miércoles, 16 de octubre de 2013

EL INTELECTUAL BARATO por Mario Vargas Llosa

 
 
I
 
En julio de 1974, cuando el gobierno militar tomó por asalto los diarios de Lima con el propósito de “transferirlos a las mayorías nacionales” –transferencia que consistió, naturalmente, en convertirlos, de inmediato y hasta ahora, en sus cacofónicos órganos de propaganda– se inició también un curioso fenómeno que podría denominarse la desmitificación del intelectual en el Perú.
 
Hasta entonces, en éste, como en casi todos los países latinoamericanos –una de las excepciones es México, donde, a partir de la revolución, muchos intelectuales fueron burocratizados–, existía la creencia, mejor dicho el mito, de que la intelectualidad constituía algo así como la reserva moral de la nación. Se pensaba que este cuerpo pequeño, desvalido, que sobrevivía en condiciones heroicas en un medio donde el quehacer artístico, la investigación, el pensamiento no sólo no eran apoyado sino a menudo hostilizados por el poder, se conservaba incontaminado de la decadencia o corrupción que había ido socavando prácticamente a toda la sociedad: la administración, la justicia, las instituciones, los partidos, las fuerzas armadas, los sindicatos, las universidades. Marginado de los poderes político y económico, las dos grandes fuentes de corrupción –sobre todo en un país de desigualdades inmensas y de cuartelazos y fraudes electorales, con brevísimos y siempre frustrados intentos democráticos– el intelectual peruano, solidario de causas de izquierda, repartido en un espectro que abarcaba desde la socialdemocracia hasta todas las variantes del marxismo, aparecía, pese a su escasa audiencia y su influencia casi nula en la vida del país, como el depositario de valores que en otras esferas de la vida peruana habían desaparecido: la coherencia entre la teoría y la práctica y la visión idealista, exenta de cálculo mezquino, de la política. La modestia y dificultades de su vida –que era el precio que pagaba para ejercer su vocación– parecían la mejor garantía de su integridad.

Como todos los mitos, éste tenía unas raíces en la realidad y un tronco y ramaje imaginarios. Lo cierto era la marginación del intelectual del poder. Lo falso, que esto fuera una elección suya, una manifestación de independencia crítica y de lucidez moral. La verdad era que el intelectual no se había sentado a la mesa del poder porque, salvo raras excepciones, no había sido tolerado en ella.
 
La captura de los diarios de Lima desencadenó una purga masiva en redacciones y talleres: más de quinientos periodistas y trabajadores, considerados hostiles, fueron despedidos sin contemplaciones por un régimen que se llamaba “socialista”. Elgobierno del general Velasco llamó a los intelectuales a ocupar esos bastiones de laoligarquía y el imperialismo recién libertados y a convertirlos en trincheras de larevolución. Yo acababa de volver al Perú, por esos días, y recuerdo mi estupefacción al ver con qué prisa y falta de escrúpulos, acudían por docenas, como borregos, los juristas y filósofos, los literatos y sociólogos convocados. Había entre ellos, por supuesto, los bribones y aventureros de costumbre, plumarios que ya se habían alquilado a otros poderes para menesteres no menos turbios. Y había, también, el grupito de militantes a los que el Partido Comunista había dado la coartada perfecta para prostituirse: infiltrar esas tribunas y usarlas para la causa antes que lo hiciera el adversario. Y había, asimismo, otro grupo –el más digno de comprensión– que estaba allí por necesidad. Pero, descontados todos ellos, quedaba siempre una considerable porción de intelectuales, más o menos valiosos por la obra realizada y, algunos, merecedores de respeto por su conducta cívica hasta ese momento, que aceptaron la mentira de la “transferencia a los sectores sociales” y entraron a los diarios a cumplir una función sobre la que, desde el primer momento, no cupo ningún equívoco.
 
Los que fueron allí engañados, creyendo de veras que iban a democratizar la prensa, tuvieron ocasión de desengañarse al instante. Porque la misión que les encomendó el gobierno fue clarísima, la misma que asigna a los medios informativos todo régimen autoritario una vez que los estatiza y pone a su servicio. O sea: publicitar todas las decisiones del poder, adular a los gobernantes, silenciar las críticas, desnaturalizar las verdades incómodas, propagar mentiras útiles y cubrir de ignominia a los adversarios. Si los diarios de la oligarquía habían sido parciales, injustos, mediocres, los revolucionarios fueron simplemente abyectos porque superaron a aquéllos en aptitud para mentir e injuriar.
 
¿Cuál fue la razón que llevó a tantos intelectuales peruanos a asumir el rol de “mastines” del régimen militar, como los llamó el general Velasco, que no era hombre de refinamientos verbales? El apetito material no, desde luego, pues, salvo a unos cuantos, no se puede decir que les pagaran su peso en oro. Estaban, incluso, mal remunerados y, como ha contado Guillermo Thorndike, director de
la Crónica en ese tiempo, en un libro tan cínico como divertido –
No, mi general–, ni siquiera se les daba un buen trato por sus servicios. Al general de la Oficina de Información encargado de vigilar su trabajo no le merecían, por lo visto, más consideraciones que los soldados encargados de las letrinas del cuartel. Y eso se vio muy claro cuando el régimen, a medida que cambiaba de línea, comenzó a despedirlos e incluso a hacerlos atacar por los reclutas intelectuales que venían a reemplazarlos.
¿Qué, entonces? Me lo he preguntado muchas veces y lo he discutido hasta el cansancio con los amigos que me quedan. ¿Qué pudo incitar a esos jóvenes, que comenzaban apenas una carrera literaria y estaban a una edad en la que se tiene la obligación de ser puros, a malbaratarse precozmente? ¿Y a esos otros, ya adultos, a poner lo mejor que tenían, fuera de la buena sintaxis o un vago prestigio profesoral, al servicio de una mentira grandilocuente (como era la de la “socialización” de los diarios) y de un régimen, ya para entonces visiblemente demagógico, dictatorial y corrompido que, para colmo, los despreciaba? Quizás la respuesta sea: el apetito de poder. Mandar, ejercer influencia sobre los demás, decidir el movimiento de los hechos, participar en ese mecanismo que ordena y desenvuelve la historia, es la más fuerte de las tentaciones para un intelectual. Ello se explica, sin duda, por la atracción de los contrarios. Por su oficio y vocación –la crítica– el intelectual se ve casi siempre alejado del poder o confinado a sus estribaciones remotas. Como es su crítico principal, en todo caso el más consciente de sus deficiencias y estropicios, quienes gobiernan prefieren mantenerlo a distancia pues lo consideran un enemigo en potencia, un colaborador incontrolable. Por eso mismo, ese objeto huidizo, que lo repele y al que sabe que sólo puede acercarse mediante alguna claudicación, ejerce sobre él una suerte de hechizo. Es muy probable que esa fascinación sea todavía más fuerte en un país como el nuestro, donde, por la pobreza cultural del medio, la vida del intelectual suele estar llena de frustraciones de todo orden. Eso los hace presas más fáciles del embauque y la ilusión. En este caso, es posible que muchos creyeran que, a través de esas oficinas de redacción quelgunos de ellos “libertaron” personalmente, escoltados de policías, iban a entrar por fin a ese codiciado enclave donde un puñado de hombres decide la vida y la muerte de los demás: el

Sancta sanctórum de la historia. Era una soberana ingenuidad: el régimen ni siquiera les abrió las puertas de la casa, sólo las de esa caseta de tablas de la entrada, que es donde viven los “mastines”. La experiencia ha sido penosa, pero de ningún modo inútil. Así como es bueno que haya mitos, es indispensable, para la higiene moral y cultural de un país, que se destruyan y renueven. Es bueno que se sepa que el intelectual no es mejor que los demás. Tampoco peor: sólo un ciudadano entre los otros, al que, como a éstos, no se debe más crédito ni respeto que el que sus actos consigan, diariamente, ganar.
Lima, enero 1979

II
Aunque es raro que éste inscrito en un partido revolucionario y cumpla con las tareas sacrificadas de la militancia, se autodefine como marxista y en toda circunstancia proclama su convicción que el imperialismo norteamericano –el Pentágono, los monopolios, la ofensiva cultural de Washington– es la fuente de nuestro subdesarrollo. Tiene buen olfato para detectar a los agente de la CIA, cuyos tentáculos ve, incluso, en los campamentos de los

boy-scouts, las giras de la Orquesta Sinfónica de Boston o los dibujos animados de Walt Disney y en todo aquel que ponga en duda la economía estatizada y el régimen de partido único como panacea social. Al mismo tiempo que sulfura el aire de su país con estos ucases, es un candidato permanente a las becas de las fundaciones Guggenheim y Rockefeller (que casi siempre obtienen) y cuando, por culpa de las dictaduras nativas, se exilia o lo exilian, sería inútil buscarlo en los países que admira y publicita como modelos para el suyo –Cuba, China o la URSS– pues donde, infaliblemente, va a continuar su lucha revolucionaria es a las universidades de Nueva York, Chicago, California y Texas,
donde está de

Visiting Professor, en espera de un nombramiento fijo. ¿Quién es él? El intelectual progresista.
En países en los que el pensamiento y el arte son menospreciados y, por lo mismo, la vida de quienes se dedican a ellos, difícil, sería mezquino fulminar a los intelectuales por contradicciones que son inevitables, dadas las coordenadas dentro de las que tienen que ganarse el sustento. Se comprende que, por razones de supervivencia, acepten trabajos que les repugnan y que muchas veces les sea materialmente imposible la coherencia entre la teoría y la práctica. Pero lo cierto es que estas incongruencias entre lo que los intelectuales escriben y dicen y lo que hacen, han dejado de ser casos excepcionales para convertirse en un verdadero
sistema. Sus consecuencias son penosas para la persona del intelectual, hombre que vive dividido y en falso, en estado de continua disimulación y embauque hacia los demás y hacia sí mismo, y gravísimas para la cultura de un país, que puede verse asfixiada y pervertida por ello. Si la norma de vida de los intelectuales es la deshonestidad moral, es casi fatídico que el resultado sea un pensamiento confuso o inauténtico, un arte sin osadía ni originalidad, una ciencia pobre.
Todas las ideas, aun las más absurdas, deben tener cabida para que la vida cultural se desenvuelva sanamente. Lo importante es que haya una convicción que las genere y respalde para que el debate cultural sea auténtico y las ideas prevalezcan o perezcan, y ello tenga un sentido. Si alguien cree que el pato Donald y la fiesta taurina atentan contra la cultura del Perú (como creía el gobierno del general Velasco), es un mal síntoma, pero incluso esos desatinos pueden ser respetables si son honestamente defendidos. Más perjudicial que proponer ideas disparatadas es utilizar las ideas como una simple cortina de humo para encubrir ciertas actitudes que se estima equivocadas, como contrapeso de supuestos errores. La producción intelectual convertida en coartada y maniobra de distracción sólo puede desembocar en la esterilidad del pensamiento, en una cultura de tópicos.
Me parece ilustrativo el caso de las ciencias sociales. En América Latina, es una de las ramas más activas del quehacer intelectual a juzgar por el número de cultores y de publicaciones. A la vez, es una de las menos creativas, la que repite de manera más conformista y adocenada –y, por lo general, con una prosa que hace chirriar los dientes, en la que proliferan expresiones como “a nivel de”, “dimensionar”, “societal”, “devenir en”, etc.– los clisés marxistas más primarios y generales sobre el funcionamiento social. En un porcentaje muy considerable, esta logomaquía seudocientifíca y seudorrevolucionaria está financiada por fundaciones de Estados Unidos, y de Alemania Federal y de otros países occidentales y nunca, que yo sepa, por algún país socialista. Es gracias al dinero del Estado norteamericano, o de las empresas privadas de ese país o alemanas o inglesas o suecas, que los “científico sociales” viajan por el mundo, asistiendo a congresos o revisando bibliotecas, y publican sus ensayos de virulentos lugares comunes revolucionarios. Alguna vez que pregunté a uno de ellos si esta situación

sui generis no lo incomodaba, obtuve una explicación: “¿Si el imperialismo es tan estúpido para ofrecer su dinero al enemigo, no es nuestra obligación, de revolucionarios realistas, aceptar esa ayuda para hacer avanzar con ella la causa de la revolución?”.
Después de mucho pensarlo, ha llegado a la conclusión de que, en la mayoría de los casos, tampoco esta moral del fin que justifica los medios (y que se presta a tantos chanchullos) es sinceramente practicada. Quiero decir que esos ensayos están llenos de lugares comunes revolucionarios no

a pesar de estar financiados por el “imperialismo” sino, probablemente,
porque han sido elaborados gracias a esa ayuda: como contrapeso de ella. Con lo cual resulta que sus autores no sólo le hacen trampas al imperialismo sino, sobre todo, a sus lectores y a ellos mismos. El fenómeno es interesante porque se advierte en él una curiosa combinación de mala conciencia y de mala fe, nacidas de un movimiento de pura imaginación. Se han habituado tanto, por fanatismo u oportunismo, a ver por doquier conspiraciones y conspiradores en el campo de la cultura y han dicho tanto que Estados Unidos es una unidad monolítica entregada a una labor de depredación contra América Latina, que ¿cómo no se sentirían culpables y apestados con esas becas, bolsas de viaje, contratos, invitaciones que les permiten vivir, escribir, publicar? La menor manera de borrar las huellas del (presunto) crimen es, entonces, adoptando y proponiendo en sus trabajos la línea revolucionaria más recalcitrante, la menos controvertida: el clisé.
Mecanismos parecidos a los que han conseguido hacer de las ciencias sociales un quehacer en buena parte insustancial y tramposo han llevado a muchas universidades nacionales –las de veras populares– a convertirse en centros acérrimamente enemistados con la cultura. ¿Qué otra cosa pueden ser llamadas Facultades “donde quien se atreva a hablar de, por ejemplo, libertad de prensa o de la democracia representativa como una forma civilizada de vida para las naciones, corre el riesgo de ser considerado un agente de la CIA? La responsabilidad casi exclusiva de esa delicuescencia es de los profesores. Son ellos, los ‘intelectuales progresistas’, quienes por demagogia y cobardía crearon las condiciones ‘objetivas’ para que se llegara a ese estado de cosas. La ideología revolucionaria, controvertida en un arma para excretar al adversario y birlarle los puestos, para satanizar a los que hacían sombra y promover a los compinches, para azuzar y manipular políticamente a los estudiantes, para impedir la crítica y la controversia intelectuales, termina por convertirse en un arma tan nociva que destruye a sus propios autores. Si el fanatismo, la estrechez dogmática acaban por arraigar en las aulas, ya no hay cabida en ellas para ninguna forma de pensamiento creativo, no-convencional. En ese ambiente, quienes tienen ideas propias deben disimularlas y limitarse a recitar el catecismo marxista, en sus formas más rudimentarias (pero, eso sí, ruidosas). El resultado ha sido el despegue de la universidad hacia la irrealidad. Dentro de sus muros, en sus patios y anfiteatros, se ha hecho ya la revolución una y mil veces, con todas las purgas necesarias, y se vive en un clima de extremismo retórico casi inconcebible. Al otro lado, incomunicado con ella, está el país, languideciendo en la incultura, presa de la dictadura, con sus universidades privadas, donde se educan los futuros dirigente, y sus academias militares donde estudian los futuros dictadores. Mientras, la universidad laica y popular agoniza intelectualmente jugando a la revolución.

Las cosas que sus profesores escriben –cuando lo hacen– han terminado, fatalmente, por parecerse a las que dicen en sus clases: también en ese caso, la reproducción cacofónica de tópicos ideológicos, de retórica insulsa, es interesada, deliberada, destinada a fraguar una imagen. Decir que viven en la mentira es cierto pero insuficiente. Viven, sobre todo, en la irrealidad, multiplicando gestos que progresivamente los van alejando de lo que realmente ocurre a su alrededor, amurallando en una cárcel de palabras. El caso más semejante al suyo es el de los intelectuales medievales, ya que el marxismo ha pasado a ser la escolástica de nuestro tiempo. Concebido por un pensador genial, se convirtió luego en dogmática y acabó por ser un obstáculo casi insalvable para pensar con libertad.
Hace unos meses vi en Washington la lista de invitados peruanos a un seminario sobre la realidad económica del Perú. Me pareció bien que los tres invitados fueran marxistas (uno de ellos trotskista) y, como me pidieron mi opinión sobre otro nombre, sugerí el de un economista liberal. “De ninguna manera –me respondieron–. Es demasiado pro-norteamericano y dañaría la imagen de nuestro centro”. Desde entonces pienso que el “imperialismo” no es tan estúpido como creen los científicos sociales que viven de él. Desde entonces he comenzado a pensar que a lo mejor hay algo de cierto en esas incendiarias acusaciones de los intelectuales progresistas contra las universidades y fundaciones de los Estado Unidos que, manipuladas por la CIA, se las arreglan muy sabiamente para corromper a nuestros pensadores y mantenernos en el subdesarrollo cultural.

Lima, enero 1979

III

Alguna vez le oí decir a James Baldwin: “Cada vez que asisto a un congreso de escritores blancos, tengo un método para saber si mis compañeros son racistas. Consiste en proferir estupideces y sostener tesis absurdas. Si me escuchan en actitud respetuosa y, al terminar, me abruman con aplausos, no hay la menor duda: son unos racistas de porquería”. En efecto, admitir con benevolencia en boca de un negro lo que en un blanco merecería a la misma persona una carcajada o una réplica iracunda, sólo puede resultar de un sentimiento de superioridad. ¿Acaso alguien se toma el trabajo de responder a las provocaciones de un débil mental?
Me acordaba de esta anécdota cada vez que mi compatriota pedía la palabra. Lo hacía varias veces en cada sesión y el director de debates se apresuraba a concedérsela. Estábamos en una dependencia del Museo de Arte Moderno de Louisiana, en Dinamarca, en un Encuentro de escritores daneses y latinoamericanos, y los organizadores habían tenido la astucia de colocar las sillas de modo que dábamos la espalda a la playa, así que los participantes estábamos condenados, en lugar de espiar a las bellas nudistas violáceas que se zambullían en el mar de Humlebaek, a mirarnos las caras y a escuchar a los oradores. Mi compatriota hablaba en una jerga mechada de barbarismos limeños, que hacía sudar la gota gorda a las dos traductoras. Sus primeras intervenciones me habían merecido franca admiración.
Accionando y elevando la voz, como si hablara en un mitin callejero, explicó que sus novelas no aparecían en editoriales burguesas. Las publicaban los sindicatos, quienes se encargaban también de su distribución. Y que él se había negado siempre a cobrar derechos de autor porque prefería donar ese dinero a las organizaciones populares, ya que no escribía para satisfacer vanidades individualistas o la pura codicia sino para elevar la conciencia revolucionaria de las masas peruanas.

Cuando un joven de anteojos se interesó por el número de ejemplares que habían circulado de sus obras, mi compatriota citó al instante cifras de tantos millares de ejemplares que eran para poner en estado de levitación a los novelistas presentes. Un editor de Copenhague quiso saber de inmediato si las reservas morales a que sus libros se publicaran en editoriales capitalistas concernían sólo al Perú, o si tenía también escrúpulos a los que los contratara por ejemplo un editor danés. La pregunta estimuló a mi compatriota. Nos hizo saber que no era un dogmático, en absoluto, porque como dijo Mariátegui, el marxismo debía ser creación heroica y no copia ni calco, de modo que él tomaba las decisiones de acuerdo a las condiciones objetivas de cada circunstancia, pues lo contrario sería caer en el subjetivismo cuyos peligros ya habían señalado pensadores científicos como Marx, Engels y Lenin, etcétera.
Los daneses lo escuchaban con suma atención y juro que algunos de ellos tomaban notas. ¿Los fascinaba la imagen que iban erigiendo las arengas de mi compatriota de ese Perú efervescente donde los escritores, en vez de ser los payasos rentados de la burguesía, vivían transustanciados con la clase obrera, que imprimía, multiplicaba y agotaba sus libros? A mí me traía a la memoria otro Perú, igualmente multicolor, que había escuchado dibujar a André Malraux, en París, en un discurso ministerial, en el que habló magníficamente “de esas princesas incas que morían en las nieves de los Andes, con sus papagayos bajo el brazo”.
Pero esos episodios divertidos de ciencia ficción y mitomanía eran sólo instantes en las peroratas que, con cualquier pretexto, nos infligía mi compatriota, sin que nadie lo callara o rebatiera. Uno de los encantos que suelen tener los jóvenes escritores peruanos es un poderoso complejo de inferioridad que, en los congresos, los mantiene tan callados que parecen un modelo de discreción. Pero el novelista proletario tenía una salud psíquica envidiable y habló sin parar, de principio a fin del Encuentro. A menudo denunciaba a enemigos que ni siquiera yo lograba identificar: grupos o personas de la universidad con quienes, sin duda, acababa de pelearse. Para los daneses que, estoy seguro, hubieran tenido grandes dificultades si les pedían señalar a Lima en el mapamundi, todo eso debía sonar a chino. Pero todavía más enervantes eran los latiguillos y tópicos ideológicos con que remataba las oraciones, alzando los brazos para pedir el aplauso. Además de grotesco, había algo trágico en sus intervenciones. Porque ellas lograban convertir en irrealidad las realidades más verídicas. Exageraba, deformaba, mentía o interpretaba tan parcialmente los problemas latinoamericanos, que los crímenes de Pinochet, la represión en Argentina, los robos y genocidios de Somoza o los abusos del gobierno peruano se convertían, por obra suya, como esas muchedumbres sindicales devoradoras de sus novelas, en fabulación y demagogia barata.
Y sin embargo los escritores daneses estaban ahí, escuchando, anotando, aplaudiendo. Lo habían traído desde el otro lado del mundo, prefiriéndolo a muchos escritores que hubieran podido dar un testimonio más lúcido y más honesto de América Latina, porque, como me precisó uno de los organizadores, “era importante que participara en el encuentro un escritor proletario”. Desconocimiento, ingenuidad, me parecieron la única explicación posible, cuando aquello ocurrió. Sabían tan poco de nosotros que cualquier vivo les podía meter el dedo a la boca y, disfrazándose del hombre-pluma de los explotados, ganarse un viaje a Europa. Estaban tan llenos de buenas intenciones, tan deseosos de ayudad a ese continente de víctimas, que lo demostraban aunque fuera soportando impávidos esas peroratas embusteras y firmando todos los telegramas que mi compatriota hacía circular al término de cada sesión.
Pero, reflexionando, me siento menos condescendiente con esos escritores daneses. Ahora pienso que esos discursos no los tomaron tan de sorpresa, sino que los esperaban y hasta exigían. El novelista del proletariado peruano no estaba allí por accidente ni viveza suya. Había sido invitado con una intuición certera de que diría exactamente lo que habíamos oído. Porque era eso lo que ellos querían oír de los latinoamericanos del Encuentro.
La razón principal es, sin duda, ese fenómeno de
transferencia tan frecuente en los intelectuales europeos que dicen interesarse en América Latina. En realidad, se interesan en una América Latina ficticia, en la que han proyectado esos apetitos ideológicos que la realidad de sus propios países no pueden materializar, esas convicciones que la vida que viven desmiente diariamente. La compensación de su frustración es ese otro mundo, al que se vuelven a mirar a fin de que les muestre siempre lo que quieren ver, como el espejito mágico de la reina malvada de Blanca Nieves. Y lo que quieren ver, en América Latina, no es la complejidad y diversidad de nuestro continente, donde no sólo hay sufrimiento, explotación y opresión sino muchas cosas, y donde, por lo demás, aquellas miserias no pueden entenderse desde perspectivas simplistas ni remediarse con demagogia retórica, sino esa imagen grandilocuente y pueril, maniquea y romántica (en el peor sentido) que mi compatriota les confirmaba, sin sospechar, el muy ingenuo, mientras se enardecía, que estaba representando un papel preparado para él por los intelectuales de un país de alta cultura. Su función –que cumplió a maravilla– consistía en resarcirlos vicariamente de la desgracia que es para ellos –los pobres– vivir y escribir en un país culto y democrático donde los sindicalistas prefieren ver la televisión, en sus casas propias, en vez de editar las novelas de los escritores revolucionarios que les elevarían la conciencia.
En un relato de una escritora que admiro –y que está enterrada a un paso del museo de Louisiana–, Isak Dinesen, se dice, si mal no recuerdo, que las aristócratas danesas del siglo XVIII solían llevar monos importados del África a sus fiestas, para saciar su sed de exotismo y porque, comparándose con esos peludos saltarines, se sentían más bellas. Cuando recuerdo lo ocurrido en ese Encuentro, a orillas del mar de Humlebaek me digo que dos siglos después, descendientes de aquellas damas practican todavía esa refinada costumbre.

Lima, mayo 1979