sábado, 6 de agosto de 2011

ON ANY SUNDAY (1971) dirigida por Bruce Brown - www.otroscines.com


Escribe Manuel Yañez Murillo

En una entrevista realizada durante la producción de la película Slacker (1991), de Richard Linklater, su director de fotografía, Lee Daniel, colaborador habitual del cineasta de Austin, afirmaba sin complejo alguno que su film de cabecera era On Any Sunday (1971), una obra de culto dedicada al motociclismo de competición, en todas sus variantes practicadas en el sur de los Estados Unidos. Llevado por la curiosidad y el interés por “el mundo del motor”, decidí echar un vistazo al considerado “el mejor documental sobre motociclismo de la historia”, una película que fue nominada al Oscar en 1972 y que dirigió, produjo, escribió, fotografió y narró Bruce Brown, reconocido pionero del surf film, responsable de la mítica The Endless Summer (1964).

Cabe decir que afronté el visionado de la película cargado de escepticismo, convencido de que el culto y el fanatismo que rodeaba al film debían haber sobredimensionado su valor real. Sin embargo, pocos minutos después del inicio, ya me encontraba entre sus fervientes adoradores. De hecho, puedo ser bastante específico respecto al momento en que la película me arrebató por completo. El contador de tiempo marcaba los dos minutos y treinta y cinco segundos. El prólogo se extendía con variopintas imágenes de conductores de moto: un primer atisbo del paraíso suburbial y seudo-democrático retratado/construido por el film.
Entonces surgió en pantalla, en distanciado plano general, una hilera de bicicletas en la que una tropa de niños/chicos se preparaba para iniciar una carrera, aferrados a unos manillares de doble tubo que imitaban a los de las motocicletas (un tipo de bicicleta que nunca vi en las calles de mi pueblo, sólo en las películas norteamericanas de mi infancia). ¡¡Banderazo de salida!! Los chicos se lanzan como posesos sobre el circuito de tierra, mientras la banda de sonido, elaborada en la post-producción, juega con las voces de los chiquillos imitando el rugido de los motores. Los pequeños futuros speed-racers se precipitan en tromba hacia la cámara, toman un ligero bache y se propulsan al aire… Entonces la imagen se detiene, con los niños flotando en la imagen como si fueran los herederos aguerridos y libertarios de los niños salvajes de Zéro de conduite (1933), de Jean Vigo. Sobre la imagen congelada: “BRUCE BROWN FILMS PRESENTS”. En la banda sonora, el estallido de las trompetas da paso a los característicos coros de la surf music: “♪On any Sunday stretching up, reaching high… leaving my Monday world behind♪”. Por mi parte, no puedo pedir más.
Lo que sigue a continuación es un deslumbrante y embriagador poema visual de hora y media protagonizado por bólidos de dos ruedas e impasibles héroes anónimos (o no tanto: uno de ellos es un tal Steve McQueen). Agarrados al volante de sus motocicletas, dispuestos a jugarse la vida en cada giro, estos lacónicos cowboys sobre ruedas imprimen su leyenda sobre los áridos paisajes del sudoeste norteamericano.
Por su parte, dispuesto a alimentar el mito del jinete errante, Brown pone las riendas argumentales del film en manos de Mert Lawwill, un piloto profesional que intenta revalidar su corona de rey de la “competición total”: 27 carreras sobre trazados ovales y tradicionales. Aunque lo cierto es que la trama poco importa. El goce de On Any Sunday se encuentra en la exuberante plasticidad de sus imágenes: las motos plegadas sobre el barro a velocidades estratosféricas y a cámara superlenta; las motas de lodo proyectándose sobre la lente de una cámara subjetiva adosada un volante; las motos agrupándose y separándose como si de un banco de peces se tratara; y luego el descanso: el momento de curar los rasguños, poner los músculos doloridos en hielo, hospitalizar a los heridos… En conjunto, se trata de un auténtico poema visual con alma de video-clip, un derroche de pasión por la cinética cinematográfica que, en su soleado paraíso mitológico, dignifica la estética de los viejos anuncios de Marlboro.
La película me subyuga de tal modo que tardo un buen rato en empezar a analizarla desde una cierta distancia. Lo primero que me llama la atención es que, ni entre los incontables aficionados que se agolpan en los bordes de los circuitos, ni tampoco en los encuentros de motociclismo amateur se aprecia el menor indicio de diversidad étnica. Estamos en los dominios del hombre blanco, en la América profunda, una tierra suspendida en el tiempo cuyo progresivo anacronismo queda perfectamente retratado en el tono entre melancólico y elegíaco del film.
Después de advertir este detalle de corte sociológico, me pica la curiosidad el contexto histórico. Es 1971, las protestas contra la Guerra de Vietnam alcanzan su punto álgido, el movimiento por los Derechos Civiles celebra sus conquistas de finales de los '60, y aunque el Festival de Altamont y Charles Manson parecen haber certificado el fin del sueño hippie, su resaca todavía resulta palpable en los sectores más progresistas de la sociedad norteamericana. De hecho, no hace ni dos días que acabo de revisar el “Director’s cut” de Woodstock (1970, Michael Wadleigh), el mítico documental sobre el no menos legendario concierto, y no puedo creer que aquella epifanía hippie casi coincidiera en el tiempo con la sinfonía motorizada de On Any Sunday, situada en un enclave ambiguo del sueño americano.
Lo más interesante de todo es que, a pesar de su mirada romántica e idealizada, la película de Brown guarda más de un rasgo en común con otro film legendario de 1971: Two-Lane Blacktop, la obra maestra de Monte Hellman. El exacerbado fetichismo que se desprende de la obsesiva atención que los protagonistas prestan a sus máquinas (las motos del filme de Brown, el Chevy y el GTO del de Hellman); el mínimo despliegue gestual; la fascinación por las imágenes del paisaje en movimiento; el estoicismo de unos personajes que hallan la felicidad en el seno de una soledad tensa, forjada en el abismo del nihilismo… Es realmente curioso advertir cómo en los intersticios anímicos de la festiva On Any Sunday parece resplandecer la resaca existencialista del film de Hellman. ¿Y si la película de Brown fuera un eslabón más de ese cine ritualizado que conecta el film de Hellman con la austeridad de las películas de Vincent Gallo y de las obras más experimentales y vaciadas de Gus Van Sant? De hecho, el arranque de The Brown Bunny, con Gallo enfundado en el papel de motorista, podría pasar perfectamente por una secuencia descartada del documental de Brown ¿Podría ser que un film como On Any Sunday, centrado en la América tradicional y conservadora hubiera capturado los ecos derrotistas de la América progresista, en aquel tiempo desplazada hacia posturas apolíticas? ¿Puede una película como la de Brown, aparentemente instalada en una mitología intemporal, hablarnos de su época, el albor de los setenta, con un vigor parecido al de Woodstock, el documental?
Un conjunto de incógnitas que complican, pero también enriquecen, la forma, en ocasiones simplista, que tenemos de entender la relación que se establece entre el cine y la Historia. De hecho, aunque a veces nos empeñemos en lo contrario, parece evidente que ambas historias, la del cine y la del ser humano, escapan continuamente de la linealidad para dibujar geometrías extrañas, retorcidas y fascinantes.

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