece haber vuelto a la escena musical norteamericana. La industria se preocupa por frenar un poco ese consumo. ¿Qué opinión tenés de estos esfuerzos?

–No sé, no soy un experto en esto. Creo que en realidad nunca se fue el hábito, lo que pasa es que cada tanto muere alguien famoso y todos dicen: “¡Oh!”. Dicen (mueve la cabeza y pone una voz de falsa preocupación): “¿No es terrible?”. Pero realmente creo que las drogas deberían ser legalizadas. Que sean fáciles de conseguir les quitaría el glamour. Pero no creo que se deba sermonear a la gente sobre nada, ni decir a la gente –y ciertamente yo no lo haría– “No hagas esto”, “No hagas aquello”.

¿Cuál es tu relación con la industria musical?

–¿Cuál relación? Lo único que me interesa es poder caminar sin chocarme con las sillas.

Cuando apareció The Velvet Underground, ¿había un concepto para la música que hicieron o fue producto de las personalidades de los que lo integraban? Porque era música muy adelantada a la época...

–Oh, sólo fue una gran combinación de gente. Pero yo estaba escribiendo todo aquello sobre lo que consideraba que había un vacío, aquello sobre lo que el rock podía tratar, y que no había sido llenado. Y yo quería ser el primero en llenarlo.

La banda fue más reconocida después de separarse que cuando existía. Pero mientras el grupo funcionaba, ¿se sentían adelantados a su época? ¿Esperaban ese reconocimiento que les llegó?

–Siempre pensé que merecía reconocimiento. Y cuanto más rápido, mejor. Porque Sterling Morrison murió y el reconocimiento llegó después. Hubiera sido bueno para él que llegara antes, por ejemplo.

¿Cómo es tu relación actual con John Cale?

–Cordial.

¿Te gustan sus discos?

–No los escuché.

¿Y los de Moe Tucker?

–Oh, amo a Maureen. Amo sus discos, amo su versión de “Pale Blue Eyes”. Es una gran compositora. También pienso que es una de las más grandes bateristas del mundo y es una vergüenza que la gente no lo sepa. Creo que ella inventó un estilo para tocar la batería que combina los tambores africanos, con Bo Diddley, el rock y un montón de cosas. Ella le mostró el camino a muchas mujeres músicas y no tiene el reconocimiento que merecería por eso.

¿Cómo explicás el éxito de sus canciones en países de habla hispana, donde poca gente entiende tus letras?

–No puedo hacerlo, ésa es una pregunta que tienen que contestar los periodistas. Creo que algunas cosas no son necesariamente verbales. La gente se puede comunicar por las emociones. A veces se puede decir cosas a la gente sin decir nada. Ustedes saben eso. Te encontrás con alguien y simplemente tenés el feeling. La música es ciertamente como eso. Si hay gente que no entiende las letras, hay un feeling que sí entiende.

En el momento de componer, ¿cuál es la influencia que ejerce tu conocimiento de literatura?

–Estudié literatura en la universidad, así que tengo ciertas ambiciones para una letra. En el momento en que empecé a escribir pensaba que sería interesante meter esa especie de visión de poeta o novelista en las letras. No había nada que no pudieras hacer por entonces. Había una forma completamente desnuda y podías llenarla fácilmente con el tema que quisieras, porque nadie más estaba haciéndolo. Todavía hoy es asombroso para mí cuán poca gente está escribiendo sobre todas las cosas interesantes sobre las que se puede escribir en una canción de rocanrol. Me resulta muy extraño que los logros aparezcan tan limitados.

¿A quiénes considerás buenos escritores de canciones?

–Morrissey, Elvis Costello, Bob Dylan. Y Leonard Cohen, más por sus letras. Creo que la frase “Amo la cocaína y el sexo anal” es una de las mejores que se puede escribir.

En realidad dice “Denme crack y sexo anal”.

–Mejor todavía. No entiendo cómo la gente no se da cuenta de que hay tanto interesante por escribir. Y es muy valiente escribir cosas como ésa, porque por el resto de la vida, cada vez que hay una conferencia de prensa te van a preguntar (impostando la voz): “¿Realmente te gusta el crack y el sexo anal?”. En el año 2030, Leonard Cohen tendrá una conferencia de prensa y alguien le va a decir: “¿Te acordás de que en 1992 dijiste que...?”.

¿Todavía te pasa lo mismo con la canción “Heroin”?

–No recientemente, pero...

¿Hay algo en tu carrera de lo que estés arrepentido?

–He sido muy afortunado y no cambiaría nada, porque quien fui me hizo estar donde estoy ahora, que es un muy buen lugar. Todos tenemos que aprender de algún modo y yo he aprendido. Así que si estuve arrepentido de algo y deseé que algo no hubiera ocurrido, quizá no estaría tan bien ahora. Al menos, eso es lo que me dijo mi psiquiatra.



Estas preguntas y respuestas fueron publicadas en su momento por la revista La Maga. Entre otros, Martín Pérez y Roque Casciero –que rescató esta nota de su archivo personal– formaron parte de los periodistas presentes.

Fuente: Radar
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Laurie Anderson contó la muerte de Lou Red en una carta

Los últimos días en la vida de Lou Reed, considerado el padre del rock alternativo, fallecido el domingo pasado a los 71 años, fueron relatados por su esposa en una carta a sus vecinos de Springs, South Hampton, localidad en las afueras de Nueva York, donde tenían una casa de descanso.

El texto de la sentida carta de Anderson, una de las estrellas de la música avante-garde de la escena neoyorquina de las últimas décadas, fue publicada en el periódico local "East Hamptons Star".

"La última semana -señala la misiva- le prometí a Lou sacarlo del hospital y llevarlo a nuestra casa en Springs y lo hicimos".

"Lou era un maestro de tai chi y pasó sus últimos días en nuestra casa en un estado de felicidad y luminosidad junto a la belleza, el poder y la suavidad de la naturaleza".

"Lou murió un domingo a la mañana mirando los árboles y haciendo las famosas 21 formas del tai chi solo con un sus manos musicales moviéndose en el aire".

"Lou fue un príncipe y un luchador y yo sé que sus canciones sobre el dolor y la belleza en el mundo acompañarán a mucha gente con la increíble alegría que él sintió por la vida", finaliza la carta, firmada por Laurie Anderson, "tu amada esposa y eterna amiga".

El músico, ex integrante de los Velvet Underground dejó tras de sí una influencia enorme en el rock al abrir las puertas y fundar géneros como el glam, el garaje, el punk, el dark, lo gótico a través de grandes álbumes como "Berlin", "Transformer", "Coney Island Baby", "The Bells", "Blue Mask", "New sensations", "New York", entre otros.

Esos discos pertenecen todos a su etapa solista, pero antes debe mencionarse como piedra fundacional del punk, del glam y del rock sónico, su trabajo con Velvet Underground que supo integrar junto a John Cale, Maureen Tucker, Sterling Morrison, Nico, Doug Yule y el patrocinio y padrinazgo de Andy Warhol con las puestas audiovisuales que acompañaban las presentaciones del grupo.

En pleno flower power y hippismo, Reed junto a Warhol y a Cale apelaron a una estética oscura y al minimalismo musical completo, guitarras chirriantes, distorsiones de todo tipo y el ruido como esencia misma.

En las letras de sus canciones, además Reed demostró ser un exquisito cuentista, un retratista de la crueldad urbana de Nueva York, de noches de yonkies, dealers, prostitutas, travestis y killers, imponiendo una lírica completamente alejada de la colorida psicodelia que venía de la Costa Oeste estadunidense.

Ya en los `80, la descendencia de Reed llega a artistas como The Cure, Duran Duran, Jesus and Mary Chain, Echo and the Bunnymen, Bauhaus, New Order, Joy Division, Television, Richard Hell, Elvis Costello y cientos más
.
Siempre inquieto y en búsqueda de nuevas sonoridades trabó una larga amistad con David Bowie e Iggy Pop y cuando los jóvenes punks lo reivindicaban, Reed se despachó con discos notables como "Coney Island Baby", "Rock and roll Heart", "Street Hasle" y "The Bells".

Fuente: www.telam.com.ar

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LA CARTA DE LAURIE ANDERSON

“¡Qué otoño tan maravilloso! Todo reluciente y dorado y toda esa increíble luz suave. El agua nos rodea.

Durante los últimos años Lou y yo pasamos tiempo aquí, y aunque somos gente de ciudad este es nuestro hogar espiritual.

La semana pasada le prometí a Lou que lo sacaría del hospital y volveríamos a casa a Springs. ¡Y lo conseguimos!

Lou era un maestro de tai chi y pasó sus últimos días aquí feliz y deslumbrado por la belleza y el poder y dulzura de la naturaleza. Murió el domingo por la mañana mirando a los árboles y haciendo la famosa posición 21 del tai chi con tan solo sus manos de músico moviéndose en el aire.

Lou era un príncipe y un guerrero y sé que sus canciones sobre el dolor y la belleza en el mundo llenarán a muchas personas con la extraordinaria alegría de vivir que él tenía. Larga vida a la belleza que desciende y perdura y que se adentra en todos nosotros.

Laurie Anderson

Su amante esposa y eterna amiga”.
Fuente: www.telam.com.ar

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Lou Reed según Patti Smith

La poeta, videoartista, performer y compositora estadounidense Patti Smith recordó al músico Lou Reed, que murió el pasado domingo, con una columna publicada en el semanario New Yorker de la ciudad de Nueva York.

Ese mismo domingo, la artista estaba en la playa, descansando de una agotadora gira por Italia que dos días antes había terminado en la ciudad de Bolonia cuando detectó en su celular un mensaje de su hija anunciándole la muerte del númen de la Velvet Underground.

“Me quedé allí un rato, seguía la trayectoria de un avión que volaba bajo, cuando recibí un mensaje de texto de mi hija, Jesse. Lou Reed había muerto. Me estremecí y respiré hondo”.

“Recientemente, lo había visto en la ciudad con su esposa, Laurie, y había sentido que estaba enfermo. Un cansancio ensombrecía su brillo habitual. Cuando Lou dijo adiós, sus ojos oscuros parecían contener una tristeza infinita y benevolente”, escribió.

Smith y el músico se conocieron en 1970, cuando en los clubs de música neoyorquinos la heroína ya había hecho su trabajo y en el horizonte de la industria despuntaban los engendros que fueron bautizados, con cierta benevolencia, como rock sinfónico.

Nada de eso les interesaba a estos personajes. “Lou solía parar a ver lo que estábamos haciendo. Un hombre complicado, animaba nuestros esfuerzos, entonces cambiaba y me provocaba como un colegial maquiavélico”.

“Lou llevó la sensibilidad de las artes y las letras a su música. Fue el poeta de Nueva York de nuestra generación, defendiendo a los inadaptados como (Walt) Whitman había defendido a sus trabajadores y (Federico García) Lorca a sus perseguidos”, apunta Smith en otro tramo de su texto.

Así, se materializó en su mente la imagen del barco de “la letra de su gran obra maestra, Heroin. Imaginé que lo esperaba bajo la constelación formada por las almas de los poetas a los que tanto deseaba unirse”.

Luego, descubrió que el 27 de octubre era la fecha “de los cumpleaños de Dylan Thomas y de Sylvia Plath. Lou había elegido el día perfecto para zarpar, el día de los poetas, el domingo por la mañana, el mundo detrás de él”, concluyó la multiartista.

Fuente y más información: www.telam.com.ar