miércoles, 6 de enero de 2010

ELEFANTES Y HOMBRES



Un hombre tratado como una bestia de carga puede convertirse con el tiempo en un misántropo despectivo, malévolo, lleno de ponzoña y odio contra sus semejantes. Un hombre sometido a la sobreprotección puede volverse una persona desesperadamente melancólica, en los lindes de la idiotez.

Los elefantes, perseguidos y aniquilados a través de los siglos, son criaturas gentiles, afectuosas, que jamás se quejan salvo cuando son poseídas por el diablo del celo. Los elefantes adolescentes desparraman su semen con olor a hierba cortada por todos lados y en intensos ataques de furia entierran los colmillos, derriban arboles enormes y en ocasiones ensartan y revolean con sus descomunales molares a rinocerontes de mas de dos toneladas de peso. Como refiere Rudyard Kipling en su Libro de las Tierras Vírgenes un elefante que tiene miedo termina haciéndose daño a sí mismo. Porque los elefantes -como los hombres- cuanto menos miedo tienen, más queridos y más cuidados son.

Para los hindúes, Ganesa, el dios con cabeza de elefante, representa la felicidad, el goce y el juego en la vida terrena. En cambio, para Occidente una película notable como El Hombre Elefante (David Lynch, 1980) constituye una representación cristiana, culposa, y no menos intensa, de la miseria física, del dolor y de la tristeza del mundo moderno, encarnada por un freak, por un mutante registrado en los anales de la Historia de la Medicina.



El mundo de John Merrick (el Hombre Elefante) fue revisado con un lirismo propio de Charles Dickens en la película precitada. David Lynch lo hizo más prójimo, más humano, menos objeto. Toda la referencia a las rutinas circenses clandestinas y a las frías tardes del Londres Victoriano -en pleno apogeo industrialista de fines de siglo XIX- permitía documentar este extraño caso y a la vez describir un tiempo de violencia, de transformaciones y de hipocresías. Donde la desnudez debía cubrirse, y si presentaba deformidades físicas o psicológicas, despreciarse.

John Merrick no tuvo infancia ni adolescencia. Jamás había experimentado placer alguno. Nada sabía acerca de la alegría de vivir ni de la dicha. Su única noción de felicidad consistía en arrastrarse a la oscuridad y esconderse, encerrado a solas en una barraca, esperando la próxima exhibición. No tenía un pasado que contemplar ni un futuro a dónde mirar.

En la película, Merrick era hijo del pecado original: una manada de elefantes atacaron y se mezclaron con una hermosa mujer inglesa en una lejana isla de África. En la vida real, John Merrick había nacido en el barrio obrero de Leicester y fue un bebé seismesino normal hasta que empezaron a aparecer los primeros papilomas y síntomas degenerativos cuando había cumplido cinco años. Su madre no sobrevivió para proteger al pequeño monstruo y el padre volvió a casarse con una mujer que lo despreciaba hasta las entrañas. A los doce años, Merrick comprendió que debía marcharse de la casa paterna y vistiendo unos pantalones deshilachados que en algún otro tiempo habían pertenecido al traje de etiqueta de algún caballero; usando una capa negra a modo de gabardina y un costalillo gris que le cubría la cabeza, se alejó por una calle grisácea, húmeda, con el corazón más contrahecho y trémulo que las carnes que colgaban de su espina dorsal y le impedían caminar erguido. Al principio, Merrick se ocupó como pregonero ambulante de productos, que no vendía porque la gente se horrorizaba contemplando su avanzada elefantiásis.

Detengámonos aquí para responder a la pregunta de por qué Joseph Carey Merrick o John Merrick (tal la película) se ganó el apelativo de El Hombre Elefante. Fue porque su labio superior, ya deformado, llegó a colgar hasta veinte centímetros asemejando una trompa. Y por la textura de su piel y por la deformidad de su cabeza, brazo derecho y piernas. Sir Frederick Treves, el médico que estudió su caso y le dio cobijo hasta su muerte en el London Hospital, lo encontró débil y enfermo en la trastienda de una verdulería en Mile End Road, un largo jirón londinense de negocios esperpénticos. Treves describe la verdulería como un garito oscuro, vacío y lleno de polvo. Unas latas viejas y unas cuantas papas arrugadas ocupaban el estante y unos restos de verduras el escaparate. La trastienda quedaba separada por una cortina, o mejor dicho por un mantel rojo, que colgaba de una cuerda con armellas. Fue una fría mañana de noviembre de 1884, cuando Teves fue conducido al lugar.



El presentador del freak show, corrió la cortina y dejó a la vista del médico una figura encorvada, sentada en un taburete, cubierta por una manta marrón. Un mechero azul sobre un trípode calentaba a la criatura, acaso una personificación de la soledad. Afuera había sol y se oían los pasos de los transeúntes. El presentador, como si se dirigiese a un perro, gritó ¡Levántate! La cosa lo hizo lentamente y dejó caer la manta. El rostro del Dr. Frederick Treves se llenó de lágrimas en ese momento y no pudo esconder su asombro frente al más repelente especimen de la humanidad. Acaso un esputo de Dios.

El hombre elefante no era gigantesco. Era como cualquier hombre común y corriente. Lo más curioso era su cabeza enorme y deforme. Desde la frente se proyectaba una gran masa ósea parecida a dos naranjas maduras muy grandes, mientras que de la parte posterior de la cabeza colgaba una bolsa de piel esponjosa y de aspecto fungoide, cuya superficie era comparable a la de una coliflor parda. En lo alto del cráneo había unos cuantos cabellos largos y lacios. La protuberancia ósea de la frente casi ocultaba un ojo. De tanto circunnavegar la cabeza, uno caía en la cuenta de que no era menor que la cintura de un hombre. Desde la mandibula superior se adelantaba otra masa de hueso que sobresalía de la boca como un muñón rosado, doblando hacia afuera el labio superior y convirtiendo la boca en una palposa abertura. La nariz era un bulto carnoso, tan solo identificable como tal por su ubicación. Es preferible no seguir traduciendo su rostro porque era tan inexpresivo como un bloque de madera retorcido. El Dr. Treves ordenó fotos de cuerpo entero y desnudo. Incluso alguien retrató la horrible espalda, de la que colgaban hasta llegar a medio muslo enormes masas de carne, como sacos, cubiertas por la misma repugnante piel de coliflor. El brazo derecho era enorme y deforme. La mano era grande y tosca y se parecía a un remo o a una aleta. No se distinguía la palma de la cara exterior. El pulgar tenía la apariencia de un rábano, en tanto que los dedos hubieran podido ser gruesos tubérculos.

El otro brazo ofrecía un contraste notable. No sólo era normal sino que, además, era un miembro de forma delicada, cubierto por una piel fina y provisto de una mano hermosa que, en palabras de Treves, cualquier mujer bien podía haber envidiado. Del pecho colgaba una bolsa de la misma carne repulsiva. Era como una papada suspendida en el cuello de un lagarto. Las extremidades inferiores tenían las características del brazo deforme. Eran abultadas, cayendo como gotas y muy deformadas. Por si esto no fuera poco, el infortunado Hombre Elefante habia sufrido una dolencia en la cadera durante su infancia, a consecuencia de la cual había quedado permanentemente cojo y sólo podía andar con ayuda de un bastón. Su aislamiento no solo se explica por su deformidad aberrante, sino que la piel fungosa que lo cubría casi por completo despedía un hedor nauseabundo, difícil de soportar. Joseph Carey Merrick, era inglés y tenía veintiún años cuando el médico cirujano Frederick Treves llenó de detalles una libreta de notas, después de la primera audición en la destartalada verdulería Mile End Road.



A fines del siglo XIX, la desaparición de los shows ambulantes supuso el fin de la independencia económica de los freaks, inhabilitados por la marginación para trabajar en otra cosa. El resultado general fue el ostracismo, cuando no su internamiento en asilos y otros centros. En la Inglaterra victoriana, Joseph Merrick, mitad elefante, mitad hombre, hacía las veces de espejo de feria de una humanidad expoliada por la Revolución Industrial. La película de David Lynch recrea muy bien esa atmósfera de vapor y acero industrioso que se desplegaba en aquel Londres tugurizado. Si Jack el Destripador era para el imaginario colectivo la representación de la reacción popular y compulsiva contra los problemas de la masificación (expresados en la abundante prostitución femenina), Merrick era la concreción fisica del desorden de su tiempo, el de la eclosion industrial. Fue este un tiempo de tránsito hacia una nueva era, la adolescencia del mundo industrial.

El Hombre Elefante sobrevivió a terribles vejaciones e insultos. La escena en la Estación del Tren de Londres que la película presenta es tan cierta como la respiración agitada y la voz temerosa aplicadas por el gran actor inglés John Hurt, en el papel de John Merrick, cubierto por prótesis y varios kilos de látex. Merrick, recuperado en el Hospital de Londres y admitido vitaliciamente en este, en un apartado cuarto destinado a casos de delirium tremens o enfermedades tropicales, por fin poseía algo que jamás había tenido: un hogar propio para toda su vida. Se intensificó la relación doctor-paciente y el personal del hospital también le procuró todos los cuidados. Atraídos por una nota de prensa publicada en el Times en 1886, la alta sociedad británica y europea comenzó a visitar a Merrick, quien progresivamente comenzó a mejorar su dicción y a cultivar el gusto por la conversación.

Tenía una inteligencia notable. Había aprendido a leer leyendo retazos de periódicos que encontraba en el suelo cuando deambulaba por la ciudad o de niño quizá. Conocía a fondo La Biblia y El Libro de las Plegarias. Pero su predilección era la novela con amoríos. De esas narraciones elaboró el recuerdo de una madre que probablemente no conoció. Deseaba que su madre fuera como esas matronas de folletín, afectuosas, que cantaban canciones de cuna y que eran tan adorables. Una creencia por la que sentía predilección era que su madre fue hermosa. No había forma de saberlo: la incertidumbre de quienes le rodearon debió ser la misma a la de los estibadores que desembarcan un elefante en un muelle, ignorando si la bestia provenía de las selvas del Congo o si había pertenecido a un pashá en el Oriente.



En el último tramo de la vida del Hombre Elefante, el Dr. Treves quería que se acostumbrase a la gente y se convirtiera en un ser humano. Se pensó que las mujeres tendrían un papel más importante que los hombres para lograr esta mutación. Pero las mujeres eran las que más se asustaban ante su presencia y las más inclinadas a expresar irreprimibles expresiones de aversión cuando se encontraban con él. Merrick sentía por las mujeres una admiración casi rayana en la adoración. No era resultado de su experiencia personal. No se trataba de mujeres reales, sino de productos de su imaginación. Entre ellos se encontraba la hermosa madre, rodeada por heroínas de las novelas que había leído. Por eso el Dr. Treves se atrevió a proponer a una buena amiga, una viuda joven y bien parecida, si sería capaz de entrar en la habitación de Merrick con una sonrisa, darle los buenos días y estrecharle la mano. Ella lo hizo. Al soltar la mano de ella, Merrick inclinó la cabeza sobre las rodillas y lloró por largo rato. Cuando la entrevista había terminado, Merrick le dijo al Dr. Treves que ella había sido la primera mujer que le había sonreído en la vida.

A partir de ese día comenzó la revolución de Merrick. Visitas al teatro y al campo, conversaciones con duquesas y condesas y otras damas de rango, que incluían a la princesa de Gales y a la propia Reina Victoria -esta última a través de cartas- lo hacían muy feliz a todas horas, y progresivamente se fue distendiendo en silencio. En los últimos días de su vida, Merrick demostró ser una criatura gentil, afectuosa y amable; que deseaba recobrar el tiempo extraviado. Pero nada de esto cambió su apariencia: ni la cortesía ni los libros de su biblioteca que se contaban por centenas y que le regalaban señorones londinenses, ni su guardarropa. Unos seis meses después de regresar del campo, Joseph Carey Merrick fue hallado muerto en su cama. Era el mes de abril de 1890. Según el parte médico, yacía sobre su espalda como si durmiera, y era evidente que había fallecido de súbito, ya que ni siquiera la colcha de su cama estaba arrugada.

La razón de su muerte fue peculiar. Tan grande y pesada era su cabeza que no podía dormir echado. Al reclinarse, su enorme cabeza tendía a caerse hacia atrás, cosa que le ocasionaba no poca molestia. La postura que se veía obligado a tomar cuando dormía era muy extraña: se sentaba en la cama, con la espalda apoyada en almohadas, mientras descansaba la descomunal testa en la punta de sus rodillas dobladas. Como lo confesó una enfermera tiempo después, John Merrick deseaba echarse a dormir como las demás personas. Su última noche debió decidir intentar el experimento. La almohada era blanda y la cabeza, al apoyarla en ella, debió caer hacia atrás y causar una dislocación. Joseph Carey Merrick se había ido de este mundo como un freak aristocrático, con silenciosa angustia y bellamente reconfortado por la memoria, acaso el atributo más notable de un elefante.



¿A donde van a morir los elefantes? A un lugar que sólo ellos conocen, apartados del ruido, donde sus dolencias y sus recuerdos puedan ser apacentados por la hierba tupida de la selva esmeralda. Las osamentas encontradas en los cementerios de elefantes en África demuestran, como diria el coronel Gerineldo Márquez en Cien Años de Soledad, que morirse es mucho más difícil de lo que uno cree. Los elefantes guerreros o los elefantes apeadores de madera o los que son confinados en circos o zoológicos saben el día señalado de su muerte; y hasta no completar el largo camino hacia ella, desarrollan misteriosamente una suerte de inmortalidad a término fijo; que los hace invulnerables a los riesgos de la vida y que les permite conquistar, pisada tras pisada, rugido tras rugido, una derrota que es mucho más difícil, más sangrienta y más costosa que la victoria más epopéyica: la muerte. Como si los elefantes descubrieran en el ultimo tramo de su vida los privilegios de la simplicidad.

Por Oscar Contreras

(Basado en el libro "La verdadera historia del Hombre Elefante" de Michael Powell y Peter Ford. Editorial Noguer S.A. Colección Biblioteca Contemporánea Nº 28. 1981).



1 comentario:

  1. Excelente narración. Con pena de que los seres cada vez menos se interesan en la dignidad humana ni en los valores y virtudes que permiten permanecer a este mundo sin guerras y aún con vida.
    Saludos, desde Veracruz, México.

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