El vértigo de las horas, lejos de amainar, crece en la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara (FIL). Juan Villoro está invitado a esta
fiesta del libro, en la que podría ser declarado “visitante ilustre”. A pocos
días de recibir el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez
por su trayectoria periodística, el escritor presentará una antología de
relatos y crónicas, Espejo retrovisor (Planeta), en la FIL, además de
participar en varias actividades. Hace una semana estuvo en La Habana, en la
Casa de las Américas, institución que le dedicó su Semana de Autor. Las manos
del mexicano acicatean el lenguaje. Hablan esos dedos estilizados de pianista,
como impulsados por la corriente eléctrica de las palabras. El péndulo de los
recuerdos inmediatos va y viene de Cuba a Guadalajara. Y viceversa. El inmenso
cielo cubano flota sobre una multitud descalza y expectante. Cientos de ojos
auscultando los pensamientos, atrapando las frases en los puños de los
párpados. No es un sueño, no es una fábula. No son los atajos previsibles de
una imaginación arrebatada que añade detalles inventados. “Los lectores cubanos
son absolutamente apasionados. La calle donde di la charla se inundó. La gente
llegó descalza, con los zapatos en la mano. Llegar así a una conferencia es
algo que sólo ocurre en pocos lugares. Es un acto de fe hacia la palabra, algo
que no voy a olvidar”, confiesa el narrador mexicano a Página/12.
“El nivel de discusión en la isla se ha ampliado –confirma
Villoro–. Yo siempre he tenido una postura cercana a la mayoría de las ideas de
la izquierda, pero también soy enemigo de dogmatismos y autoritarismos, de
persecuciones y purgas internas. Hay un proceso de transición que no sabemos
dónde terminará en Cuba. Los mexicanos somos especialistas en transiciones
lentas. Después de la masacre de Tlatelolco, en 1968, el presidente Luis
Echeverría inició un período que se llamó ‘la apertura democrática’ y que
teóricamente nos iba a llevar a la alternancia política. Pasaron tres décadas
antes de que eso sucediera. De modo que somos especialistas en un cambio que se
va produciendo muy lentamente. Y algo semejante está ocurriendo en la isla.
Pero creo que la historia del continente pasa por Cuba. Y creo que algunas de
las discusiones más interesantes sobre una futura pluralidad intelectual se
están dando dentro de la isla, entre los escritores e intelectuales cubanos.”
Villoro explica que hace unos años se realizó un homenaje al
propio Fernando Benítez (1912-2000), una mesa redonda que salió muy bien y fue
el germen de este reconocimiento. “Los mexicanos tenemos la superstición de que
todo lo que sale bien por casualidad se debe convertir en tradición –dice
Villoro, medio en broma, medio en serio–. En este caso, se trata de un
accidente afortunado que permitió que en los siguientes premios se hicieran
mesas redondas protagonizadas por colaboradores muy cercanos de Benítez, como
Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska. Y ha seguido la lista
hasta llegar a mí, lo cual me da mucho gusto porque yo trabajé con Benítez en
un periódico imaginario dos años, sin que el periódico llegara a salir, entre
1989 y 1991. Se llamaba El independiente, pero demoramos tanto en existir que
nos decían ‘el inexistente’. El director general era Benítez y el director
editorial era Miguel Bonasso. Yo era el más joven del grupo y estaba a cargo de
la sección de cultura; fue como hacer un master con toda esa gente.” El autor
de las novelas El disparo de argón, El testigo y Arrecife subraya que la
experiencia en ese periódico inexistente fue “extraordinaria” en lo pedagógico
y revela que convivió mucho con Benítez, un escritor y periodista “muy
significativo” porque fue precursor de cierta crónica etnográfica que reunió en
su obra monumental Los indios de México. “También estuvo muy interesado en
vivir desde el presente momentos de la historia, por ejemplo reproducir la ruta
de Hernán Cortés desde Veracruz a la ciudad de México en tiempos modernos”,
cuenta el escritor y periodista.
–¿Qué es el periodismo cultural hoy en un mundo tan
cambiante?
–Es una tautología, porque todo buen periodismo es cultural.
Una buena crónica política, si está bien escrita, tiene elementos que honran la
cultura. Todo buen periodismo establece conexiones entre zonas dispersas de la
realidad que sólo gracias al periodismo se tocan. La representación de lo real
en clave periodística es un ejercicio cultural en sí mismo. Muchas veces se
piensa que el periodismo cultural es exclusivamente el eco de la cartelera, lo
que sucede noticiosamente en el ámbito restringido de las bellas artes. Pero
creo que rebasa esta categoría y hoy en día vemos que algunas de las propuestas
más interesantes de cambios de costumbres tienen que ver con las nuevas
tecnologías, con cambios de hábitos culinarios y el papel de los chef como
nuevos gurúes de la especie, con la participación cada vez más activa y
necesaria de arquitectos y urbanistas en el discurso público de las ciudades.
El periodismo cultural no tiene una zona restringida exclusivamente a lo
literario y la cobertura de las bellas artes.
–¿Qué aprendió en esos dos años de preparación con infinitos
números ceros del periódico El Independiente, que nunca salió?
–Hacíamos cierres imaginarios, mejorábamos nuestro record de
cierre, teníamos exclusivas que sólo nosotros dábamos, en una mesa de café.
Eramos un grupo de locos, como un proyecto de esos personajes de Roberto Arlt,
que intentan algo en un garage. Así estábamos nosotros. Eramos más alquimistas
que periodistas, pero nuestro tema eran las noticias. Desde luego que fue un
gran aprendizaje: titular, cabecear, resumir las noticias. El periodismo tiene
que ver mucho con el arte del resumen en el buen sentido. El gran problema es
que hoy en día el periodismo se ha jibarizado: ya no es el arte del resumen,
sino de la liposucción y muchas veces de la amputación. Un buen texto breve
puede ser extraordinario. Ahora estamos ante el desafío ya no de trabajar con
un muy buen texto breve, sino con una miniatura que apenas es el apunte de una
nota.
–¿Qué más aprendió o encontró en esa escuela de “alquimistas”?
–El periodismo como forma de vida. Una cosa que me parece
extraordinaria es que aprendí que el periodismo es absolutamente agotador, pero
también profundamente adictivo. Sales extenuado de cubrir algo y en la calle,
yendo a descansar, ves algo y ya es otra noticia. Sientes ese reflejo animal de
hacerlo. Eso, cuando dirigí La Jornada Semanal, lo tuve hasta el último día que
hice el suplemento. Cuando terminé el último número, pensé que iba a descansar.
Al siguiente, domingo, en una sala de espera, vi una persona leyendo el
suplemento que ya no había hecho yo. Sentí una mezcla de nostalgia y curiosidad
por lo que habían hecho. Sentí lo que siente el niño de Toy Story 3 que tiene
que regalar sus juguetes. Es bueno y noble regalar los juguetes cuando ya no
los usas, pero también es triste que ya no puedas usarlos. Necesitaba dejar la
coordinación editorial, que me tenía del otro lado de la mesa, del lado para mí
equivocado, porque creo tener mucho más espíritu de colaborador que de
director. Necesitaba escribir y pues no he dejado de hacerlo.
–¿Por qué decidió que la antología Espejo retrovisor se
despliegue a la inversa de lo que se estila: de lo inédito y más reciente hacia
atrás?
–Reuní treinta años de trabajo en los dos géneros que más he
practicado: el cuento y la crónica. Me pareció interesante que los cuentos
fueran una especie de viaje a la semilla, es decir, pasar por cuentos que aún
no están en libros –pero que formarán parte de libros futuros– y llegar a los
cuentos más remotos, uno de ellos titulados precisamente “Espejo retrovisor”.
Hay cierto peligro en hacer una lectura evolucionista de un autor, una especie
de darwinismo intelectual de pensar que empezó como un protozoario y fue
progresando hasta convertirse en otra especie (risas). Eso no es real. Me
parece más interesante trabajar el tiempo al revés porque es mucho más
literario darle una coherencia retrospectiva al destino. Y eso sólo lo podemos
hacer desde el presente. En cambio, las crónicas las ordené caprichosamente,
porque tampoco quería que las crónicas, que desde su nombre dependen del
registro del tiempo, estuvieran datadas y fueran unas más viejas y otras más
nuevas. Las crónicas que funcionan se pueden leer sustraídas de la contingencia
que les dio origen. Hay un juego de tiempos donde no necesariamente hay una
cronología. Me parecía muy importante que el género cuyo dios es Cronos no se
atuviera a sus designios en el orden.
–¿Qué pasa con el tiempo y la urgencia en la crónica?
–Hay dos formas de emplear el tiempo. Una es el tiempo para
escribir el texto y la otra es el tiempo como contenido del texto. El tiempo
para escribir el texto es una condición inmanente de la crónica. No
necesariamente es una restricción negativa. Hay muchas cosas que he escrito
presionado por la entrega y que solamente con esa espada de Damocles encima
pudieron haber salido. Eso me parece muy significativo, un obstáculo
estimulante. “Los convidados de agosto” la escribí en dos días porque llegué de
Chiapas y tenía que dar la crónica de inmediato. La entrevista con Mick Jagger
la escribí en un día. La de Salman Rushdie empezó aquí, en la Feria de
Guadalajara; lo acompañé a Tequila, el pueblo donde se hace la bebida famosa, y
tenía que entregarla en tres días. Sólo dos fueron muy lentas. Una sobre mi
padre, porque es un aprendizaje entender su vida con una construcción de
sentido. Querer a una persona muchas veces es imaginarte una manera de
acercarte a ella. Es una crónica demorada por los años que he vivido junto a mi
padre. “Los once de la tribu” fue hecha durante dos horas para el Mundial de
Italia. El tiempo es una restricción, pero también es un acicate. Naturalmente,
he tardado años en terminar cuentos, en encontrarles la salida. Pero hay otros
escritos en una sentada. “Mariachi” lo escribí en el mismo tiempo que escribí
una crónica, un cuento que salió como una especie de desahogo personal. En una
crónica no puedes violentar el decurso de los hechos; en el cuento, el propio
cuento que le da título al libro, juego con esto: es un amor de adolescencia que
nunca se realizó y regresa como posibilidad muchos años después. El desafío de
las segundas oportunidades. ¿Realmente es lo mismo o no? ¿Ahora sí se cumplirá
ese amor o no? La metáfora del cuento es una reiteración del mismo obstáculo:
ha pasado el tiempo y eso no ha solucionado nada.
–¿Por qué los textos que salen con la espada de Damocles
muchas veces funcionan mejor que aquellos en los que hubo más tiempo de
escritura y preparación?
–Yo creo que se disuelve el papel censor de la conciencia.
Todos nosotros tenemos prejuicios, tabúes, miedos y eso nos está limitando.
Ante la presión, tenemos una licencia para suprimir momentáneamente ese
tribunal porque no te queda más remedio. Los momentos de apuro te vuelven
fácilmente narrativo. Regresas a las cuatro de la madrugada a tu casa, con la
corbata en la frente y unas manchas de carmín en la camisa, y tu esposa te
dice: “¿Dónde estuviste?”. En ese momento tienes una capacidad para la ficción
que no habías sospechado en ti mismo (risas).
–¿Cómo anda el libro sobre la ciudad de México que está
escribiendo?
–Va muy mal, como la ciudad de México. Empecé el primer
texto de El vértigo horizontal –la famosa definición de la pampa de Pierre
Drieu La Rochelle– hace 16 años. La pampa tiene esa condición de llanura
ilimitada y vertiginosa. Durante mucho tiempo, la ciudad de México fue una
ciudad baja que apostó por la extensión. Ahora está cambiando. Quiero captar lo
que ha sido esa ciudad que he registrado durante cincuenta años. Es un texto
donde mezclo crónicas, memorias, reportajes; pero el libro ha crecido como su
tema y ahora ya no necesita un corrector de estilo, sino un urbanista que le
ponga orden (risas). Espero terminarlo, pero estoy luchando mucho...
–¿Contra qué?
–Contra mi propio caos, contra la tentación de ser
exhaustivo en una ciudad donde no puedes serlo. Nadie conoce todos los barrios
de la ciudad de México, ni siquiera el más laborioso de los taxistas ha estado
en todas sus calles. Es una demencia tratar de captar la ciudad. Pero siempre
hay cosas que se te están escapando y tú dices: “¡Pero cómo no metí también
esto!”. Es una visión caprichosa y restringida de algo inagotable. Es una
ciudad que responde a lo que los topógrafos aéreos llaman “mancha urbana”. Una
ciudad sin forma, sin límites aparentes, de ahí también la dificultad de
captarla.
–Es una ciudad muy literaria también por esa imposibilidad
de captarla, ¿no?
–Desde luego, es una conjetura. Nadie sabe realmente cómo es
toda la ciudad. Podemos conjeturar su espacio y eso es un ejercicio sumamente
literario. La ciudad pide ser explicada porque ella misma no ofrece una
explicación tangible. Es como una hormiga describiendo la selva. Ese es el
desafío que tengo: la selva vista por la hormiga. Habría preferido tener el
punto de vista del águila, que es más panorámico.
Fuente y más información: www.pagina12.com.ar
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