martes, 13 de agosto de 2013

NEBRASKA DE ALEXANDER PAYNE (Escribe Raúl Lizarzaburu)


 
 
Lima ha asistido a un estreno cinematográfico mundial en el marco del Festival de Cine de Lima.
Se ha proyectado el pasado sábado 10 de agosto de 2013, el filme NEBRASKA dirigido por Alexander Payne, ganador del premio al mejor actor (Bruce Dern) en el pasado Festival de Cine de Cannes.
Gran cine independiente logrado por un director consecuente, académico y cinéfilo. Inauguramos asimismo las colaboraciones de nuestro buen amigo Raúl Lizarzaburu, que esperamos sean más seguidas en este Blog.
(Oscar Contreras Morales)
 
En Nebraska nació Alexander Payne (Omaha, 1961; la misma ciudad de Marlon Brando), y es el estado norteamericano que da el título al sexto largometraje de este cineasta independiente que ya había dado señas de talento desde sus inicios. Si bien el filme confirma su fascinación por el road-movie, presente en otros trabajos suyos como Las confesiones de Schmidt, Entre copas y, en menor medida, Los descendientes, tiene un par de rasgos inéditos en su filmografía: es la primera vez que rueda un largo en blanco y negro y que dirige un guión original no escrito por él (el autor es el debutante Bob Nelson).

Otra novedad es que esta película aún está inédita en EE.UU. por diversas razones, la principal un nuevo proceso de montaje. Solo se ha exhibido en Cannes, y el señor Payne ha elegido el Festival de Lima para proyectarla. Narra la tragicómica historia de Woody Grant (Bruce Dern), un viejo de pasado alcohólico que cree haber ganado un premio de un millón de dólares por el tenor de una carta que recibe. Y entonces se obsesiona con la idea de ir desde su pueblo en Billings, Montana, hasta Lincoln, capital de Nebraska, para recoger su dinero. La fastidiada esposa de Woody, Kate (June Squibb), y su hijo mayor Ross, que trabaja en televisión (Bob Odenkirk), quieren meterlo en un asilo y lo del viaje les parece una locura, mientras su otro hijo, David (Will Forte), que vende electrodomésticos, lo acompaña porque ve en el supuesto premio, pese a su escepticismo, un razón de su padre para vivir.

Y entonces viene el recorrido en auto. Y con él dos elementos clave.  Uno de ellos es el paisaje, tanto el de la carretera (por ejemplo el mítico monte Rushmore en Dakota del Sur, al que Woody le encuentra mil defectos) como el de cada pueblo que visitan: los moteles, los bares, los cafetines, que crean una atmósfera adecuada; la espléndida fotografía de Phedon Papamichael tiene un aire nostálgico pese a que la trama se ubica en nuestros días. El otro está en la gente con la que se reencuentra Woody cuando pasa por su (imaginario en la práctica) pueblo natal de Hawthorne, Nebraska: su tramposo ex socio (Stacy Keach, más gordo y sin bigote) que hace pública la noticia del nuevo millonario;  su hermano (Rance Howard) con dos hijos matones buenos para nada (Tim Driscoll-Devin Ratray) que quieren aprovechar el pánico; una ex novia suya (Angela McEwan) que trabaja hace años en el periódico local, y etcétera. Y a medida que van apareciendo nos enteramos del pasado de estos y otros personajes, incluido el de Kate, que no queda muy bien parada.

Bruce Dern, mejor actor en Cannes, está francamente notable en un papel ofrecido en principio al hoy retirado Gene Hackman, y pone la nota precisa tanto en los momentos dramáticos como en los humorísticos. Aunque el nivel del reparto es parejo, tanto los veteranos (en especial un sorprendente Stacy Keach) como los más jóvenes: la importancia de su rol permite lucirse a Will Forte, estrella de Saturday Night Live.

Con Nebraska, un filme realmente bueno, Alexander Payne mantiene su regularidad. Esperamos su estreno comercial en Lima.
 



domingo, 4 de agosto de 2013

"LOS CORLEONE", LA NUEVA PRECUELA DE LA SAGA "EL PADRINO" (Diario PÁGINA 12, Argentina)

 

 Lo primero es la familia 

En la tapa figura bien grande el nombre de Mario Puzo, y un poco más abajo y en menor tamaño el de Ed Falco, pero se sabe: el autor de Los Corleone es Falco, quien supuestamente se basó en el borrador de lo que podría haber sido un guión para El Padrino IV, que el desconsiderado de Puzo dejó incompleto al momento de su muerte, en 1999.
 
Y el problema infranqueable a la hora de abordar Los Corleone (Emecé) es esa resistencia que le opondrán los fans más duros de una saga inoxidable como El Padrino a cualquier escritor que ose poner sus garras sobre la mitología de Vito Corleone y las Cinco Familias. Es decir, a cualquiera que se atreva a alterar o banalizar uno de los mayores-legados-de-la-cultura-popular-contemporánea. La crítica norteamericana recibió el libro –título original: The Family Corleone– examinando de cerca la correlación de esta historia con las otras que integran la serie, y comparando, un poco inútilmente, su estilo narrativo con el de Puzo. Inútilmente, vale decir, por dos razones: una es que el propio Puzo desestimó siempre los valores estrictamente literarios del que fue su quinto libro y su primer gran éxito de ventas, en 1969. La otra razón, y la más importante, es que no importa cuánta gente haya leído, siga leyendo o relea hoy aquel libro, El Padrino, quedó grabado en el imaginario colectivo a partir de las extraordinarias películas de Francis Ford Coppola, por lo que hoy es imposible acercarse a sus páginas sin pensar en Brando, Pacino, Duvall, James Caan y los demás. Es una obviedad, pero es la obviedad que tendrá que tener en cuenta cualquiera que acometa una intrusión en la saga.
 
Cronológicamente, Los Corleone se ubica entre los flashbacks de la juventud siciliana de Vito narrada en El Padrino II, y los sucesos narrados en El Padrino I, que empieza en 1946. Los Corleone arranca en 1933, en plena Depresión con Vito, de 40 y pico, consolidando su posición en Nueva York. Ahí están Peter Clemenza –el jefe de sus matones– y muchos de esos otros personajes secundarios que las películas volvieron inolvidables. Los Corleone ofrece un vistazo al proceso de consolidación de ese poder, y al futuro de los hijos de Vito. Michael y Fredo todavía son muy chicos y quedan en un segundo plano, pero el primero ya prueba ser más lúcido, educado e inteligente que sus hermanos mayores. Aunque el verdadero coprotagonista de todo el asunto es Sonny (Santino), un muchacho inquieto y ambicioso de 17 en quien no cuesta proyectar al mujeriego, impulsivo y violento Santino que tan mal termina en la primera película (interpretado por James Caan). Finalmente, está Tom Hagen, el hijo adoptivo germano-irlandés de los Corleone destinado a convertirse en mano derecha y consiglieri de Vito, que acá es, apropiadamente, un joven estudiante universitario. Una subtrama protagonizada por Hagen, aparentemente menor, da pie a uno de los cruces más importantes en lo que respecta a la “épica de El Padrino”: Hagen, siempre la voz de la sensatez, el que intenta mantener a Sonny lejos de los problemas, se mete en uno bien grande él mismo cuando tiene relaciones sexuales con una chica sin saber que se trata de la novia del grandote Luca Brasi (“una bestia, un demonio del infierno”, como lo definen en los primeros capítulos del libro). A partir de esta situación, Brasi –el gigantón interpretado por el ex luchador y ex guardaespaldas de la familia Colombo, Lenny Montana– comienza su relación con los Corleone. Si en la película Brasi tenía no más de diez minutos de pantalla, pero le alcanzaron para volverse inolvidable, Falco honra esa proyección cargando sobre este personaje buena parte de la perturbadora violencia física del relato (dando lugar a algunos de sus pasajes más gráficos).
 
Se ha dicho reiteradamente que El Padrino funciona como la respuesta literaria y cinematográfica a un sistema socioeconómico putrefacto, que consiguió retratar a la mafia narrándola desde adentro, como una comunidad con sus propios códigos de honor, y a Vito Corleone como una suerte de aristócrata dentro de este sistema. A diferencia de los capos de las otras familias, Vito se ve a sí mismo como un empresario que bastante a su pesar –y en razón de la naturaleza de sus negocios– debe recurrir a la violencia y la ilegalidad para mantener su empresa andando. Puede decirse que Los Corleone mantiene viva esta filosofía; en una entrevista, Falco –que tiene otros vínculos “artísticos” con la mafia: es el tío de Edie Falco, la actriz que durante siete años interpretó a Carmela Soprano en la serie de HBO– definió Los Corleone como un libro sobre “la corrupción y el papel de la violencia, el dinero y la oportunidad, en la cultura americana”. En todo caso, si algo afecta el potencial dramático del libro es su carácter de capítulo intermedio de una saga en la que los fanáticos ya conocen los destinos de todos sus personajes: es cierto que El Padrino II fue en parte una precuela –mucho antes de que la precuelitis cundiera en Hollywood–, pero a la vez, su otra mitad avanzaba en el tiempo junto a sus personajes. El libro padece un poco los efectos de ese mal extendido que son las precuelas, que tienden a explicar más de lo necesario a sus personajes, poniéndole demasiado psicologismo al relato (¡ah!: hay un traumático origen familiar en el carácter parco y bestial de Luca Brasi) y restándole misterio.
El año pasado se reavivó una larga disputa legal entre la Paramount –el estudio que produjo y distribuyó los tres films de El Padrino– y los herederos de Mario Puzo, a propósito de este libro: Paramount no quería que siguiera “mancillando” una saga a la que, alegaban, habían tratado con tanta “delicadeza” desde sus inicios; mientras que los Puzo querían dar por terminado ese contrato firmado con el estudio a fines de los ’60. En el fondo, la guerra que parece estar jugándose es la de una posible cuarta película inspirada o no por Los Corleone. El material está ahí: Falco llena sus páginas de referencias al original de Puzo y hasta replica algunas escenas clave; su estilo es directo, descriptivo, contiene acción y muchos diálogos que no requerirían mayor adaptación. Y como bien sabrán quienes hayan visto el corto documental “Los cuadernos de El Padrino”, si el libro de Falco está o no a la altura de la saga es lo de menos para hacer una buena película: en dicho corto, Coppola explica pormenorizadamente el proceso por el que seleccionó y ordenó las escenas clave del libraco de Puzo, planteándose en ocasiones cuestiones formales del tipo “¿cómo hubiera resuelto Hitchcock esta escena?” (así puede leerse en una de sus anotaciones a mano). Es un asunto casi tan viejo como el cine: los libros menores son los más fáciles de convertir en grandes películas. El tema es que haya alguien ahora –con Coppola ocupado en otras cosas y sus actores demasiado envejecidos– a la altura del trabajo: convertir este libro no mucho más que aceptable en otra obra maestra.
 
Por Mariano Kairuz
Fuente: Radar Libros
Más información: www.pagina12.com.ar

LAS CIUDADES DE MAQUIAVELO por Álvaro Moral García (Diario EL PAÍS de España)

 
 
Maquiavelo tenía las manos sucias, no hay duda. Su papel como político e intelectual florentino no siempre fue digno de admirar desde el punto de vista democrático. A lo largo de su vida podríamos encontrar algo de imperialismo, autoritarismo, apología de la violencia, pragmatismo radical, desprecio a los valores éticos y morales, defensa de la pauperización de la sociedad como medio de adoctrinamiento y, obviamente, machismo. Eso sí, estoy seguro de que no era un “protofascista”. La caracterización que María José Villaverde realizó de Maquiavelo en su artículo Las manos sucias de Maquiavelo,publicado en EL PAÍS el sábado 6 de julio de 2013, apunta a algunos lugares del pensamiento maquiavélico, pero, desde mi punto de vista, no completa todo el paisaje de su trabajo. Los mejores intérpretes de la obra de Maquiavelo (desde Skinner, Pocock y Baron hasta Gramsci, Lefort y Althusser) no necesitaron negar totalmente esta representación del maquiavelismo para reconocer que, dentro de las ambivalencias del autor, podían encontrarse aportaciones revolucionarias para la teoría de la democracia. Una teoría que, por cierto, necesita en la actualidad del aire libre de unas ciudades que Maquiavelo, sin ningún lugar a dudas, puso en primer lugar.
 
Lo interesante de un autor como Maquiavelo no es que sea un “ejemplo a seguir”, sino lo que nos dice de las ciudades donde habitó y lo que nos puede decir de lo que estamos haciendo con las nuestras. De hecho los autores que movilizan nuestro pensamiento no lo hacen por su ejemplaridad sino por la fuerza intelectual a la hora de significarnos el espacio social en el que moraron. Y Maquiavelo vivió en ese “torbellino de las ciudades-Estado de la Italia del Renacimiento” donde se fraguó el pensamiento político moderno (Arendt). La historia de estas ciudades fue, fundamentalmente, la del movimiento municipalista entre los siglos XI y XVI, la de la lucha por la libertad, la autonomía y el autogobierno de algunas de las comunas que salpicaron el territorio europeo. Esta historia hay que interpretarla en la vieja encrucijada del Mediterráneo, en el cruce de caminos entre las diversas culturas y civilizaciones que se encontraban en sus orillas y donde las ciudades bajomedievales y renacentistas tuvieron un papel decisivo. Entre ellas destacó Florencia, el espacio donde Maquiavelo (1469-1527) vivió el final de este largo recorrido de las ciudades-república, con un escenario de enfrentamientos entre las tendencias populares y aristocráticas de la ciudad y de esta con las potencias extranjeras que la amenazaban (los Estados modernos de España y Francia, fundamentalmente). De hecho, la obra de Maquiavelo se presenta con las ambivalencias propias de una ciudad dividida. Autor de El príncipe fue también el ciudadano republicano que redactó los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Esta última fue escrita en plena crisis de la ciudad y acabaría siendo un texto capital para la teoría moderna de la democracia. Parece ser que, en esta ocasión, el búho de Minerva sí voló al caer la noche.
 
El autor de ‘El Príncipe’ negó que el objetivo de las sociedades fuese mantenerse inalterables.
 
Siguiendo las lecciones de los autores que he destacado anteriormente, me gustaría subrayar algunas aportaciones revolucionarias que Maquiavelo hizo a la teoría de la democracia y que nos pueden resultar útiles en la actualidad. Maquiavelo fue, para empezar, el fundador de la “actitud crítica” moderna (Foucault). Ese “manifiesto revolucionario” (Gramsci) que fue El príncipe no pensaba en los principados tradicionales que se sustentaban fácilmente según el mundo de la costumbre. A Maquiavelo le interesaban los “principados nuevos” porque en ellos es donde se encontraban las “dificultades”. Es decir, para pensar la política Maquiavelo construyó el telón de fondo de la crisis. Resultado: la política se convirtió en un mecanismo de innovación, en una práctica de construir “órdenes políticos nuevos” para hacerle frente a situaciones críticas y problemáticas. Al estilo del mejor Baudelaire, Maquiavelo abrió la puerta a buscar “lo eterno y lo inmutable” de la política en la crisis de la ciudad, precisamente cuando en esta reinaba “lo efímero, lo veloz, lo contingente”. Fundador de la “maestría de la sospecha” (Ricoeur), alteró siempre las condiciones desde donde la política debía ser pensada y buscó la otra cara de la ciudad para producir un concepto radicalmente moderno del poder.
 
Con ello, la aportación decisiva de Maquiavelo fue, desde mi punto de vista, poner a “las ciudades primero” (Jacobs, Soja) en su reflexión sobre los proyectos históricos de la sociedad. Maquiavelo defendió en los capítulos más importantes de los Discursos una noción sumamente moderna de la misión histórica de las sociedades. Negó que el objetivo de estas fuera mantenerse inalterables a lo largo del tiempo ya que “las cosas de los hombres están siempre en movimiento y no pueden permanecer estables”. Ante ello apostó por ciudades preparadas para acometer grandes cambios en el presente que acabarían dejando huella en la memoria histórica de lo social. La condición de posibilidad de este poder en la historia era, para Maquiavelo, un espacio urbano que garantizara la autonomía y libertad de todos los ciudadanos. Solo en aquellas ciudades donde el pluralismo social estuviese garantizado habría el poder suficiente para realizar mutaciones decisivas.
 
Y ello a pesar de o precisamente por las disputas y enfrentamientos que en una sociedad libre y plural pudieran producirse. Maquiavelo pensaba (y esto alarmó a los espíritus de su tiempo y, concretamente, a su colega Guicciardini) que la pugna entre los ciudadanos era un síntoma positivo de vitalidad urbana, de una ciudadanía “fuerte” y en “aumento” que era motor del devenir de la sociedad. Es esta defensa de la libertad y el pluralismo, de la energía positiva del conflicto para la constitución de la ciudad y del compromiso histórico de las sociedades con el cambio la que haría de Maquiavelo un pensador revolucionario para la teoría de la democracia.
 
Pensaba que la pugna entre ciudadanos era un síntoma positivo de vitalidad urbana
Maquiavelo se puede convertir en un pensador útil para defender la primacía de la política, la democracia y las ciudades a la hora de definir los cambios de nuestras sociedades. Esto puede resultar decisivo precisamente cuando el ritmo y sentido de los acontecimientos actuales están derivando en una auténtica “terapia de shock” (Klein) contra la ciudadanía. El discurso moderno sobre el cambio social se está convirtiendo en la actualidad en una peligrosa herramienta de “destrucción creativa” de la democracia, del tempo necesario que exige el debate y la deliberación dentro de sociedades libres y plurales. Al olvidar las ciudades que le sirven de fundamento, el mundo moderno está transformando el discurso sobre el cambio social en una ideología al servicio de peligrosas tendencias antidemocráticas que desplazan y desarraigan a la ciudadanía de los espacios públicos de decisión.
 
En este contexto, para muchos hoy no es una alternativa dar la espalda al mundo de la política, ni mucho menos ir en pos de un conocimiento abstraído de la arena pública o un activismo débil que haga caso omiso de los grandes dilemas que vive nuestra sociedad. Sin duda debemos aprender de Cicerón que no todo está permitido por el bien de la república y que existen barreras éticas infranqueables en la actuación de la política. Pero, también, que “nada hay, de lo que se hace en la tierra, que tenga mayor favor cerca de aquel dios sumo que gobierna el mundo entero que las agrupaciones de hombres unidos por el vínculo del derecho, que son las llamadas ciudades” (Cicerón). Para ello el acutissimus Machiavellus (Spinoza) puede ser un autor que, fascinado por las fuerzas de cambio social que ponía en marcha el mundo moderno, seguía pensando la ciudad, la política y la democracia como origen y fundamento.

Álvaro Moral García es doctor en Filosofía por la Universidad de Granada.