Bob Dylan: el hombre invisible
Verano de 2009. Un vecino de Nueva Jersey ve desde la ventana a un hombre de aspecto sospechoso, vestido con un buzo con capucha, que anda merodeando por la zona. Llama, preocupado, a la policía. Los dos oficiales que llegan al lugar le piden identificación. El hombre no lleva documentos, pero asegura que es Bob Dylan y que, simplemente, estaba dando una vuelta, mirando casas, mientras hacía tiempo para el concierto que debía dar en un rato. A pesar del recelo, logró convencerlos para que lo acompañaran hasta el hotel en el que paraba y donde se resolvió el malentendido. "No se parecía en nada a Bob Dylan", contó luego uno de los policías a la agencia AP.
Una anécdota muy Bob Dylan. Porque el hombre considerado como uno de los artistas más importantes de la música popular del último medio siglo, de quien se han escrito centenares de libros y al que se le dedican congresos en las universidades, el que desde hace años es propuesto como candidato a un Nobel de Literatura, el que recibió premios y doctorados honoris causa, el que escribió más de quinientas canciones, muchísimas a prueba del tiempo, y a quien Bono ha definido como "el malabarista de la belleza y de la verdad; nuestro William Shakespeare con camisa a lunares", es también el artista más misterioso, el más impredecible, el más enigmático, el más inaprensible de las últimas décadas. El hombre que va a contramano. El hombre invisible. El eterno fabulador. El caballero errante.
Desde el 7 de junio de 1988 Bob Dylan anda por el mundo, como un gitano, con su circo musical a cuestas, recorriendo países y ciudades, teatros y casinos, incansable, en lo que se conoce como el Never Ending Tour.
Esta auténtica maratón de shows lo coloca en la vereda exactamente opuesta a la que indican las reglas de oro del negocio musical. Desde hace casi un cuarto de siglo, Bob Dylan burla y desafía el esquema generalmente impuesto que dicta que una banda o un artista deben grabar disco, salir de gira para promocionarlo, sacar el correspondiente álbum en vivo y luego llamarse a receso, para descansar, pero sobre todo para que el mundo descanse antes de que comience un nuevo ciclo. Dylan en cambio eligió el sistema cinta de Moebius. Un continuo sin fin, sin bordes ni aristas. A un promedio de cien shows anuales, ahí va por las rutas, rotando canciones, sacando de la galera viejas composiciones, pero dándoles una nueva e inesperada vida, en presentaciones en las que no hay la menor intención de complacer al público. Casi no habla, apenas saluda y presenta a los músicos.
En su peregrinar, la grabación de un disco es simplemente un alto en la ruta. A contramano también de lo que se acostumbra hoy, Dylan no se encierra largo tiempo en los estudios a grabar y regrabar buscando la toma perfecta o corrigiendo tecnológicamente las imperfecciones.
Son sólo algunas de las muchas maneras de andar contra la corriente de este artista cuya importancia no se mide por ventas, sino por influencia, sobre el que se han escrito infinidad de libros, incluido un extensísimo volumen dedicado a su obra del catedrático de Cambridge Christohper Ricks, y que obtuvo una mención especial de los Premios Pulitzer, por su "profundo impacto en la música popular y en la cultura norteamericana, por sus composiciones de un extraordinario poder poético". Para muchos, incluido el poeta británico Andrew Motion, Vissions of Johanna es la mejor letra de canción jamás escrita.
Pegar volantazos es su estilo. Y lo ha hecho desde el mismo comienzo. Apenas con un par de álbumes grabados, a principios de los 60, Dylan se había convertido en la gran promesa del resurgimiento del folk. Blowin in the Wind, The Times They Are A-Changin', Masters of War eran himnos del movimiento por los derechos civiles, en el clima enrarecido por la amenaza nuclear y la Guerra Fría. Sus canciones eran como latigazos que pegaban donde más dolía, que denunciaban las injusticias, que clamaban por un nuevo mundo y escupían verdades a una sociedad que aún toleraba el segregacionismo. Una de sus primeras composiciones, The Death of Emmeth Till, clamaba contra una injusta justicia que liberó a los asesinos de un joven negro, que había cometido el pecado de flirtear con una muchacha blanca. Así, el joven que había grabado su primer álbum a los 20 años, casi recién llegado a Nueva York, a los 22 estaba cantando sus canciones junto a Martin Luther King, en aquella gran marcha del Tengo un sueño. También interpelaba a los poderes: "Senadores, congresistas, por favor escuchen el llamado, no se paren en la puerta, no nos cierren el paso" (The Times They Are A-Changin'); formulaba ardientes preguntas como "cuántos caminos tiene que transitar un hombre, antes de merecer ser llamado hombre", y tenía visiones de mundos en ruinas, mares muertos y tierras secas.
Comenzaron a llamarlo la voz de una generación, era quien le ponía palabras a lo que parecía sucederles a todos. Aquel que tenía la verdad. Muy pronto, ese lugar en que lo habían puesto, lo incomodó. Como buen geminiano, el hombre que había nacido en el frío norte de los Estados Unidos el 24 de junio de 1941 sintió que las ataduras lo estaban limitando. Grabó entonces un disco más intimista, Another Side of Bob Dylan, en el que la búsqueda poética primaba por sobre las denuncias o los relatos sociales, inspirado en sus frenéticas lecturas de Rimbaud, Keats, el surrealismo y los poetas beats.
Y poco después, en rotundo golpe de timón sacudió al movimiento folk cuando dejó de lado la guitarra acústica, sumó músicos y electricidad, y comenzó a aullar sus temas. En 1965, en el festival de Newport, un encuentro tan tradicional como supo ser nuestro Cosquín, quisieron cortarle el sonido mientras el público lo abucheaba por tamaño atrevimiento. De allí viajó a Inglaterra donde recibió desde la platea, en una de las anécdotas más famosas de la historia del rock, el grito de Judas por la traición de electrificar su sonido en la segunda parte del concierto. La respuesta a tamaña acusación fue contundente: "Toquen más fuerte", les pidió a sus músicos antes de comenzar con Like a Rolling Stone, el extenso tema que, según una reciente encuesta de la revista Rolling Stone norteamericana, es la mejor canción de rock de todos los tiempos. Un tema bisagra que cambió el panorama de la música popular, que le dio forma definitiva al rock al separarlo del rock and roll y que ha ameritado un libro entero de Greil Marcus, el ensayista que hizo del rock su material de trabajo, en un análisis que busca entender no sólo al artista, sino, a través de él, a toda una época.
Con sus seis minutos rompió otra regla de oro: que las canciones, para su difusión radial, no debían extenderse mucho más allá de los tres minutos. No fue así, trepó al segundo puesto de los rankings, y lo convirtió en héroe ya no del folk, sino del rock.
Sería el primero de sus muchos cambios de dirección. Sus fans debieron acostumbrarse a que Bob Dylan nunca esté en el lugar que uno esperaba. Si en esos tiempos veloces y revolucionarios de los años 60, el Festival de Woodstock fue el clímax del movimiento hippie, Dylan estaba por allí, pero no participando de esos tres días de música, paz y amor, sino en la casa que se había comprado en medio del campo, retirado del mundo tras un accidente en moto del que tampoco se supo mucho, dedicado a la vida en familia, a criar a sus hijos. Tras haber encandilado a los Beatles y al mundo con uno de sus mayores álbumes, Blonde on Blonde, desapareció de la vista, se recluyó y se la pasó tocando y zapando en el sótano de su casa.
La lista de sus virajes sigue. Judío de nacimiento, a principios de los 80 sintió el llamado de Cristo y se convirtió al cristianismo, para alarma y disgusto de aquellos de sus seguidores que buscan respuestas en sus inesperadas acciones (y porque los álbumes de ese período, Slow Train Coming, Saved, Shot of Love, no son los más brillantes de su carrera). Tampoco entendieron cuando en 1997 se encontró con el papa en Bolonia y tocó Knocking on Heaven's Door (Dylan siempre tiene un tema para cada ocasión: en 1991, en plena Guerra del Golfo, fue a recibir un Grammy a la trayectoria y tocó Masters of War, la gran canción antibélica). Y mucho menos aún se esperaba que posara para un aviso de la marca de lencería Victoria Secrets, que apareciera en otro de iPod y que su tema Subterranean Homesick Blues fuera usado por Google para promocionar un nuevo motor de búsqueda. Y, colmo de los colmos, que diera permiso para que The Times They Are A-Changin sonara en la publicidad del Banco de Montreal.
Lo único que en su vida se mantiene estable es la música. Y las giras. A punto de cumplir 71 años, allí está, rodando, viviendo más en moteles de ruta que en ningún otro lado. Como si aquel "cómo te sentís cuando no tenés un hogar al que volver" hubiera sido un anuncio de su propia vida.
La anécdota esta vez es porteña. Primera visita de Bob Dylan a Buenos Aires, en agosto de 1991 para actuar en el estadio Obras. No eran sus mejores tiempos: estaba saliendo del bloqueo creativo que lo tuvo casi sin componer durante una larga temporada. Hacía apenas tres años que había comenzado el Never Ending Tour, y faltaban todavía seis para que saliera Time Out of Mind, el disco de la resurrección. De todas maneras, aquí y en todos lados, el peso de la historia era muy fuerte: el ícono de los 60, el hombre que había subyugado a los Beatles y los había impulsado, desafiado, a escribir letras más serias, con mayor vuelo poético, llegaba por primera vez a la Argentina. Alguien de la organización fue a buscarlo a Ezeiza. No se sabe cómo, pero Dylan bajó del avión y nadie lo vio. Tranquilo, dicen que con su guitarra a cuestas, el hombre tomó un taxi rumbo a Capital. Seguramente habrá habido levantadas en peso a aquel a quien se le escurrió tan conocido rostro. Pero, en su descargo, hay que decir que también es muy de Dylan pasar inadvertido. Las anécdotas que circulan son muchas.
Dicen que es el hombre invisible, pero no como aquel de la vieja serie de TV ni porque tenga el manto mágico de los elfos, sino porque usa el método de Edgar Allan Poe en La carta robada, ese cuento en el que el sobre del que pende el destino de un rey es escondido por el ladrón dejándolo como al descuido en un portapapeles, arrugado, como si se tratara de algo sin valor ni importancia; algo a quien nadie prestaría atención, salvo, claro, el ojo del lince del detective Dupin. Así, Dylan también se esconde a la vista de todos. En las muchas páginas de Internet que nutren sus fans de todo el mundo, siempre hay nuevas historias. Que se lo cruzan en un bar de la ruta con su cepillo de dientes en la mano. Que está tomando algo en un bolichón de mala muerte. Acá mismo, en su última visita en 2008, salió del hotel y fue a practicar boxeo a un club de Almagro. En Punta del Este, en el mismo año, anduvo en bicicleta vestido de mujer a la vista de todos. Simplemente, nadie podría pensar, como en México, que es Bob Dylan el que se toma el subte para ir a dar una vuelta.
Él es él, pero no siempre
El método de la invisibilidad comenzó desde su mismo inicio artístico. Robert Zimmerman, tal su verdadero nombre, adoptó otro y nunca se molestó en aclarar por qué. O mejor dicho dio muchas respuestas diferentes. Que era por un lejano pariente, que era en homenaje al escritor irlandés Dylan Thomas. En 1965, en una conferencia de prensa, le preguntaron si era cierto que había cambiado su nombre, respondió que sí, que el verdadero era Knezelwitz. "¿Knevevitch?", preguntó el periodista. "Knevovitch, sí -contestó-, ese es mi nombre, pero no voy a decirte el apellido."
Lo cierto es que de allí en más, él es él, pero no siempre. Como cuando, en Don't Look Back, el documental de Pennebaker que registra sus gira por Inglaterra de 1966 mirando una noticia sobre él en los diarios dice: "I'm glad I'm not me", un intraducible juego de palabras que sería algo así como qué suerte que yo no soy yo.
También ha logrado a lo largo de estos 50 años de carrera (el 19 de marzo se cumplió medio siglo de la edición de su primer álbum, Bob Dylan) que su vida personal siga siendo un enigma. Como un Salinger al revés, él está allí, siempre en viaje, siempre en la ruta, pero casi nada se sabe de él. Sí se supo de su primer casamiento con Sara Lowndes, pero tras esa separación que dio como resultado Blood on the Tracks, para muchos el disco sobre ruptura amorosa más perfecto de la historia, todo quedó envuelto en el enigma Dylan. Tanto es así que recién se enteró el mundo de su segundo casamiento, con una corista de su banda, cuando el amor y el matrimonio ya habían terminado.
Se rumorea que tiene muchas propiedades, unas veinte dicen algunos, diez arriman otros. Lo más aceptado es que tiene una casa en Malibú, donde viviría buena parte del tiempo que no está de gira; una granja en su Minnesota natal y un complejo de oficinas en Santa Monica. Pero también se dice que tiene propiedades en Nueva York, España y el Caribe. Tampoco hay muchos datos sobre su patrimonio, y no se gasten en buscar en Forbes, nunca aparece allí.
Nadie puede asegurar si hoy está casado, dónde vive de verdad y ni siquiera con certeza cuántos hijos tiene.
Lo rodea una cortina de humo que viene tejiendo desde hace años. "Me preguntó por mi familia, de dónde eran. Le respondí que no tenía ni idea, que habían muerto tiempo atrás", cuenta Dylan en Crónicas, (primer volumen de su autobiografía, aparecido en 2004, y que quién sabe cuándo continuará). Estaba frente al publicista de Columbia Records, el sello con el que acababa de firmar para sacar su primer disco, recién llegado a Nueva York, y que se los requería para comenzar a promocionar su trabajo. "Trató de sonsacarme ciertos datos, como si esperara que yo se los facilitase sin reservas", agrega, explica y confunde aún más.
La de su falsa orfandad es sólo una de las muchas fábulas sobre su vida anterior que armó en aquellos años. También contaba, aquí y allá, que había viajado por el país en furgones, que había llegado a Nueva York colándose en un tren de carga, que había recorrido el sur del país, que había vivido en México, que se había unido a una feria ambulante a los 13 años, que era descendiente de los sioux.
Cosa de músicos
No son sólo los fans los que intentan entender a este enigmático artista. Para los músicos, los encuentros con Dylan son también hitos, ceremonias especiales y, siempre, inesperadas. "La primera vez que me encontré con él, me descolocó completamente cuando me pidió sacarse una foto conmigo -le contó Bono a la revista británica Q, sobre su encuentro con Dylan en 1985-. Luego me sentó y comenzó a preguntarme sobre la Familia McPeak, yo pensaba si sería una banda punk de Arkansas, pero resulta que era un grupo de música folk irlandesa del que yo nunca había oído hablar."
Nick Cave también suele contar que, luego de años de admirarlo profundamente, se encontraron finalmente en un festival, en un día de lluvia torrencial. "Yo estaba de pie en el barro, entre bastidores, y vi a un viejo caminando en línea recta a través del campo embarrado. Cuando llegó me dijo: «Sólo quería decirte que me gusta mucho lo que haces», y se fue."
Rubén Blades le contó otra a Fena Della Maggiora en el programa Músicos latinoamericanos del canal Encuentro. Allí, el panameño recordó que cuando para su álbum en inglés sugirió convocar a Dylan, todos en su sello fueron escépticos. Sin embargo, ante su insistencia, el mensaje fue enviado. Un día sonó el teléfono de Blades en Los Angeles, y era Bob invitándolo a su casa en Malibú. "No sé manejar", dijo Blades, y tras reírse a carcajadas, Dylan ofreció ir para allá. "Y allí apareció, en un auto destartalado, con un perro enorme y su guitarra."
Como si fuera un tipo normal. Como si no fuera el gran enigma de la música popular de hoy. Como si no hubieran hecho falta seis actores (Christian Bale, Cate Blanchett, Heath Ledger, Richard Gere, Ben Whishaw y Marcus Carl Franklin) para intentar retratar su multifacética personalidad en la biopic I'm not There, dirigida por Todd Haynes.
O es todo simplemente un espejismo. Una tela de araña, una cortina de humo para ocultar una verdad sencilla. Dejémoslo hablar a él, otra vez desde las Crónicas: "Nunca fui más que lo que soy. Un músico folk que contemplaba la neblina grisácea con ojos cegados por las lágrimas y componía canciones que flotaban en una bruma luminosa". Palabras de Dylan.
Los shows
El Never Ending Tour vuelve a traer a Bob Dylan por estas tierras en las próximas semanas. Será la cuarta visita: en 1991 actuó en Obras; en 1998 llegó como acompañante de la gira de los Rolling Stones en River; la tercera, en 2008, fue en el estadio Vélez. Esta vez, para alegría de sus fans, la cita es más íntima, en el teatro Gran Rex, donde actuará el 26, 27, 28 y 30 del actual. Serán así shows más similares a los que da en los territorios más caminados, Europa y EE. UU., donde toca en salas chicas.
Y toda vía más caras - (más) caras
A la par de su inmensa carrera musical, Dylan también ha incursionado en otros territorios artísticos. En 1971 editó Tarantula, una breve y extraña novela en la que alternan poemas con cartas y bromas, y que obtuvo tibias críticas. Mucho más apreciado fue el reciente Crónicas, en el que cuenta momentos de su vida con una prosa rica y ágil que lo vuelve indispensable para sus fans. El cine también lo tentó en varias ocasiones: en 1973 actuó en el western Pat Garrett & Billy the Kid. En 1978 dirigió la extensa y también rara película Renaldo & Clara, filmada durante la gira Rolling Thunder Revue, y en la que participaron además de los músicos que lo acompañaban, gente de otras ramas del arte como el poeta Allen Ginsberg y el dramaturgo Sam Shepard. También fue más exitoso su segundo intento, la reciente Masked & Anonymous en la que participó activamente en la dirección y guión (aunque con seudónimos) y que protagonizó como el cantautor renegado Jack Fate.
La pintura también ha sido una pasión, aunque recién hace tres años realizó su primera exposición.
Finalmente, su primer amor, la música, lo pudo expresar en el programa de radio Theme Time Radio Hour que condujo durante tres temporadas por una emisora de Internet.
Amnesty
Por los 50 años de la existencia de la ONG Amnesty International, acaba de editarse Chimes of Freedom, un álbum cuádruple en el que los más diversos artistas versionan temas de Dylan. Diana Krall, Miley Cyrus, Sting, Adele, Bad Religion, Maroon 5, Ziggy Marley, Joan Báez, Lenny Kravitz, My Chemical Romance, Jackson Browne y el Kronos Quartet, entre otros, suman 73 canciones con interpretaciones para todos los gustos.
Por Adriana Franco
Fuente: La Nación
Más información: www.lanacion.com.ar
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En el contexto de este nuevo regreso de Bob Dylan a Buenos Aires, justo en el mes en que se cumplen 50 años de la salida de su primer disco, esta semana se publicó en Estados Unidos un nuevo intento por abrazar el fenómeno. Lo firma David Dalton, periodista norteamericano, miembro fundador de la revista Rolling Stone y experimentado autor de biografías que lo han llevado a la cotizada lista de bestsellers de The New York Times. El libro se llama Who Is That Man? In Search of The Real Bob Dylan, y con mucha altura va sobrevolando la historia que ya se ha contado tantas veces en este medio siglo, para detenerse en varios de los momentos que, a falta de Internet, amplificaron, multiplicaron el mito.
Dalton intuye que su búsqueda es infructuosa, que en realidad no hay manera de saber quién es ese hombre, pero se divierte revisando momentos clave en la explosión de Dylan en los años ’60 y, desde ellos, cuenta la historia. La fase Woody del principio, sostenida por aquel mítico “traspaso” de la herencia folk de un Woody Guthrie convaleciente. El abucheo de los mismos fans folk en el festival de Newport, unos años después. La revolución eléctrica. El accidente en moto en plena Dylanmanía. Su desaparición. Su conversión. Sus mil reapariciones, cada vez más fuerte. El papa Juan Pablo II. Sus mil caras. Sus paranoias. Su actitud ante la prensa. Todo eso que encierra en una frase, sobre el final del libro: las variaciones del enigma.
Difícil contener a Dylan en una charla telefónica. Aquí, lo mejor de la entrevista exclusiva para Página/12 que David Dalton concedió desde su casa en las afueras de Nueva York.
–¿Cuál fue su premisa, teniendo en cuenta la cantidad de libros escritos sobre Bob Dylan?
–Creo que hay seis biografías hasta ahora y todas caen en lo que llamamos Dylanology, detalles sobre su vida y sus grabaciones. A mí me interesaba lo que me parece que le interesa a más gente, descubrir quién es Bob Dylan, quién es este personaje...
–¿Cuál fue su conclusión?
–Es la clase de persona de la que no podés escribir una biografía convencional, como si fuera la de Tomas Edison o la de George Bush, porque Dylan es la fusión de sus personajes de ficción, de sus canciones, con su propia vida. Básicamente es un personaje folklórico, y es por eso que estamos tan fascinados con él. De algún modo, es como el Correcaminos: apenas tratás de ponerlo en una caja, ya desapareció y se te convirtió en otro personaje.
–¿Por dónde encararlo, entonces?
–Más allá de lo que pensemos de él, esa mixtura de su vida privada y los personajes que inventa en sus discos ha generado su propia mitología, y yo decidí tomar esa mitología seriamente. Cuando leés sobre la vida de otras personas querés saber si algo realmente pasó o si esa persona lo inventó. En el caso de Bob Dylan, ése no es el punto, porque todas sus canciones son capítulos de su biografía.
–Pero en Who Is That Man? hay varios pasajes dedicados a revelar ciertos mitos, como por ejemplo el del encuentro de Dylan con su admirado Woody Guthrie, en su cama de hospital...
–Ese encuentro es totalmente ficticio. Woody Guthrie no sólo no podía hablar, sino que básicamente estaba paralizado, así que esa historia de que lo designó como su seguidor, su discípulo, por supuesto que no es verdad.
–Poco después se da otro punto de inflexión que usted analiza: el abucheo con que el público folk recibe al Dylan electrificado que actúa en el festival de Newport en 1965.
–Estuve en ese festival, era como una fiesta de la primavera; ése era el espíritu ahí, muchos chicos de joda. Para que se entienda, yo no era un fan de la música folk, pero escuché “Like a Rolling Stone” en la radio y decidí sumarme a unos amigos... ¡para ir a verlo tocar la guitarra eléctrica! Quizás haya habido algunos chicos abucheándolo, pero de verdad nada significativo. Dylan es muy bueno en tomar esos momentos y convertirlos en mitológicos: “el artista incomprendido”, “la chusma ignorante abucheando al genio”...
–¿Fue todo una gran mentira, entonces?
–Lo que pasó es que la gente escuchó sobre este incidente y los más fanáticos entendieron que debían ir a sus próximos conciertos a abuchearlo ¡porque se sentían traicionados! Entonces rápidamente se convirtió en una profecía cumplida, cosa que a Dylan le encantó. Dylan es parte de la maquinaria promocional-cultural básica de Estados Unidos. Aquí no existe la mala prensa: cuanta más controversia, mejor. Si tenés una película o una obra de teatro y la Iglesia la prohíbe o la gente dice que sos un traidor, eso inmediatamente te convierte en un héroe y todos quieren ir a verte.
–En otro momento, usted se entretiene con todo lo que rodeó el accidente en moto que Dylan sufrió en 1966.
–Es que la moto apenas si patinó. Esto sucedió a unos veinte metros de la casa de su manager. Pero hay que entenderlo, estaba exhausto y quería abandonar la gira que lo tenía de acá para allá. Por otro lado, su ídolo James Dean murió en un accidente, Hank Williams murió en un auto, los accidentes son una suerte de crucifixión en Estados Unidos. Y como nadie dijo nada, empezaron las especulaciones. ¿Daño cerebral? ¿Murió? Luego reapareció y pasó de mostrarse como un Hamlet en anfetaminas a lucir como un aspirante a rabino... Empezaron a circular versiones, todas bizarras. Que tenía un doble, que lo había capturado la CIA, que unos aliens lo habían raptado... En fin...
–Sólo en Estados Unidos.
–Estados Unidos es un país completamente falso, todas nuestras grandes invenciones son falsas. Las películas, las canciones, son todas ficciones. Por supuesto que tenemos grandes pintores, grandes novelistas, pero no como en Europa, ni siquiera como en Sudamérica. En Estados Unidos todo es una gran ilusión. Lo que Dylan ha sabido hacer es convertir lo falso en verdadero. Esa es su magia.
–Pero eso también es un arte, ¿o no lo cree así?
–Todo arte es fraudulento. El simplemente lo llevó a otro nivel. Hay que entender que originalmente estuvo asociado al movimiento folk, a la canción de protesta, eso le dio autenticidad. El era diferente a esos cantantes que no cantaban sus propias canciones, como Elvis. Y luego también se lo consideró parte del movimiento de rock apocalíptico. Ahora la gente se olvida de que en los años ’60 pensábamos que el rock podía cambiar el mundo. Era un movimiento revolucionario muy poderoso, intrínsecamente conectado con la guitarra eléctrica. La guitarra eléctrica fue la batería que cargó a una generación, y Dylan era el héroe de esa generación.
–El renegó de ese rol de vocero generacional, se alejó, no quiso participar.
–El explotó el movimiento de protesta. Su primer álbum para mí es brillante, pero vendió 600 copias y eso fue devastador para él. El quería ser como Marlon Brando o James Dean o Mohamed Alí, quería fama y respeto artístico. Para mí, “Blowin’ in the Wind” es desafortunadamente su canción más famosa: siempre me sonó falsa. Y después empezó a escribir otras canciones de protesta no menos falsas, como “The Times They Are A-Changin’” y todas ésas... La verdad es que, para mí, él es un moralista, nunca fue un activista político como lo es Joan Baez.
–Hoy puede parecer simpático, pero su negativa a participar en aquel entonces debe haber sido muy grave para mucha gente...
–Sí, claro, a la gente le molestó mucho que no dijera nada de la guerra de Vietnam. Se puede decir que está implícita en discos como Blonde on Blonde o John Wesley Harding, porque tienen un sentido apocalíptico. El no creía en ningún movimiento político. Siempre ha sido un moralista. Se lo criticó mucho porque cuando fue a China en 2010 no cantó canciones más políticas, pero pienso que eligió bien y que las que hizo fueron provocativas, mejores que las canciones de protesta por las que es tan famoso.
–El libro comienza con uno de sus encuentros con él, ¿cómo lo describiría en persona?
–Sólo lo tuve frente a mí dos o tres veces. Debo decir que mis encuentros no fueron más reveladores que todo lo demás que se puede saber de él. En persona, es extremadamente escurridizo, tal como lo es en sus discos. El es básicamente muy bueno en esconder quién es en verdad. Es un doble outsider, es judío de una pequeña y remota ciudad del norte del país, alguien que desde muy pequeño aprendió a no responder preguntas directas, nunca. Quizá como forma de protección, para evitar que le hicieran daño si revelaba sus pensamientos.
–Después de tanto tiempo, ¿diría que lo admira?
–Absolutamente, he visto algunos de sus shows más recientes y me pasó de todo. No pude creer lo malo que fue el primero que vi de esta serie y tampoco pude creer lo bueno que estuvo el siguiente al que fui. Para mí es un ídolo.
–Entonces este libro surge del amor, no es un trabajo con el que trata de revelar su lado oscuro.
–No, no... ¡me gusta hasta su lado oscuro! Creo que el Bob bueno es tan atractivo como el Bob malo: es un fenómeno. Todo sobre él es interesante. Es un milagro que todavía podamos seguir disfrutándolo y yendo a verlo, no importa que no le quede mucha voz o que sea de tal o cual manera. El es como Shakespeare, como Calderón, poder verlo sobre un escenario es alucinante.
–Entre Shakespeare y el Correcaminos: ahí hay espacio suficiente como para poder encuadrarlo ¡y cazarlo de una vez por todas!
–¡Absolutamente! Creo que Bob Dylan está compuesto por Bob Dylan, por sus canciones y por lo que sea que pensemos de él. Es una entidad, un fenómeno que trasciende la música popular.
Por Javier Andrade
Desde Los Angeles
Fuente: Página 12
Más información: http://www.pagina12.com.ar/
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Bob Dylan: por siempre joven
No sería raro que en unos años las Bootleg Series de Bob Dylan (los registros de sus shows grabados originalmente de forma pirata) edite cajas con meses enteros de presentaciones suyas. El bardo oriundo de Duluth, ya de 70 años, entiende cada show como un arte de la variación.
Desde 1988 está embarcado en una gira sin final. Dylan sostiene que hubo un “Never Ending Tour” -término acuñado por un entrevistador en 1989- pero que fue sucedido por giras llamadas “El dinero nunca se acaba” o “Simpatizante sureño”. Un chiste, claro, como la locución que abre todos sus shows desde 2002: parafraseando un sarcástico artículo periodístico, se lo describe con títulos como “la voz de la promesa de la contracultura de los ‘60.” En todo caso, es una gira hasta el final: Dylan no se ve distinto a tantos músicos de blues, folk, country y jazz que hicieron lo mismo. No le importa si es el Madison Square Garden, el Conrad de Punta del Este o la feria estatal de Arizona mientras esté arriba del escenario, “el único lugar donde soy feliz”, como confesó en 1997.
A mediados de los ‘80, Dylan sentía ajenas a sus propias canciones (“ya no podía hacer nada radicalmente creativo con ellas”) hasta que una noche de 1987, en Suiza, vivió un epifanía que lo llevó al plan actual: tocar mucho (desde entonces, ya pasó los dos mil shows) y reformular su manera de interpretar (explicado, combinando técnica con sanata, en su libro Crónicas Vol. 1 ).
Para motivarse, extremó prácticas habituales: no sólo varía un tercio del repertorio noche a noche (pasando a veces el centenar de composiciones por año), sino que puede modificar la tonalidad de los temas (no necesariamente por cuestiones de rango vocal), rearmonizarlos, cambiar melodías y letras (es célebre Visions of Madonna , en vez de Visions of Johanna , de una noche de 1999), o ampliar los espacios para los solos. “Puede ser la misma canción, pero encontrás cosas distintas que no habías pensado la noche anterior”, explicó en 1989.
Un tema que en un show tocó en la guitarra la fecha siguiente puede cantarlo desde el órgano -su instrumento principal hoy- como sucedió en 2008 en Buenos Aires y Rosario con Rainy Day Women #12 & 35 . Aunque no faltan varios clásicos, la mitad de cada setlist proviene de sus últimos quince años. La banda, capitaneada por el bajista Tony Garnier, el músico que más ha tocado con Dylan, es una versión mejorada de la de 2008 gracias al retorno del guitarrista Charlie Sexton.
“Dylan en un concierto es genial y en otro canta y le chupa un huevo todo”, opinó en 1993 un entendido en la materia, Charly García. Si bien hay noches mejores que otras y su voz a veces está más ronca de lo habitual, conviene rechazar dos lugares comunes. El primero, que hay que esperar a escuchar la letra para reconocer la canción. Además, ¿cómo todavía hay gente que dice que Dylan no canta bien? Su voz continúa sedimentándose con más de un siglo de música popular: escuchar su presentación en un homenaje a Martin Scorsese en enero, cuando lo conmovió cantando -hasta el momento, por única vez en el año- aquello de Nobody can sing the blues like... Blind Willie Mc... Tell.
Por Pablo S. Alonso
Fuente: Clarín
Más información: www.clarin.com
feliz cumple genio!!!♥
ResponderEliminarEs un gran talento!! Me gusta desde q era una niña.
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