Así como John Lennon inyectaba su eterna insatisfacción en melodías alegres como "Help!" o "Nowhere Man", George Harrison arrancó oficialmente su carrera como compositor en los Beatles con una declaración de principios que lo acompañaría hasta el último de sus días: "Don't Bother Me". No por nada Luis Alberto Spinetta eligió aquel tema de With the Beatles (1963) para homenajearlo cuando se presentó en Obras, apenas días después de su muerte: el "no me molestes" se transformó en el lema tácito del "beatle silencioso", alguien que eligió vivir la fama extrema sin permitir que nada ni nadie lo corriera de su eje, como quien contempla su propia existencia desde la distancia, cual titiritero imperturbable controlando al que, abajo, revolucionaba al mundo. Ese mismo lema que hace diez años todos adoptamos a modo de catarsis, deseosos de que nadie ose siquiera dirigirnos la palabra en el preciso instante en el que supimos que el cáncer se lo había llevado. Y menos aún los argentinos, que veíamos cómo se incendiaba un país entero desde nuestras ventanas y, encima, se nos moría un beatle.
Los más grandes recordarán el día en el que se fue John, pero para los beatlemaníacos más jóvenes, la muerte de George es la gran tragedia musical de nuestra época (al menos hasta que partan los dos que, afortunadamente, no sólo viven sino que nos visitaron recientemente). Todos sabemos qué estábamos haciendo cuando nos enteramos del fallecimiento de este genio al que los amantes del facilismo emplazan en un lugar secundario en el escalafón de los Fab Four, por desconocer la clave del éxito del grupo: la sana competencia a la hora de ir más y más allá. Le creamos o no a George Martin cuando dijo que Harrison era el mejor músico de la banda (el productor era muy hábil para subirle la moral a sus defendidos), lo cierto es que, pese a que no pudo incluir tantos temas suyos por una mera cuestión de jerarquías, la brillantez del guitarrista empujó a sus compañeros en la búsqueda que los llevó a ser únicos. Fue él, por ejemplo, quien descubrió el raga hindú y lo fue introduciendo en el grupo, primero sutilmente en los arreglos de "Norwegian Wood", y después con incursiones más explícitas como "Love You To" y "Within You Without You". Él le mostró a Ravi Shankar a John, y éste, al oír una composición enteramente hecha en todo de Do (algo inusual en la música popular), imaginó la etérea "Tomorrow Never Knows", quizás el tema más adelantado a su época que grabaron los cuatro de Liverpool. Paul, por su parte, no se quiso quedar atrás y pergeñó el loop de cintas que sirve de marco sonoro (un experimento que tampoco le eran ajeno a George, que lanzó dos discos electrónicos mientras aún estaba en el grupo: Wonderwall Music y Electronic Sound). Propiciar la prueba por el solo hecho de querer superarse: ese era su yeite, y sin ese rasgo suyo, nada habría sido igual.
No obstante, con toda su inquietud a cuestas, siempre se movió como pez en el agua dentro de los límites de la canción de raíces estadounidenses: su adorada Americana. Lo demostró en gemas folkies como "Here Comes the Sun", en el blues de "For You Blue", en el aluvión de creatividad redonda que significó su debut como solista All Things Must Pass y luego en su definitivo encuentro con la realeza del estilo: los Traveling Wilburys, el supergrupo (y sí, por una vez el término está bien empleado) que conformó con Bob Dylan, Tom Petty, Jeff Lynne y Roy Orbison.
En lo estrictamente musical, el aporte de George al mito beatle es inestimable, aunque muy a menudo incomprendido, precisamente por su tendencia a hablar con la guitarra y no rutilar con extravagancias. "Su forma de tocar, su tono, su fraseo, su habilidad para articular las partes pequeñas, son muy difíciles de replicar. Están tan integradas al entramado de la canción que si no las captás inmediatamente, te las perdés", define Anthony DeCurtis, crítico de la edición estadounidense de Rolling Stone. Eso era Harrison: un jugador de equipo, un rendidor callado que luego, en su etapa en solitario, sí echó sobre la mesa todos sus méritos, con una carrera compacta en lo artístico y prolífera en lo comercial (pero, otra vez, retirada de toda locura).
Su talento, su inquietud, su hombría de bien, su compromiso con las causas nobles, su coherencia espiritual: partes esenciales de un hito del siglo XX que pudo haber multiplicado su imagen hasta el hartazgo, pero eligió el perfil bajo. "No me molestes", pidió de movida. Y no lo molestamos (la mayoría de nosotros: Michael Abram tenía otros planes). Él, a cambio, nos dio felicidad. Un excelente trato para todos.
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