Por Mirko Lauer
Jorge Edwards, de paso en Lima por la FIL, otra vez ha traído consigo un libro importante y delicioso sobre el final de la vida del gran ensayista francés Michel de Montaigne (Bordeaux 1533-1592). Se trata de una reflexión sobre un personaje al que ve y admira como a un colega, pero también como un ejemplo de vida. El chileno Edwards tiene 80 años y sabe bien qué es lo que está comentando.
Pero La muerte de Montaigne (Barcelona, Tusquets, 2011) es revisión de la vida del ensayista como intelectual renacentista y a la vez como refugiado en el campo bordalés desde donde escribe su obra e influye en la alta política de su tiempo. Intercalado de viñetas de la vida del propio Edwards, el libro construye así un Montaigne paralelo y contemporáneo, casi latinoamericano.
El autor se fija sobre todo en rasgos políticos de Montaigne importantes para nosotros hoy: la opción por la tolerancia en un contexto donde ella escasea (“El señor tomaba partido, pero no pensaba como hombre de partido” dice la primera línea del libro), la distancia frente a una corte parisina que aspira a reclutarlo, la curiosidad y simpatía por lo novedoso, la constante disposición al diálogo con los demás y consigo mismo.
En el mundo cada vez aparecen mejores y más completas biografías académicas de Montaigne, anglosajonas la mayoría. Edwards las conoce y las usa, pero lo suyo no es la sucesión de hechos sino la imagen afectiva. Se parece en algo a la breve vida de Marcel Proust (1926) escrita por François Mauriac: breve, ceñida, insuperable porque apunta a unos cuantos rasgos decisivos para entender al personaje.
Edwards en el fondo quisiera que Montaigne hubiera sido chileno, o que sus valores tuvieran curso en esa sociedad, y lo dice. Con toda modestia contrapone su experiencia de escritor-diplomático moderno a la de su personaje, e inevitablemente las encuentra dispares. No se priva de hacernos notar que la convulsionada Francia del XVI alojaba a un personaje de un tipo que hoy es inubicable.
El tono es melancólico. No es un final olímpico como el de La muerte de Virgilio (1945) de Hermann Broch, donde las últimas 18 horas de vida del poeta lo son todo. Más bien se trata de una muerte que es toda vida: más allá de su testamento, Montaigne no le dedica mucha atención a su desaparición. Uno casi quisiera que el libro se llamara más bien Vida de Montaigne.
Con esta obra Edwards revela una suculenta madurez creativa. Él mismo la llama novela, pero en verdad el texto está ubicado de lleno en el ensayo reflexivo. Edwards se presenta ante el lector a través de Montaigne. Exageraríamos al decir que está hablando realmente de él mismo, pero a veces no está muy lejos de usar a la Francia antigua como lección ejemplar del Chile actual.
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