“Es triste no haber resuelto ninguno de estos conflictos"
Cómo rescatar a seis estadounidenses ocultos en la embajada canadiense en Irán, luego de que Carter diera asilo a su ex monarca tirano y una horda revolucionaria traspasara las puertas de la propia embajada para tomar posesión de la sede y 52 diplomáticos más? Tan sencillo como creativo: echando correr la historia, con campaña de prensa incluida, de un apócrifa película de ciencia ficción a rodarse en Irán para ingresar "en territorio enemigo" y, en la confusión, traerse a los rehenes.
La historia ocurrió realmente y tuvo como protagonista a Tony Méndez, un agente de la CIA de carne y hueso, quien ideó la operación, la llevó a cabo con éxito y recién pudo compartirla con el mundo 15 años más tarde, cuando la administración Clinton desclasificó esos documentos de la famosa agencia de espionaje. Y dio el puntapié para que Ben Affleck, 15 años después, filmara su propia versión de los hechos en Argo, un película que combina registro de documental con policial de suspenso y chispazos de autoparodia al cinismo hollywoodense.
"La película es bastante fiel a los hechos", aseguró Affleck en las entrevistas previas al estreno, que en la Argentina tendrá lugar este jueves, y que muestra a la ex pareja de Jennifer Lopez en el rol de Tony Méndez (además de director); a John Goodman (Barton Fink, Educando a Arizona) como el experto maquillador John Chambers, y a otros destacados actores como Bryan Cranston (Breaking Bad), Alan Arkin (Pequeña Miss Sunshine), Kyle Chandler (Súper 8) y Victor Garber (Titanic).
"Creo que sería posible que se repitiera el mismo tipo de colaboración que se dio entonces entre la CIA y Hollywood", especuló Affleck, que para este film (el tercero desde que en 2007 decidió dar un vuelco hacia la dirección, con la premiada Gone Baby Gone (Desapareció una noche) se abocó a reconstruir palmo el contexto histórica de aquel conflicto, con la presidencia de James Carter en franca decadencia (acosado por la inflación y la crisis iraní, como se dio a conocer este conflicto) y el universo árabe apareciendo por primera en el horizonte de la opinión pública estadounidense.
"Recuerdo esa época muy bien", cuenta John Goodman, actor fetiche de los hermanos Coen. "De hecho recuerdo aquellos años como muy opresivos, atemorizantes. Nunca sabías qué podía pasar después. Y menos respecto a los rehenes que estaban en Irán, fueron años tristes y desalentadores."
Así, entre citas a Led Zeppelin (héroes del rock setentista) y al vestuario típico de la época (camisas de cuello ancho, pantalones Oxford, anteojos de marco grueso), Argo acierta en reconstruir un espíritu de época algo melancólico y otoñal que todavía sentía lejano el rejuvenecer colorinche de los años ochenta con la llegada de Reagan al poder y el relanzamiento de la industria del entretenimiento bajo consignas exististas y efectivas.
"Estoy seguro que era más fácil filmar en Irán en 1979 que intentarlo ahora", explicó Affleck cuando se le consultó sobre la posibilidad de haber rodado Argo en el propio lugar de los hechos: Teherán. "Ellos ya conocían el truco, así que hubiera muy difícil hacerles pisar el palito dos veces", graficó para la prensa y confirmó que primero habían decidido remplazar Irán por Turquía, lo que confirma la tirante relación que aún mantiene Estados Unidos con el país árabe más estigmatizado por su política exterior. "La historia se está repitiendo de alguna forma, muchas de las grabaciones de hace 30 años que revisé como investigación para este guión parecen exactamente iguales de lo que estoy viendo en televisión actualmente. Esto me hace pensar que es triste que no hayamos resuelto ninguno de estos conflictos", sostuvo.
Goodman, por su lado, en el papel de John Chambers (el legendario maquillador artístico interpretado por Goodman que supo ganarse un Oscar por su trabajo para El planeta de los simios, además de genialidades como las orejas puntiagudas del Señor Spok de Viaje a las estrellas) ofrece una visión cínica y autoparódica de Hoollywood. "John Chambers era realmente así", dice sobre su personaje que irradia humor y acidez cada segundo que aparece en pantalla. "Tuve oportunidad de conocerlo y confirmar mi idea", reveló.
Hay un momento muy gracioso durante la película en la que Chambers dice que hasta un mono podría cumplir su rol en Hollywood, incluso dirigir. La pregunta que surge inmediatamente es si eso se puede aplicar a Ben Affleck.
John Goodman: –No, claro que no. Él es mucho mejor que un mono, te puedo asegurar.
Bryan Cranston: – Mirá. Yo pienso que es cierto que una parte importante de lo que es dirigir una película corresponde a una correcta aproximación a lo que es actuar y el rol que deben tener los actores. Y eso está predeterminado en el guión. De hecho, los trabajos más fáciles que generalmente nos toca hacer tienen que ver con guiones perfectamente escritos. Por el contrario, cuando la historia es deficiente, vos tenés que salir a cubrirlo con tu actuación. Nada que ver con lo que nos pasó con Argo, donde cada momento dramática estaba muy bien marcado. Y donde simplemente tenías que encajar tu parte como si fuera un scrabble.
John Goodman: –Concuerdo. Ben establece un tono en el set que es muy relajado y confortable. Y que permite a todo el equipo dar lo mejor de sí y hasta arriesgar algunos pasos, sin temor a que luego te recriminen o se burlen de tu audacia.
Alan Arkin: –Como director, es muy meticuloso. Eso es algo que comprobé ahora, pero que ya me había dado cuenta viendo sus dos anteriores films. Su opera prima parecía hecha por un tipo con 15 rodajes encima. Y no, era Affleck en su primera experiencia ahí.
Entre los productores de Argo brilla el nombre de George Clooney, que también luego de sus muy buenas experiencias como director (Confesiones de una mente peligrosa, de 2002), le empezó a tomar el gustito a participar por fuera de la actuación. "Lo lindo de trabajar con George como productor es que ya sabe lo que es filmar una película, conoce por todo lo que tenés que pasar para sacar adelante un rodaje", elogió Affleck. "Viene oficiando de productor hace bastante y realmente me apoyó durante todo el proceso", completó.
Argo, recién estrenada en Estados Unidos con muy buenas críticas (obtuvo un muy buen promedio de 86 puntos), tiene ya un efecto inesperado: el interés del guionista original de la falsa película (en la que se basó el engaño) por realmente concretar el film. "Yo no voy a comprar los derechos para hacerla", aclaró Affleck. "Pero no descarto que aparezca algún interesado real." Una situación que, de concretarse, le daría un nueva vuelta de tuerca a esta historia. «
De muñeco ken a un mini clint eastwood
Los elogios de su amigo Matt. Hasta no hace tanto, Ben Affleck era uno de esos tantos actores "carilindos" en desgracia. Sus películas tipo tanques o blockbusters habían empezado a cortar pocas entradas (pecado mortal para un producto armado para la taquilla millonaria) y “Bennifer”, su resonado romance con Jennifer Lopez, era el hazmereír de toda la prensa chimentera de Hollywood. Gigli, la película que habían filmado juntos y estrenaron en 2003 fue un fracaso comercial (y de crítica) y ya nadie apostaba por la recuperación del ex protagonista de Armageddon, Pearl Harbor y La suma de todos los miedos, por nombrar algunos de sus films más famosos y exitosos. Sin embargo, sucedió: Ben Affleck dio un giro de 180 grados a su carrera y en lugar de actuar, pasó a dirigir sus propias películas. Pero con un talento tal, que muchos empezaron a preguntarse: ¿estamos ante un caso de talento tapado?
Veamos: Gone Baby Gone (Desapareció una noche), su debut como director en 2007, lo mostró seguro en su manejo de un policial seco basado en una novela de Dennis Lehane (el mismo de Río místico) y con su hermano Casey en el protagónico.
The Town (Atracción peligrosa), su segundo largo de 2010, abordó el thriller dramático y la acción callejera y obtuvo excelentes críticas: ya no se trataba de mera casualidad.
Y finalmente está el caso de la reciente Argo, sobre la famosa crisis iraní y su curiosa resolución, que confirmó lo visto antes: se estaba en presencia de un muy buen director con un gran futuro por delante.
"Es un tipo de talento monumental", lo elogió hace poco Matt Damon, su compañero y amigo en la ganadora del Oscar Good Will Hunting (En busca del destino). "Para mí es un caso parecido al de Clint Eastwood. Porque Clint hacía películas de tipos duros y la gente no lo tomaba en serio. Y miren lo que pasó después. Se convirtió en un ícono. Realmente siento que ese es el tipo de carrera que Ben va a tener."
Tal vez suenen un poco exageradas las palabras de su colega Damon, pero el antecedente está. Y es de esperar que Ben Affleck continúe entregando estas películas sobrias, humanas y clásicas, que saben obtener el visto bueno del público, pero sin caer en atajos. Se verá.
Críticas en canadá
El mes pasado, cuando el director Ben Affleck preestrenó su largometraje Argo en el Festival de Toronto, se encontró con una crítica inesperada: su film ponía demasiado énfasis en lo hecho por la CIA estadounidense y dejaba muy en segundo plano la acción del embajador canadiense en Irán, Ken Taylor, quien en la realidad histórica fue una pieza fundamental del rescate.
Fue tanto el malestar que Affleck levantó el teléfono y llamó al propio ex embajador (hoy un hombre de 72 años). "Le dije que entendía que era una película de Hollywood y que eran necesarias ciertas dramatizaciones, pero que nuestra participación había quedado un poco disminuida. Y la realidad es que la CIA fue un actor de reparto en todo esto."
Luego de pasar un par de veladas juntos con sus respectivas esposas, Ben Affleck se interiorizó un poco más del punto de vista canadiense del conflicto y finalmente le agregó el siguiente cartel a su film: "El involucramiento de la CIA complementó esfuerzos de la Embajada de Canadá por liberar a los seis rehenes en Teherán. Al día de hoy, la historia se mantiene como un modelo duradero de cooperación internacional entre dos países."
Fuente y Más información: http://tiempo.infonews.com
--------------------------------------------------------------------------------------------------
CRÍTICA DE ARGO: Como el cine clásico... y con destino de clásico
Argo (Estados Unidos/2012). Dirección: Ben Affleck. Guión: Chris Terrio. Con Ben Affleck, Bryan Cranston, Alan Arkin y John Goodman. Fotografía: Rodrigo Prieto. Música: Alexandre Desplat. Edición: William Goldenberg. Diseño de producción: Sharon Seymour. Distribuidora: Warner Bros. Duración: 120 minutos. Fue sólo por casualidad que el mismo día me tocó ver Argo y Casablanca (en ese orden).
Por supuesto, no se necesita volver a Casablanca para reconocer cuándo una película usa los mecanismos del cine clásico para llevarlos hasta su punto de máxima belleza, pero el doble programa fue igualmente revelador: después de todo, se tratan de dos películas que van a compartir la cartelera por la rara circunstancia (que invita a hacerse por lo menos un par de preguntas sobre la necesidad actual de mirar al pasado) de que los reestrenos se pusieron de moda, y de que un puñado mínimo de directores y guionistas como Clint Eastwood, Aaron Sorkin y, en este caso, Ben Affleck no dejan de retomar esa tradición para revitalizar un cine que muchas veces se pierde en la falta de precisión y nitidez.
En realidad, Argo es el nombre de dos películas: la tercera que dirige Ben Affleck, después de convertirse en un director prestigioso con Desapareció una noche (Gone, Baby Gone) y Atracción peligrosa (The Town), y una extravagante producción de ciencia ficción tipo La guerra de las galaxias que debía filmarse en Irán en 1980, y que sirvió como pantalla para que el agente de la CIA Tony Mendez (el propio Affleck) sacara con vida del país a seis rehenes que habían quedado varados y ocultos en la casa del embajador canadiense, después de que una multitud de revolucionarios atacara la embajada de Estados Unidos en Teherán para exigir la restitución del recién derrocado Sha, que había conseguido asilo político en ese país.
La historia está basada en hechos reales y comparte mucho del espíritu de Invictus en el hecho de celebrar y homenajear a la política ejercida por medios pacíficos, en este caso el ingenio y la creatividad en la invención de un plan bastante osado que evitó lo que podía haber intensificado un conflicto internacional ya bastante difícil (los rehenes de la embajada, que eran muchos más que seis, no fueron liberados hasta 1981 y el caso no sólo arruinó las relaciones entre los Estados Unidos y la nueva República de Irán sino que también tuvo su peso en la derrota electoral de Jimmy Carter contra Ronald Reagan).
Como pasaba en Casablanca, a Argo le interesa lo colectivo o al menos la actuación moral de un héroe en medio de un conflicto que lo excede, y por eso las dos películas no presentan a sus protagonistas sino después de varios minutos. Primero se nos pone en contexto con un relato ayudado de mapas, fotos, carteles, etc. -esos intermediarios entre la ficción y la actualidad en la que quiere insertarse- y luego se nos introduce en una acción tensa y algo caótica donde hay vidas en peligro.
Argo está tan bien filmada que es todo lo contrario de esos comienzos difusos en los que uno no sabe bien qué pasa y opta por no tratar de entender a los pocos minutos; al contrario, el mayor placer de la película proviene de su capacidad para anudar situaciones de tensión extrema alrededor de un detalle concreto, como un teléfono que suena en una oficina vacía y del que dependen varias vidas, o la velocidad con que se coordina una serie de acciones para permitir que un avión suizo despegue o no despegue (de nuevo, ahí está presente el final de Casablanca).
Pero Argo, a diferencia de Casablanca, no tiene ni pretende tener a un Rick Blaine de párpados melancólicos que se lleve todas las miradas: el Tony Mendez interpretado por Affleck pasa por un tipo común, a lo sumo un poco más osado y con una idea más amplia de lo posible que sus compañeros de la CIA (se sabe que inteligencia no es lo mismo que creatividad), que tiene como fondo difuso una separación reciente y un hijo que vive con la ex. Realmente no hay nada demasiado notorio en Tony Mendez, un héroe tan anónimo que el gobierno tuvo que premiarlo en secreto (salvo porque Ben Affleck con sus primeras canas y una barba crecida es una belleza de principio a fin, con un toque juvenil en el flequillo que hace juego con su idea de la película sci-fi), pero en lugar de sentirse como una falta eso cobra sentido cuando se piensa a Mendez como el héroe americano promedio que una secuencia de regreso al hogar con bandera de fondo deja más que claro.
Y de hecho los personajes más atractivos de la película son los productores de Hollywood a cargo de Alan Arkin y John Goodman, que le reponen al “basado en hechos reales” esa otra mitad de fantasía en un mundo de cartón con sus propias reglas -primero que nada, saber mentir, vivir actuando- que se parece tanto a la política, sólo que con un tono más lúdico y festivo, y que termina por filtrarse e intervenir sobre la realidad de una manera tan extraña. Acá no hay historia de amor como la de Ben Affleck y Rebecca Hall en Atracción peligrosa (y mucho menos como la de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca), pero sí hay un romance con el cine que ocupa ese lugar y pone toda la emoción en un relato que de otra forma podría resultar un poco impersonal o frío. Esa fascinación con el poder de las ficciones no deja de reconocer, sin embargo, en otro personaje secundario bastante desarrollado como es la ama de llaves iraní del embajador canadiense, que la realidad tiene destinos menos gloriosos que el cine: esa subtrama le pone una gota bienvenida de amargura al conjunto y refuerza esta idea, tanto del cine como de la aventura, como máquinas plurales que dependen para funcionar hasta de sus partes más deslucidas, y si Argo es una de las mejores películas del año es porque a esto, que parece tan simple, hay que tomar mucha sopa para saber filmarlo.
Por Marina Yuszczuk
Fuente y Más información: www.escribiendocine.com
Las joyas de la abuela
“Tenía 8 años, estaba echado en mi cama, cuando de pronto el mundo se me dio vuelta, sin aviso: el piso se convirtió en el techo y el techo en el piso. Al igual que mi primer gran ataque de epilepsia, los infinitos que le siguieron definieron mi infancia y buena parte de mi vida, llegando con violencia, con tanta fuerza que di por hecho que no llegaría a la adultez. Forzado a quedarme en cama, en nuestra casa suburbana en Mission Valley, San Diego, mi vida volvió a cambiar. No podía moverme, no tenía televisión en mi habitación, no se habían inventado los videojuegos ni los iPads, así que estaba por las mías. Y entonces leí libros. Muchos libros.” Libros como la serie de novelas juveniles El gran cerebro, sobre un chico que hace dinero comprando y vendiendo cosas con historias interesantes. O la historia de las baterías. O la de los alquimistas. O la el envenenamiento por mercurio. “De todo.”
Así arranca la autobiografía de Rick Harrison, License to Pawn: Deals, Steals and My Life at the Gold & Silver (“Licencia para empeñar: negocios, estafas y mi vida en el Gold & Silver”), la “leyenda originaria” del protagonista de uno de los programas de cable inesperadamente más populares del mundo en este momento: El precio de la historia. Quien conozca de hacer zapping a la familia Harrison (Rick, su padre, el patriarca al que se conoce como El Viejo, y su hijo Corey), probablemente se sorprenderá al enterarse de que El precio de la historia es el tercer programa más visto del cable en América latina cada vez que estrena un capítulo. Un fenómeno de popularidad casi idéntico al que tiene en su país, donde lo ven más de siete millones de personas, y los Harrison, hasta hace tres años unos desconocidos, hoy son estrellas que casi no pueden andar por la calle. Acá se vio confirmado hace unas semanas, cuando Rick y su hijo visitaron Argentina en la primera salida promocional fuera de EE.UU., y convocaron a miles de personas el Mercado de Pulgas de Dorrego y Niceto Vega.
Las razones de su éxito local son un misterio, al menos más allá de lo que está a la vista: una fórmula de una eficacia típicamente norteamericana en su producción, que combina una modesta, pero funcional misión didáctica, con la divertida dinámica de un reality show; lo que algunos productores llaman Laugh & Learn TV. Todo el asunto transcurre en el interior del Gold & Silver Pawn Shop, la casa de empeños que los Harrison manejan en Las Vegas desde hace más de veinte años. Las breves, pero impecables lecciones de historia se originan en los productos que los clientes llevan al local para empeñar o vender: su procedencia y la anécdota personal sobre cómo el vendedor se hizo de él. Mediante un aceitado, pero sencillo mecanismo de puesta en escena y basado en el carisma, la calidez y la natural simpatía de Rick Harrison, entramos no sólo al negocio sino a la comedia real de la interacción entre tres generaciones de Harrison (y el amigo de Corey de toda la vida, el no muy iluminado Chumlee): “Lo mejor del negocio es trabajar con la familia –dice Rick–, y lo peor del negocio es trabajar con la familia”.
Las razones del éxito de su programa en EE.UU. son más evidentes. Rick había intentado vender la idea para su programa, sin suerte, a HBO, cuando en 2009 lo llamaron de la productora neoyorquina Leftfield Pictures, quienes se encargaron de venderle el piloto a The History Channel. Finalmente, el momento para Pawn Stars (“Las estrellas del empeño”, título original de El precio de la historia) había llegado con la crisis que sacudió a Norteamérica en 2008, y que de pronto puso a muchas familias a revisar sus sótanos en busca de esos cachivaches que ya hasta habían olvidado que tenían, y que acaso tuvieran algún valor de mercado. Así, aparecen cosas como anillos del Super Bowl, un vinilo autografiado por el mismísimo Bob Dylan (que es fan del programa), juguetes, primeras ediciones de revistas, videojuegos, medallas olímpicas, trajes de astronautas, antiguos encendedores Zippo, alhajas (de oro, y ocasionalmente, alguna hecha de huesos humanos) o, en la nueva temporada que debuta hoy, cosas como un álbum de fotos firmado por el general Patton, o una rara grabación de Martin Luther King Jr. Rick mantiene un inquebrantable código de transparencia en su negocio: no engañar a quien llega con una joya sin saberlo, no meterse con material de orígenes dudosos –como memorabilia nazi– y comprar armas de fuego sólo si son antiguas: “No tomo las modernas porque es un tema difícil en EE.UU. –le explica a Radar–. Si viene un tipo joven que se ve un poco extraño, no podés decirle que no mientras que a otros les decís que sí: o vendés armas o no las vendés, y punto, así que preferimos no hacerlo.”
La inestabilidad económica ha sido, después de todo, el origen de la casa de empeño. “Hasta los años ’50 las casas de empeños fueron el principal sistema de crédito para los norteamericanos –argumenta Harrison–. El 20 por ciento de la población adulta de EE.UU. no tiene una cuenta bancaria ni cómo conseguirla. Por eso las casas de empeño son una de las formas más antiguas de bancarización: los clientes entregan un ítem personal por un préstamo de, en promedio, unos 50 dólares, y un plazo para reclamarlo por el monto prestado, más un interés. Cumplido ese plazo, si no se recupera, nadie te pone en una lista de deudores, ni te persigue para romperte las piernas, ni te rebotan los cheques: simplemente perdiste lo que empeñaste.” Hay casos notables, dice, como cuando hay una pelea grande de box en Las Vegas: “Viene mucha gente que apuesta más de lo que puede perder, así que al terminar la pelea traen sus joyas por efectivo. ¿Quiénes compran esas joyas? Los cafishios, porque si los arrestan les confiscan el efectivo, que fue obtenido ilegalmente, pero no las joyas, que pueden mandar a vender por la mitad de lo que pagaron –es decir, mejor que una joyería– y con eso pagar sus fianzas”.
El programa forma parte de todo un subgénero (que integran otros como American Pickers o Cash in the Attic: “dinero en el ático”) y ha generado imitadores (Hardcore Pawn) y derivados, como Los restauradores, la versión Louisiana de El precio de la historia y otras. Efecto de la larga estela de recesión y desempleo, el programa no busca regodearse en la miseria ajena, y es por eso que se ven muchas más operaciones de venta que de empeño: “La gente que empeña no quiere salir en cámara –dice Rick–, ya que si está empeñando es porque está en la lona, está atrasada con el alquiler o algo así. Pero no hay que prejuzgar: hay gente que se presenta con pinta de homeless que de pronto saca 4 mil dólares de adentro de una media y compra la joya más cara de la vidriera. Pero lo interesante nunca es mostrar a los que la están pasando mal; sino el material bizarro que nos llega, las cabezas de búfalo y sus historias. Eso es buena televisión”.
El precio de la historia estrena los domingos a las 23,por The History Channel.
Por Mariano Kairuz
Fuente: Radar
Más información: www.pagina12.com.ar
Por Alfredo Barnechea.-
Estamos en las vísperas del centenario de Fernando Belaunde.
No hay que olvidar las condiciones de su infancia: exilio, debido a la oposición familiar a Leguía. Le dio una educación escolar de nivel mundial, en el corazón de la civilización de Occidente, Francia, pero al mismo tiempo, interminables sobremesas alimentadas por la nostalgia inmensa del Perú.
Luego la universidad, en Texas, en el otro polo de esa civilización occidental, Estados Unidos.
Regresa en 1935, a los 23 años. Dato muy importante: no está mezclado, envenenado sería quizá la palabra, de los fragores de la sorda guerra civil peruana entre el Apra y el sanchezcerrismo.
Pero, además, dato igualmente clave: trae en la retina el ejemplo de Roosevelt, que comienza a sacar a Estados Unidos de la recesión. Ejemplo del poder de la política cuando es razón pública al servicio de los ciudadanos.
Por ello está tan emparentada con la educación, a la que FBT se dedica casi inmediatamente, junto con su oficio de arquitecto.
Y en respuesta a su nostalgia, y siguiendo los trazos de Riva-Agüero, comienza sus recorridos por el Perú. ¿Qué encuentra?
Ante todo, la huella de una vialidad integradora. Asociada a ella, la ecuación hombre-tierra. Y sobre todo el trabajo mancomunado, la minka, que le inspiraría luego Cooperación Popular. Años después, en Chincheros, diría: “En cada villorrio hago la pregunta: ¿quién hizo el templo, la escuela, los caminos?”. Y la respuesta le llegó, “como el eco de una marcha triunfal que encierra la historia del Perú de ayer y de hoy y la profecía de mañana: el pueblo lo hizo…”.
De esos viajes se le impuso la visión que el Perú no era solo un territorio, una historia, una civilización trunca, sino un proyecto. Una “doctrina”.
Esa intuición le permitió escapar de los encierros de las ideologías de la guerra fría, y proponer un sueño centrista. ¿Cuáles eran sus líneas esenciales?
Había que conquistar físicamente el territorio. Integrarlo. Eso sería, como en el pasado, un esfuerzo mancomunado del Estado y el pueblo, lo que hoy se llamaría la sociedad civil. Y todo debía hacerse, aun a costa de demoras, en democracia, dentro de grandes partidos populares. Su padre, Rafael, había dicho en 1945: “las masas se combaten con las masas”.
En 1956, los jóvenes del Frente Nacional de Juventudes que lo quisieron como su candidato, no tenían detrás nada: ni el poder del dinero, ni la fuerza de las bayonetas, ni el auspicio de grandes periódicos. Solo tenían, en el corazón, ilusiones, y en las manos otra vez nada, salvo una bandera. Pero siete años después, Fernando Belaunde estaba en Palacio de Gobierno.
Cuando, mucho tiempo después de 1968, me puse a estudiar ese gobierno, me quedé asombrado de la magnitud de sus realizaciones.
Incorporó una región entera, antes solo arañada por los misioneros, al territorio efectivo de la patria.
A cada kilómetro de vías, mil hectáreas ampliaron la frontera agrícola.
A lo largo de la Marginal, un proyecto no solo peruano sino sudamericano, se ha descubierto después los grandes yacimientos de hidrocarburos: Camisea, Casanare en Colombia, Lago Agrio en Ecuador. Allí residen también las grandes fuentes hidroeléctricas.
Las irrigaciones: Tinajones, Aguada Blanca, Gallito Ciego, entre tantas.
Dos tercios de la electricidad peruana los prendió Belaunde.
Bien contadas, construyó directa o indirectamente centenares de miles de vivienda.
Pero no es solo historia sino que el espíritu de lo que hizo Belaunde tiene hoy, todavía, una extraordinaria actualidad. Desde 1959, cuando publicó “La Conquista del Perú por los peruanos”, mucho se ha hecho. Pero esa conquista es todavía una obra inacabada. Por ejemplo, el Sur Andino es una tarea pendiente del Perú. Interoceánicas, gasoductos, polos petroquímicos… Tenemos que hacer por él algo semejante al esfuerzo “oriental” de Belaunde.
La Cooperación Popular, torpemente abandonada por todos, sigue siendo un instrumento ejemplar.
Y el activismo democrático, el activismo desarrollista, es lo que el Perú necesita, y no este paralizante “piloto automático” de todos los últimos gobiernos (Toledo, García, Humala), que parecen creer que solo la buena macroeconomía (y la buena fortuna de los precios internacionales) obrará el milagro del desarrollo.
En el colegio, podía repetir de memoria, frase por frase, su discurso de Punta del Este. Luego descubrí a Haya de la Torre y mi instintiva socialdemocracia creyó encontrar un cauce popular. Fui un episódico opositor de Belaunde, pero luego, cada viaje por el Perú me devolvía a lo extraordinario de su legado. Tuve el raro, y sin duda inmerecido privilegio, de haber sido amigo muy cercano de los dos grandes líderes políticos del siglo XX peruano.
A partir de 1985 vi a FBT, creo, cada semana. Tuve el honor que viniera innumerables veces a mi casa, y yo lo visitaba en su altillo, lleno de mapas y libros sobre el Perú. Esperaba con ansiedad cada encuentro, de los que salía siempre renovado, sabiendo algo más de Piérola, o la altura de algún abra, o un viajero extranjero que aún desconocía. Diez años después, como extraño esas conversaciones. Pero me quedan los viajes por el Perú, donde a cada paso encuentro una obra, un recuerdo de Belaunde, y veo cómo el tiempo engrandece la figura del arquitecto que tuvo el oro a sus pies pero jamás se arrodilló a recogerlo.
El gorro de este interesante site de cine reza: "La película como objeto poético. Como una experiencia única y mágica".
Un target elevadísimo al que apuntan muchos críticos de cine en todo el mundo; y que exige una sustanciación permanente, documentada, audaz; más áun cuando el centro de interés lo constituye el cine avant-garde, experimental, underground e independiente que envejece rápidamente.
DESISTFILM es una revista virtual de cine, bilingüe, editada por los críticos de cine peruanos Mónica Delgado y José Sarmiento y con colaboradores críticos de todas partes del mundo. Su comité editorial está integrado por luminarias del oficio como el australiano Adrian Martin, la francesa Nicole Brennez, los argentinos Eduardo A. Russo y Lorena Cancela y el peruano Emilio Bustamante
Su segundo número es nutrido y riquísimo. Con un dossier imperdible sobre el cine japonés underground de los 60´ y 70´ (las tendencias ero-sen, pink-eiga y demás hierbas radicales) y sus grandes exponentes (Yoshida, Matsumoto, Suzuki, Wakamatsu y Tetsuji Takechi) que las nuevas generaciones deberán descubrir.
Asimismo se puede encontrar un TOP 50 de las mejores películas avant-garde de acuerdo al gusto de los editores y colaboradores de esta interesante revista virtual.
A leerla http://desistfilm.com/
Oscar Contreras Morales
Hace unas semanas -mientras esperaba a una amiga en el cine- tomé un número de BUEN SALVAJE la flamante revista de literatura y cultura cuyo primer número circula gratuitamente. Y me detuve en un artículo titulado CINEMA ODISEA firmado por José Tsang (http://revistabuensalvaje.files.wordpress.com/2012/09/buensalvaje_n1.pdf). Confieso que nunca había leído tantas medias verdades y lugares comunes alrededor del cine peruano.
Tantas adjetivaciones dentro de una misma infografía alrededor del peregrinaje, los intereses y las posibilidades de los nuevos cineastas peruanos en su intento por dirigir o producir una película. A la manera de un instructivo o esclarecimiento. Como si un profesional en ciernes necesitara una cartografía para conducirse por la vida. Como si debiera advertírsele sobre los riesgos, peligros, injusticias, mieles, sabores, sinsabores, transas y consensos a los que deberá enfrentarse inexorablemente.
Rousseau decía que la peor manera de hacerle perder el miedo a los niños era asustándolos. Y creo que Homero no visualizó La Ilíada o La Odisea -o la moral de sus personajes- a partir de un cuadro sinóptico reduccionista. De cualquier forma el documento salpica un sinnúmero de clichés, a saber:
“Cine festivalero” (ojo, el cine de Joe Werasethakul es festivalero); “pedigrí nacional e internacional” (el del perro cine peruano); “moral punk” (pregunto ¿por qué no moral hippie, moral mod, moral heavy, moral rasta, moral grunge, moral hip hopera, moral cumbiambera, moral salsera o moral mulizera?); “obra maestra comercial” (¿por qué no obra maestra a secas? o ¿hay un problema con ganar plata y filmar una película lograda?); “mamarracho mercantilista” (por oposición, “mamarracho socialista”); “… ese subgénero del cine peruano de calatas y lisuras…” (ya, las de Leonidas Zegarra ¿y cuáles más?); “la pornomiseria” (¿?); “… filme digno que recibe premios o que, lamentablemente, pasa sin pena ni gloria por el público y los festivales…” –y cita el autor- “LA TETA ASUSTADA, PARAÍSO, CUATRO y TARATA”. Conviene recordar que TARATA es una cinta negada en todos sus extremos; y LA TETA ASUSTADA pasó por varios festivales internacionales y ganó otros tantos. Y si bien no fue un fenómeno de recaudación y asistencia es más que “una película digna” (Oso de Oro de Berlín y candidata al Óscar a Película No Hablada en Inglés, nada más y nada menos).
Sigue diciendo el autor de la nota:
“… la libertad del amateurismo virtuoso…” (digo que Steven Spielberg, P.T. Anderson, Johnnie To y los Hermanos Dardenne son virtuosos, son libres y no necesitan desenvolverse como “cineastas amateurs”; por el contrario, son directores curtidos, que han consolidado su estilo a partir de la experiencia: y siguen experimentando); “… el circuito agotador y controlador de los fondos estatales y europeos…” (el mismo circuito de fondos estatales y europeos que financian las películas de Lisandro Alonso, Bruno Dummont y Abbas Kiarostami, conspicuos exponentes del “otro cine”).
Finalmente el autor pondera la mística del “cine de guerrilla” (¿?) y le da la bienvenida a aquellos realizadores que opten por esta ruta. No se asusten, no es un cine apologista de Sendero Luminoso, no. Es un cine que toma por asalto el sistema de realización y producción de películas hasta ahora conocido (con sus virtudes, vicios, ventajas y vilezas); lo destruye para negarlo; y funda un nuevo orden: el de la ética y estética “honesta” pero hermética, centavera y solipsista (“… tu presupuesto puede ir de 50 a 10,000 dólares…”). El problema del “cine guerrilla” es que sólo puede ser visto por los allegados del director. Es absolutamente minoritario y transita por la delgada línea del fracaso, lo insubstancial, lo ridículo y/o la genialidad.
El gran problema del “independentismo” creativo es que todos quieren ser Godard. Hasta los analistas que lanzan panegíricos y quieren tener el orgullo de descubrir (por fin) al poeta maldito del cine; que acabe de una vez con un estado de cosas tan mediocre como el que nos ha tocado vivir. “Los independientes” quieren vivir los sesenta, el Mayo del 68’ y demás hierbas. Y no se dan cuenta que el tiempo pasó. No hay más mayo parisien, ni maoísmo, ni plastiqueurs. Hay crisis financiera mundial, recesión, inflación, globalización, negocios mundiales, movilidad social, emergencia económica en países como el Perú, conflictividad social, infraestructura deficitaria, degradación ambiental, etc. El mundo necesita cine, refugios, puertas a través del arte, inspiración, substancialidad.
Está claro que el derecho del autor del artículo es expresar su gusto y se respeta. Pero el esquema o infografía que propone no arroja luces sobre la conclusión final; sobre la legitimidad del “cine guerrilla”; por tanto es una arbitrariedad.
“¿Qué hay que hacer para filmar una película en el Perú?” Desde mi humilde lugar: vivir, leer, filmar, equivocarse, acertar, ganar y perder. Y no tomar tan en serio el artículo CINEMA ODISEA.
http://www.letraslibres.com/revista/dossier/medio-siglo-de-la-ciudad-y-los-perros?page=0,0
I
Un libro es muchos libros. Es un objeto, es una metáfora, es un mundo finito (el número de sus páginas) y es un mundo infinito (la literatura que se prolonga y nunca se acaba). En el caso de La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, que en este 2012 cumple cincuenta años de existencia –motivo de una edición conmemorativa recién lanzada por la Real Academia Española, la Asociación de Academias de la Lengua Española y Alfaguara–, ese libro, que estaba llamado a adueñarse de una trayectoria excepcional, fue también muchos libros. En principio, y como lo ha aclarado su propio autor, se comenzó a escribir en el otoño de 1958, en Madrid, en una tasca de Menéndez y Pelayo llamada El Jute, que miraba al parque del Retiro, y se terminó en el invierno de 1961, en una buhardilla de París.
El manuscrito –señala Vargas Llosa– estuvo rodando como alma en pena de editorial en editorial hasta llegar, gracias a mi amigo el hispanista francés Claude Couffon, a las manos barcelonesas de Carlos Barral, que dirigía Seix Barral. Él lo hizo premiar con el Biblioteca Breve, conspiró para que la novela sorteara la censura franquista, la promovió y consiguió que se tradujera a muchas lenguas.
Estas informaciones están cargadas, todas ellas, de significación. Más allá del hecho, bastante más común de lo que sería deseable en el desarrollo de la literatura, de que el original de la novela fuera rechazado por varios editores, su proceso de escritura, su descubrimiento y su aparición configuran un tránsito que obedece, en cada una de sus etapas, a una época específica, a un cuadro histórico circunscripto y reconocible. Es el cuadro de los primeros sesenta en América Latina y España, un cuadro en el que el entonces joven de 27 años Vargas Llosa se inserta y, por extensión, inserta a La ciudad y los perros, que mientras aguardaba a quien osara publicarla no se titulaba así sino Los impostores. De ahí que la novela estuviera destinada a convertirse –como se intentará demostrar en estas líneas– a la vez en el punto de partida y en el epítome literario de una época. En este final de párrafo se hace necesario insistir: un libro es uchos libros.
II
América Latina se adentra, por esas fechas, en una crisis muy marcada por la tensión bipolar que genera en el continente la Guerra Fría, por la onda expansiva que provoca la Revolución cubana, por el agotamiento y el intento regenerador de las versiones de los populismos, por unas economías que comienzan a asistir a la merma del enriquecimiento que generaran las guerras europeas. Tales hechos se acompañan de un fenómeno colectivo que ocurre con mucha frecuencia en el continente. Por un lado, se (re)vive un optimismo que enciende sus energías creadoras –y que en el Brasil, por caso, encuentra su expresión más empinada en la edificación de Brasilia–, y, por otro, (re)aparece el pesimismo acerca de las propias potencialidades –que en Argentina, por caso, acabará por enterrar los vestigios liberales en una sociedad de clases medias–. Alternados y cíclicos, uno y otro impulso se dan la mano hasta desembocar, a poco andar, en la rueda del militarismo, las guerrillas, las dictaduras y la radicalización de las ideologías. En ese caldo de cultivo, y en una fecha imprecisa que podría situarse en algún punto de la década de los sesenta, se perfilará la generación de escritores que se conocerá como la del boomliterario latinoamericano. Y, en ese clima, muchos de esos escritores partirán al exilio, forzado o voluntario. Entre ellos, uno de nombre Mario Vargas Llosa: abandonaría su Perú natal en 1958 y no regresaría hasta 1974, cargado con la fama que le llegó desde una edad temprana. Una vez más, en esa vuelta de esquina, aunque con distintos ropajes, se (re)plantearía la tensión entre cosmopolitismo y americanismo, orígenes europeos y orígenes transplantados, que con frecuencia incentivara las relaciones entre las literaturas iberoamericanas.
España, por su parte, vivía los tiempos del “tardofranquismo” y se aproximaba a cancelar una etapa oscura de su historia. Allí destacaba, en Barcelona (ciudad que se volvería un centro cultural irradiador por su cercanía europea y por servir de cobijo para intelectuales y escritores), el sello editorial Seix Barral y el nombre de Carlos Barral, su director. Barral fue una figura fundamental en la España de esos años, al comandar una casa que ayudó a que las vanguardias europeas circularan en el país, que renovó allí el paisaje de las ideas y que apostó por acentuar el vínculo entre las literaturas latinoamericanas y la española. Fue Barral, precisamente, y como lo reconoce el propio Vargas Llosa en las declaraciones suyas citadas más arriba, quien rescató el manuscrito de lo que todavía se titulaba Los impostores, logró que en 1962 ganara el Premio Biblioteca Breve que otorgaba la misma Seix Barral y lo publicó en 1963 ya como La ciudad y los perros. Ese era, y lo continuaría siendo por algún tiempo, el más codiciado de los galardones literarios en lengua española. Tiempo después, en las páginas de sus continuados volúmenes autobiográficos, Barral recordaría con cariño la irrupción del jovencísimo Vargas Llosa en su entorno personal y profesional y se referiría a su disciplina escritural como la de un “trabajo monástico”. Por cierto, Barral también dará explicaciones sobre lo que de verdad aconteció con el original de otro manuscrito famoso, el de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, que supuestamente él no aceptó.
El otro galardón importante era, por ese entonces, y con el patrocinio compartido por varias editoriales europeas, el Premio Formentor (en el que Barral jugaba un papel principal como inspirador y agitador), que en 1961 había premiado de forma conjunta a Jorge Luis Borges y Samuel Beckett. Así las cosas, y en ese escenario, y más allá del interés económico que comenzaba a imponerse como objetivo mayor en el ramo de la industria editorial (que acabaría por llevar al propio Barral a un callejón sin salida), o de cuestiones coyunturales como el empuje de la Revolución cubana (que enredaría y confundiría a varios protagonistas del boom), o de asuntos de alcances universales, como el inminente estallido del 68 como impositivo annus mirabili dinamizador, el movimiento reunió a los escritores de uno y otro lado del Atlántico. En un espacio estético común, los presentó unidos a la sorpresa del mundo lector y ayudó a que la literatura española se ventilara y a que la latinoamericana se expandiera. Cómodos en (y con) la madre literatura, carnales en el uso que hacen de ella, felices con la corriente eléctrica que les transmite, aplican –tácita o explícitamente– su economía de reflexión en unos libros que comentan al mundo y, además, se comentan a sí mismos. Cabe recordar que la traducción española de Grande Sertão: veredas apareció en Seix Barral, que más tarde publicaría también el volumen de cuentos Primeras historias, y que a partir de allí Guimarães Rosa (un adelantado del boom por la índole emancipadora de su gran novela) entró derechamente en el canon de las letras iberoamericanas, dando un lugar al Brasil en ese proceso intercontinental. Desde las épocas de Rubén Darío y el modernismo catalizador no ocurría algo semejante. Si La ciudad y los perros no abrió las compuertas de tal proceso, fue sin duda una de las obras que más las empujó. En efecto, un libro es muchos libros.
III
Toda obra de arte es una revancha de la voluntad contra la fatalidad. La ciudad y los perros, como libro que es muchos libros, participa de esa sentencia. En principio, esa historia que narra una intensísima tranche de vie de cuatro muchachos peruanos alumnos del colegio militar limeño Leoncio Prado (el mismo en el que Vargas Llosa estudió) encierra, en sí misma, una reflexión acerca de la palpitación inconsciente y el papel determinante de la fatalidad en el humano acontecer. Las vueltas atrás en el curso de las narrativas, los encadenamientos subterráneos que las entretejen y los monólogos directos o indirectos de Alberto y del Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo, que alimentan y organizan el material y su entramado, con su maniática concentración interior, y sus graves cadencias de elegía de unas conciencias puestas a revelarse en sus intrincadas transiciones, así lo testifican. De ahí que los protagonistas no sean exactamente protagonistas sino agonistas, antihéroes: parecen cargar con unos destinos ya trazados y que ellos intentarán desviar o enmendar o corregir o aceptar. Tan es así, que una de las razones por las cuales el lector cumple su deseo de vivir en la novela, y con ello satisfacer su ansia de transformar y acaso anular temporariamente la insuficiencia de su propia vida, radica en la manera en que siente el peso de humanidad que la permea y recorre. El mal que el autor insufla en la fatalidad de los hechos que encadena y el sordo rumor con que logra sostener cada página hacen que el lector descubra que en la novela sea tan importante lo que se dice cuanto lo que no se dice. Los temas recurrentes del fanatismo y la intolerancia, por su lado, al estimular una atmósfera de sospecha, venganza y castigo interligados, atizan una tensión que no hace más que crecer y avanzar, implacable.
Hay un hecho que contribuye mucho a enriquecer la dimensión humana que ayuda al establecimiento del pacto entre el lector y la obra. La novela cuenta, antes de nada y sobre todo, un rito iniciático. Se trata, en efecto, del pasaje arquetípico de la adolescencia a la juventud o, en otras palabras, de la inocencia a la corrupción. La verdad de su asunto, entonces, es una verdad compartida por todos nosotros, lectores: el tránsito mítico de una a otra de nuestras etapas vitales con sus expiaciones y sus reconciliaciones, sus terrores y sus laberintos. Por algo el momento más dramático se alcanza en la convergencia de todos los momentos que componen la novela como un sistema de “vasos comunicantes”, para emplear una expresión acuñada por el propio autor. Más aún: Vargas Llosa descubre en cada uno de su cuarteto de peruanos al hombre, y en cada hombre al testigo y la víctima. Es como si el escritor, desde el influjo que sobre él ejercen las sombras faulknerianas (el repiqueteo épico de la conciencia), malrauxianas (las ambigüedades morales que atraviesan las decisiones personales) y sartreanas (el discurso literario como denuncia y liberación) que por entonces lo acosan, oyera la respiración del universo y, según el clásico, la tradujera en palabras, palabras y más palabras. Palabras que tienen una doble realidad: una física, material, y otra metafísica, inconsútil. La inteligencia de Vargas Llosa se hace evidente cuando se repara en la ambición literaria que sirve de envión al proyecto, en el denuedo con que pone en práctica la idea norteamericana de la novela como técnica y dominio y maestría, en la capacidad crítica para mirar de reojo lo que narra y en ese mirar comentar y sopesar y valorizar sus materiales, retorciéndolos y engrandeciéndolos. Bautizarse escritor implicaba, para Vargas Llosa, tener algo que decir y saber cómo decirlo. La literatura era para él, y desde fecha tan temprana como 1962, esencialmente problemática. Vargas Llosa debió ser, de niño, y como él mismo lo ha expresado, algo de Alberto y el Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo; pero esos personajes pertenecen por entero a la madre literatura: no se salen de un libro que es muchos libros.
IV
Un libro es, sí, muchos libros: leemos de manera distinta un mismo libro en cada época de nuestra vida. Alojada, como todo gran libro, en las profundidades de la conciencia personal, vuelta experiencia que hemos hecho propia, La ciudad y los perros resiste airosa el paso del tiempo y se apodera, hoy como ayer, de su lector por su áspera convicción estética y moral y por su íntimo poder de convicción emocional. Vargas Llosa acertó al elegir el que quizás sea el axioma rector de su novela: nos entendemos mejor (Alberto y el Jaguar, el serrano Cava y el Esclavo se entienden mejor) en la medida en que aprendemos, si es que logramos aprender, a comprender nuestra historia.
V
Vuelta a lo mismo: un libro es muchos libros. Escribo este artículo en São Paulo, Brasil, y descubro que una primera traducción al portugués de La ciudad y los perros (publicada por la editorial Objetiva, y de la que consulto la quinta edición, de 1991) hecha por Milton Persson, osó titularse Batismo de fogo y convirtió sin más trámites a Alberto en el Poeta y al serrano Cava en Triplé. En 2007, Alfaguara dio a conocer otra traducción al portugués de Brasil, que es la que circula ahora en el país, que sensatamente se titula A cidade e os cachorros y que, firmada por Samuel Titan Jr., es sin duda otro libro, un libro autónomo, un libro con fuerza propia: su sabiduría y su sensibilidad al volcar el texto originalasí lo atestiguan. ~
http://idl-reporteros.pe/2012/08/23/columna-de-reporteros-94/
La semana pasada murió un soldado: el general EP Gonzalo Briceño Zevallos, el fundador de la Escuela de Comandos del Ejército, cuyo predicamento dentro de su institución se basó tanto en la destreza militar como en el ejemplo moral.
Escribo esto y temo que suene al lugar común de los elogios fúnebres, donde virtudes ausentes en la vida son conscriptas en forzada e incómoda formación al lado del ataúd.
Pero es cierto. Gonzalo Briceño fue un soldado de vocación, con iniciativa y audacia, que sentó paradigmas duraderos a través del ejemplo y el riesgo personal.
En los ejércitos, los líderes de fuerzas especiales suelen ser oficiales poco conformistas, de pensamiento original y espíritu audaz, a quienes los jefes tradicionalistas suelen detestar a hígado completo.
David Stirling, por ejemplo, el escocés que fundó el legendario SAS británico durante la Segunda Guerra, era un montañista apasionado que en 1939 se entrenaba para intentar escalar y coronar el Everest (lo que no fue conseguido sino hasta 1953).
Tanto él como el extraordinario estratega de operaciones especiales, Orde Wingate, pelearon en dos frentes: contra el enemigo del Eje nazi/fascista; y contra los militares convencionales a quienes la originalidad y, sobre todo, la irreverencia de estos soldados, ponía en trance de furia paroxística.
Tanto Stirling con el SAS, como Wingate con los Chindits, la última unidad que comandó, predicaron sus estrategias en incursiones profundas detrás de las líneas enemigas. Los resultados fueron de una eficacia devastadora.
Pese a la furiosa oposición de los tradicionalistas, Wingate contó con el apoyo de Winston Churchill, quien lamentó así su muerte en 1944, en plena campaña Chindit: “ …el mayor general Wingate… ha pagado la deuda del soldado… fue un hombre de genio que bien pudo haberse convertido en un hombre de destino”.
El ethos, la leyenda de las fuerzas especiales alimentaron la imaginación de muchos jóvenes oficiales después de la Guerra. En 1959, el entonces comandante EP Gonzalo Briceño logró que el Ejército lo enviara a llevar el curso de Rangers en el Ejército de Estados Unidos.
En Fort Benning, recuerdan sus contemporáneos, los militares gringos le informaron que él no podía participar en el curso, porque éste era solo hasta el grado de teniente (y entiendo que excepcionalmente de capitán). Briceño ofreció quitarse los galones y ponerse los de teniente. Y eso es lo que sucedió. El comandante se hizo teniente y luego Ranger..
Cuando vean a un militar dispuesto a perder galones para cumplir su misión, sabrán que han visto a un verdadero soldado.
En el Perú, Gonzalo Briceño fundó la Escuela de Comandos del Ejército, cuyos rigores en el entrenamiento garantizaron trabajo a los traumatólogos y la reputación de los graduados.
Una vez conversé largo con Briceño en los años 70, en Arequipa. Briceño ya era general, segundo jefe, si recuerdo bien, de la entonces III Región Militar; y yo era un agricultor a quien, junto con otras, interesaba la historia militar. Coincidimos en un café y terminamos charlando sobre, precisamente, Wingate, Stirling, T.E. Lawrence y también, en el otro lado, Skorzeny. Me impresionó su conocimiento del tema.
Años después, cuando Briceño ya estaba en el retiro y la Escuela de Comandos vivía su propia dinámica, con las huellas del paso del tiempo y las nuevas administraciones, llegué, como periodista de Caretas para hacer un reportaje, con un equipo de la revista, a la Escuela.
Era diciembre de 1982 y el Ejército se preparaba a entrar a Ayacucho. La Escuela graduaba una nueva promoción que casi con seguridad iba a ser destinada a acciones contra Sendero; y queríamos mostrar, acompañándolos por unos días, cómo era la preparación de los comandos.
Fueron, digamos, días de explosiones, disparos, pistas de combate, fuego real, práctica de puñales, muchas fotos.
Poco después, en camino hacia varios simulacros y una marcha nocturna, la realidad cambió escenarios.
En un jeep militar manejado por un recluta, íbamos el reputado fotógrafo Fernando Yovera y yo, sentados en el asiento de atrás, adelante estaba un mayor EP de la Escuela de Comandos apellidado Tejada.
Al empezar la bajada de Cieneguilla, el jeep comenzó a tomar velocidad. Los pasajeros, que íbamos medio amodorrados, nos despertamos de inmediato. “Aguanta un poco” le pedí al chofer. No respondió. “¡Engancha!” le insistí, mientras el mayor Tejada ordenaba lo mismo. “¡No entra, mi …” contestó el chofer, haciendo el intento de cambiar de marcha, entre el ruido de dientes de piñones chocando entre sí.
“¡Frena, pues hijo, frena!” ordenó Tejada. El chofer hundió el penal del freno hasta el fondo, una y otra vez. Nada. Los frenos estaban vaciados. Ya el jeep iba demasiado rápido y no se podía saltar. Pasamos a un transporte militar como si éste estuviera detenido.
¡Pégate al cerro!” le dijimos. El chofer no contestó, pero no lo hizo. Pasamos una curva cerrada, otra más, aumentando la velocidad. Era imposible correr toda la bajada en neutro. Veíamos la tierra y las piedras, veloz, violentamente cercanas.
Otra curva y se abrió un tanto la quebrada. Cascajo, piedras y rocas pequeñas antes de una pared de peña. El chofer lanzó el jeep contra las piedras.
La máquina saltó, rebotó, voló saltando, se inclinó y enderezó en el aire. Dio botes y botes y botes, antes de detenerse a centímetros de la pared de roca.
Tejada saltó del jeep. Yo me di cuenta que me había quedado con la barra de protección en la mano. Yovera se puso a tomar fotos. Entonces nos alcanzó el camión de transporte de tropa y un capitán bajó y saludó a Tejada, “¡Qué bonito accidente, mi mayor!”. Hasta los accidentes parecían una virtud comando.
Golpeados y todo, seguimos, a bordo del camión, con el programa. En la noche, después de varios simulacros de emboscada y reacción rápida, emprendimos la marcha nocturna desde Cieneguilla hasta Santiago de Tuna. Junto con los comandos íbamos dos periodistas de Caretas, yo y Benito Portocarrero.
El ascenso es solo hasta los 3 mil metros, pero muy empinado y doblemente difícil de noche. Benito no había calculado bien su estado físico y pronto el cansancio se hizo fatiga, luego tortura y al final filosofía.
En un momento de la madrugada, Benito anunció que pensaba quedarse donde estaba, que muchas gracias por todo, pero que no tenía otro deseo en la vida que quedarse ahí, quietecito en el empinado cerro. El jefe del grupo de comandos le dijo que eso no era posible, que si era necesario lo llevaban cargado. Al final, se amarró una soga a la cintura y remolcó así a Benito, cuesta que te cuesta, hasta que llegamos a los primeros tunales y a un encuentro providencial con un burro, que transportó el ingreso triunfal de Benito a Santiago de Tuna.
En las disciplinas de lucha hay un dicho: “la mejor técnica es el acondicionamiento [físico]”. Y esos comandos tenían una magnífica condición, como demostraron en esa marcha y en varios riesgosos simulacros después.
Después vino la redacción, el cierre, el fin de año y el comienzo de otra, larga y trágica historia.
Ese día quedó para mí como la metáfora de lo que iba mejor e iba mal en lo militar. El excelente nivel de entrenamiento táctico de los comandos, transportados en vehículos sin frenos, con conductores improvisados y confundidos.
Me pregunto que hubiera dicho, o mejor, qué hubiera hecho en estos años el general Briceño, sobre la calidad del entrenamiento, la aplicación de la enseñanza a la necesidad, el nivel de liderazgo en su institución.
Sabemos, por lo menos, el lema que dejó: “Ser y no parecer”; y sabemos también que para él fue muy clara la necesidad del país de tener fuerzas especiales de primer orden. Sobre todo ahora.