Eduardo Mendoza
El enredo de la bolsa y la vida
Barcelona, Seix Barral, 2012, 268 pp.
http://www.letraslibres.com/revista/libros/el-otro-hombre-sin-nombre?page=0,0
A mediados de los años sesenta, el director de cine italiano Sergio Leone –en una trilogía de spaghetti westerns– dotó a Clint Eastwood de estatura icónica creando para él la figura de un cowboy crepuscular de pocas palabras conocido como El Hombre Sin Nombre. Así, el pistolero de Eastwood no necesitaba decir quién era ni de dónde venía. Y le bastaba con firmar a quemarropa o de lejos, con el plomo de sus balas certeras como única carta de presentación.
Resulta curioso que Eduardo Mendoza –sin lugar a dudas uno de los mejores “nombradores” de la literatura en español junto a Adolfo Bioy Casares o Juan Carlos Onetti– haya decidido no ponerle nombre a su ya célebre y admirado y querido “detective manicomial” adicto a la Pepsi-Cola y al que conocimos y reconocimos en El misterio de la cripta embrujada (1978), El laberinto de las aceitunas (1982) y La aventura del tocador de señoras (2001). Este antihéroe catastrofista al que, no sé por qué, de tanto en tanto recuerdo con el apelativo de Ceferino –perteneciente al mismo linaje del Kilgore Trout de Kurt Vonnegut, del Gulley Jimson de Joyce Cary, del John Joseph Yossarian de Joseph Heller, del Ignatius Reilly de John Kennedy Toole, del Ferdinand de Louis-Ferdinand Céline, del Sebastian Dangerfield de J. P. Donleavy, o del Jeff “The Dude” Lebowski de los hermanos Coen–, funciona muy bien desde entonces a la hora del hacerlo casi todo mal, salvando al mundo o a su mundo en las últimas páginas. Y es el responsable de la idea –para mí errónea– de que existen dos novelistas dentro de Mendoza. Por un lado, el Mendoza profundo y serio, y, por el otro, el Mendoza liviano y gracioso.
Así, otra vez, El enredo de la bolsa y la vida –como todos los de Mendoza, serios o graciosos– es un libro de una desopilante melancolía y de una afinada puntería (como la del Eastwood sin DNI) para proponer una cruel radiografía del estado de las cosas viajando en las tripas del más troyano de los caballos. Están advertidos entonces: leyendo El enredo de la bolsa y la vida se van a reír mucho. Pero también sepan que se van a reír mucho nada más y nada menos porque, sí, es preferible reír que llorar y así la vida se debe tomar. Y el que esta nueva y alucinada entrega de Mendoza haya sido el best seller indiscutido del último Sant Jordi y que varios cronistas de la jornada hayan tratado la noticia como un “triunfo de la carcajada” o con un “el humor salva el día del libro” no deja de tener –nunca mejor dicho– su gracia para algo que, de nuevo, parece escrito en estado de gracia, de gracioso en serio, y muchas gracias por eso. Porque el investigador por siempre amateur de Mendoza (antídoto eficaz y contracara sofisticada y compleja, más allá de sus vulgaridades y penurias y pobrezas, para el cada vez más grueso y menos imaginativo José Luis Torrente de Santiago Segura) siempre ha funcionado como espejo deformante pero preciso de los idus e idas y vueltas de una ciudad llamada Barcelona. Y ahora ha llegado el momento de investigar –a fondo y por encima del “enredo” personal y singular– la ejecución pública del Gran Sueño Catalán y el asesinato de masas de toda una sociedad que se creyó oasis cuando era más bien espejismo.
Muy ilustrativo fue Mendoza en una reciente entrevista en El País donde contó la génesis del asunto. Y, por supuesto, la explicación resultó ser muy divertida e inequívocamente mendoziana: “Empezaba a escribir otra cosa y me salió esto. La idea me vino cuando pasaba por una callecita de Barcelona. Había un local con dos letreros. El primero decía: Centro de Yoga Jardín de la Perfecta Felicidad; en el segundo: Se traspasa. Eso es lo que está pasando. Con la crisis hemos recuperado algo que no debimos olvidar, que este es un país pobre y cutre.”
De ahí que no tenga demasiado sentido anticipar sorpresas y placeres que incluyen la carrera contrarreloj para desbaratar un gran atentado terrorista y la participación de Angela Merkel, “con un peinado que, francamente, no estaba a la altura de su cargo”, en un clímax casi marxiano. Aunque sí convenga precisar que se trata de la entrega más chandleriana del innominado: ese amigo legendario y desaparecido, esa mujer fatal, esa joven “inocente” proponiendo “caso” y hasta el toque exótico y muy pulp de una familia de bazar chino o de un africano albino.
Lo demás, lo de siempre. Y está muy bien que así sea: el talento de Mendoza para pintar todo un personaje con apenas la pincelada de una sonrisa (“Se seguía pareciendo a Tony Curtis, pero, igual que a este, se le notaba el esfuerzo que había de hacer para seguir siendo como era”); salpicar con el brochazo de una risotada (un restaurante llamado Se Vende Perro), proponer y despachar una idea desternillante en unas pocas líneas (las frustradas tentativas de secuestrar al equipo titular del FC Barcelona “para exigir a cada socio un rescate de diez pesetas, con lo cual él vendría a ganar más de un millón sin causar a nadie un quebranto económico”) y esos diálogos marca de la casa. Apenas un ejemplo:
–¿Cómo te llamas?
–Todos me llaman Quesito.
–Es ridículo. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
–Marigladys.
–Bueno, después de todo, Quesito no está tan mal.
Pero tanto por detrás y al frente de todo lo anterior, lo que aletea en El enredo de la bolsa y la vida es el ave de mal agüero graznando la “novedad” de que, aquí y ahora, las miserias del anónimo detective privado casi de todo empiezan a ser las de todos, las nuestras. Sí, estamos todos enredados, al borde de un abismo donde Mendoza considera oportuno revelarnos –porque nunca se sabe qué puede suceder– que las estatuas vivientes como el Pollo Morgan llevan “Dodotis” para no tener que ir al baño y abandonar pedestal y posición estratégica en unas Ramblas donde “por culpa de los trileros y los carteristas la gente se acostumbró a perder dinero de prisa y sin esfuerzo. Antes, para ser timado, se necesitaba perspicacia, codicia, decisión e inmoralidad. Ahora hasta el más obtuso se deja desplumar sin tener ni idea de lo que está haciendo”.
Y me temo que ya se dieron cuenta a cuáles “obtusos” se refiere Mendoza y, si no, una pequeña pista: no pueden pagar esa hipoteca que firmaron sin leer. Lo que aquí se satiriza con modales de fauno experto es la España de ahora. Ese país que –tratándose de la franchise del thriller milenarista– no es casual que no haya sido capaz de crear a una Lisbeth Salander. Demasiado fría y centrada. Lo que nos queda y lo que nos toca –y a su manera tan eficaz como la anterior; identidad desconocida pero tan fácil de identificar y, de algún modo, tan fácil identificarnos con sus tan abundantes carencias, porque lo que no tiene apelativo propio lleva un poco el de todos– es este lunático otro Hombre sin Nombre.
No es poco.
Es mucho.
Y –al final no cabalga hacia el horizonte sino que decide no mudarse, para que Quesito y nosotros sepamos donde encontrarlo– lo sabe mejor que nadie el personaje de Mendoza. Sí: todo siempre podría ser peor, probablemente vaya a serlo y –una vuelta de Pepsi para todos– hasta la próxima, lo más pronto posible, por favor, ¿sí?
No hay comentarios:
Publicar un comentario