jueves, 3 de mayo de 2012

BOB DYLAN EN BUENOS AIRES (Varios)





BOB DYLAN, EL LOBO ESTEPARIO DEL ROCK


Los cuatro shows de Bob Dylan en Buenos Aires han dejado una estela que perdura. Es que si bien es cierto que asistir a uno de los conciertos alcanza para comprender la tremenda importancia de este artista, los conceptos que pone en acción terminan de apreciarse por completo en la repetición; justamente, porque no hay repetición. Y no sólo porque la lista de temas varía noche a noche (en los cuatro Gran Rex, cada uno integrado por 17 temas, presentó 33 canciones diferentes, algunas, como "Rollin' and Tumblin'" y "To Ramona", por primera vez este año), sino porque en los casos en que repite canciones nunca son ni suenan de la misma manera.

En tiempos en que la música popular parece estar mirando cada vez más hacia décadas pasadas -tanto que Simon Reynolds, el periodista y pensador cultural inglés, tituló Retromanía a su último libro-, Dylan sigue con su mirada tercamente fija en el presente. Nada de lo que sucede en sus shows se recuesta en el pasado, y aunque vaya hacia allí a buscar el material concreto de sus canciones, es para hacerlas respirar en el aquí y ahora. Como si se tratara de una suerte de meditación zen, Dylan utiliza su intuición y su genio, pero también una técnica (que describe en Crónicas ).

Con esta forma de asumir su compromiso musical, rompe con la idea de obra terminada (de allí que hace años que no publica álbumes en vivo) y desafía a sus oyentes, los saca de la escucha fácil, del piloto automático. Porque intentar descubrir qué canción suena puede ser un juego, pero también y, sobre todo, es un llamado a poner en acción los sentidos. Cuando se escucha, tan nueva, tan radicalmente diferente, "Like a Rolling Stone", el eco de lo que fue puede sacar a bailar a los fantasmas, pero la danza sucede hoy. No hay repetición posible ni siquiera del estribillo. La nostalgia no está invitada. No hay lugar cómodo aquí.

En el polo opuesto al hipercontrol (y la repetición real) de los megashows de hoy, Dylan está abierto a la incertidumbre. Tanto que ni siquiera se alteró casi cuando, en los últimos minutos del show de anteanoche, un fan poseído por un exceso de amor se subió al escenario a intentar abrazarlo.

Por Adriana Franco
Fuente: La Nación
Más información: www.lanacion.com.ar

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BOB DYLAN EN EL GRAN REX: ELEVADOS A LA EXPERIENCIA

¿Cuarta visita de Bob Dylan a la Argentina? ¡Increíble! Pensar que en 1990 viajé a Brasil para verlo en el Hollywood Rock Festival, pensando que ya nunca vendría a nuestro país. Y lo más increíble es que, con sus bien llevados 70, Bob sigue sorprendiendo. Posiblemente este haya sido el mejor concierto de todos los que dio en Buenos Aires. Quizás fuera la acústica del Gran Rex - mucho más apta para su música que el sonido de los estadios-, que la banda tuvo una noche inspiradísima, o simplemente que Dylan tuvo un encuentro con sus musas, la cuestión es que el recital fue una experiencia cercana a la epifanía para las 3500 personas que colmaron el teatro, y lo abandonaron con una sensación parecida a caminar a treinta centímetros del piso.

Nueve y media en punto, el cantante - de traje negro y sombrero blanco - y su banda, todos impecablemente trajeados, se adueñaron del escenario, que no abandonarían hasta casi exactamente dos horas más tarde, luego de 17 temas y una exhibición impar de música y poesía. Es completamente extraordinaria la manera en que Dylan continúa reinventándose a sí mismo, en cada nueva vuelta de la "gira que nunca termina". Ya en su visita anterior (Vélez, 2008) nos había sorprendido con un nuevo esquema, que lo tenía al costado del escenario tocando teclados durante la mayor parte del show. Ahora, ha decidido dinamitar el esquema de cantante y guitarrista parado en el centro del escenario acompañado por su banda, en dos direcciones. Por un lado, cuando canta en el centro de la escena acompañado por su armónica, en una actitud de crooner casi teatral, acompañando gestualmente el desarrollo de las letras, como en "Things Have Changed" y "Tangled Up In Blue". Por el otro, cuando se planta al costado al mando de un viejo órgano Korg (como sucedió en la mayor parte de los temas), o se cuelga la guitarra eléctrica, funciona como un músico más de la banda, haciendo solos o intercambiando pequeñas frases instrumentales, en un diálogo permanente y apasionante con sus músicos.

Que merecen un párrafo aparte. Un gigante (en todo sentido), Charlie Sexton ocupa un lugar central en guitarra eléctrica, Stu Kimball alterna entre la eléctrica, la acústica y mandolina, Donnie Herron maneja con igual maestría distintos instrumentos de cuerda - especialmente steel guitar, pero también banjo, violin y guitarra-, y la base está integrada por George Recile en batería y Tony Garnier, viejo escudero de Dylan, en bajo acústico y eléctrico. Casi todos cambian de instrumentos en cada tema, logrando una variedad muy sutil de timbres y combinaciones. El sonido que consiguen es absolutamente único, enhebrando sutilmente las distintas vertientes de la música norteamericana de raíz, incluyendo blues, rock, soul, gospel, rockabilly, R&B, jazz, folk, bluegrass en una verdadera lección de historia viviente. Dylan, con su característica imprevisibilidad, los tiene permanentemente atentos, combinando una intensa concentración con un visible disfrute. Estos tipos descubren la magia de la música cada noche, en una experiencia que es casi lo opuesto de los shows donde cada movimiento ha sido ensayado y repetido hasta el cansancio. Por otra parte, ya se sabe que el cantante acostumbra reinventar sus temas cada vez que los interpreta, haciendo imposible para el público intentar seguir la melodía. Los que esperan las versiones del disco, van a tener que remitirse a éste, porque el juego de Dylan es la metamorfosis perpetua.

Para su repertorio, el artista establece una línea muy clara, rescatando sus clásicos de los 60 (más "Tangled Up In Blue", de Blood On The Tracks, 1975), junto a temas de su última etapa, que comienza en Time Out Of Mind (1997), ignorando olímpicamente todo lo que pasó en el medio. Entre los numerosos momentos memorables, un "Beyond Here Lies Nothin'" (de Together Through Life, 2009) a cuatro guitarras, con Bob sorprendiendo con unos solos fantásticos, o la combinación de "High Water (for Charlie Patton)", con Donnie en banjo y cierto aire de vaudeville, y "Spirit On The Water" (uno de los tres temas que interpretó de Modern Times, 2006). Para el final, después de una furiosa versión de "Thunder On The Mountain", se reservó una seguidilla de tres clásicos absolutamernte insuperable, como para rematar con un sublime knock-out: "Ballad Of A Thin Man", "Like A Rolling Stone" y "All Along The Watchtower", que comenzó cantando en el centro para luego culminar en el teclado. Luego llegó un solitario bis con "Blowin' In The Wind". No hubo palabras, excepto para presentar la banda, pero sí alguna sonrisa (cosa absolutamente inusual en Bob) y un clima descontraído que evidenciaba su buen humor. Dylan no permite fotógrafos, pero igual quedará grabada para siempre en mi retina la imagen del saludo final del grupo. Seis caballeros sureños, serios, mirando al público desde sus instrumentos, como una imagen trasladada desde el Viejo Oeste hacia un futuro impreciso. Lo cual resulta una metáfora apta para la música del gran Bob, una síntesis a la vez arcana y moderna, confluyendo en una remota ciudad del Hemisferio Sur en una noche mágica.

Por Claudio Kleiman
Fuente: Rolling Stone
Más información: http://www.rollingstone.com.ar/

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UN PRESTIDIGITADOR MÁS ALLÁ DE TODO

Es histórico. Bob Dylan es un parco. No quiere que le saquen fotos. No habla. No entrega lista de temas. No hace entrevistas ni antes ni después de cada recital. Mantiene, cuando no le da por tirar alguna bomba en palabras, sus fueros íntimos en el más estricto anonimato. Como el Dios cristiano de la Baja Edad Media, Bob Dylan sólo se manifiesta a través de sus obras. Puede que sean reveladoras, geniales, rupturistas o maravillosas, como de hecho lo fueron ciertos discos-faro de la década del ’60 (Highway 61 Revisited o Blonde on Blonde), alguna perla de su período intermedio (Slow Train Coming) o la tardía tríada alucinante que lo reubicó en el panteón de los máximos referentes de la música popular universal (Time Out of Mind, Love and Theft y Modern Times), luego de algunos deslices. O pueden ser desabridas, monocordes, sin sal, “feítas”. Knocked Out Loaded (1986) sería un caso paradigmático, y el casi inescuchable Christmas in the Heart, último disco de su enorme acervo –36, sin contar vivos y compilaciones–, otro. Trasvasado a escala recital, la mecánica pendular es la misma. Robert Allen Zimmerman, de Minnesota, 70 años a la fecha, ha dado shows olvidables –muchos– y memorables –más–. El de Newport, en 1965, por rastrear un mojón clave, fue uno de estos últimos. Varios de la apoteósica gira con The Band, a mediados de los ’70, el de Vélez de marzo de 2008 –por tomar un caso cercano y criollo–, otros.

La retrospectiva dialéctica es ajustada, sintética, escasa, pero sirve a los fines de enmarcar las coordenadas binarias que revelan algo de un músico experto en ocultarse a sí mismo en todo, menos en sus obras. Vélez 2008, entonces. Unas 22 mil personas asisten a un recital de esos que vuelven el péndulo hacia el lado del bien. Ven y escuchan a un Dylan, sostenido en una banda impecable, que se parece más al padre de todos que a un hijo desorientado. Más al que vendrá que al que fue durante la poco convincente, en sonido, repertorio y ánimo, primera visita al país (Obras, 1991). Toca “Masters of War” (1963), salta a “The Levee’s Gonna Break” (2006), se monta en “Just Like a Woman” (1966), sigue su ruta y marca una agenda que deja a los fanas con ganas de volver ya, al otro día. No fue así, pero casi. Hubo un tremendo disco en el medio (Together Through Life), otro en los antípodas (el mencionado Christmas in the Heart) y Dylan volvió, y como muchos deseaban: bajo techo y, mejor aún, en un teatro, el Gran Rex.

Porque una cosa es escuchar su propuesta musical devota de ciertos principios, cercana a la más fiel tradición folk rock eléctrico (y afines) a cielo abierto, y otra, contenida por una calidez acústica intramuros. Primera señal. Segunda, el ánimo. Si hay un factor que determina hacia qué lado correrá el péndulo es precisamente el humor de Bob Dylan. No suele demostrarlo en sonrisas, gestos ampulosos o speechs de recital. En rigor, ni siquiera saluda en la noche debut. No dice nada. Toca. Se manifiesta en la obra. Juega. Guía a la banda como un prestidigitador más allá de todo y de todos. Mueve el pie derecho, siguiendo el compás como señal de aprobación. Y no frunce el ceño, como lo hace cuando está mal. Cambia las versiones sobre la marcha. Se orienta y desorienta. Marca y se desmarca. Se reinventa a sí mismo, en cada canción. Bob Dylan, señores, está contento y ésa es la clave que convierte a la primera noche de su vista a Buenos Aires (repite hoy y el lunes) en inolvidable. De esas que marcan hitos.

El repertorio es, en cuanto a época, similar al de Vélez. Excepto “Tanged Up in Blue”, gema de Blood on the Tracks (1975), Dylan omite todo material compuesto de Self Portrait (1970) para acá y de Time Out of Mind (1997) para allá, y centra el foco en el pasado más pasado, y en el presente más presente. La gira se llama Never Ending Tour y la banda, rigurosamente ataviada de negro como él, suena con precisión de reloj antiguo. Se suceden “It Aint Me, Babe” –certera–, “Things Have Changed” –rústica y sutil–, “Trying to Get to Heaven” –magistral–, “Spirit on the Water” y “Thunder on the Mountain” –apoteósica–. Dylan, depende lo que la canción demande, toca guitarra, su austero y añejo órgano Korg o armónica. Y canta. Su voz está cada vez más rancia y no llega al cenit emotivo –el estribillo, claro– de “Like a Rolling Stone”, como en sus épocas de gloria, pero el tacto de la banda supera la imposibilidad. La visita a la legendaria “Higway 61 Revisited” surca instancias épicas, hay momentos sublimes de improvisación (“Ballad of a Thin Man”, entre los picos) y el bis, apenas uno, pese a la insistencia popular, va a los orígenes de una genealogía sonora que, más allá de ciertos oscuros períodos intermedios, no rompió su devenir. “Blowin’ in the Wind”, la infaltable, es una versión muy libre, demasiado, tanto como el carácter indómito que selló su vida... El que descansa al péndulo, después de todo, en el justo medio.

Por Cristian Vitale
Fuente: Página 12
Más información: www.pagina12.com.ar

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