sábado, 15 de enero de 2011

BORGES Y VARGAS LLOSA, Escribe Jorge Edwards (LETRAS LIBRES, México)


Estoy en un bistró que se llama Le Timbre o algo muy parecido, en la rue Sainte-Beuve, casi debajo de las ventanas de un departamento al que iba mucho hace 48 años, antes de que la mitad de mis lectores hubiera nacido. Era un sitio destartalado y espacioso donde vivían Sergio Castillo y Mario Carreño, donde había una gran olla que alguien revolvía siempre con un cucharón de palo y que humeaba siempre, y donde sucedían muchas cosas, muchos encuentros, las conversaciones más sorprendentes. Pues bien, en Le Timbre hay poco espacio, no es fácil entrar a las mesas ni salir de ellas, y se produce una proximidad y una inevitable familiaridad con la gente de las mesas vecinas. Por mi parte, me siento inspirado por sombras amistosas: Castillo y Carreño, algunos otros que acudían en forma habitual, como el pintor Camacho y el escultor Cárdenas, cubanos, o Álvaro de Silva, que había viajado con Neruda al Lejano Oriente, que después había hecho carrera en el cine incipiente de la India, había sido profesor de literatura en los Estados Unidos y había terminado por encallar en París, en un hotelucho de la rue des Carmes, con o sin aguacero. Sombras, he dicho, amistosas, sin contar que la que le da el nombre a la calle, el gran crítico del siglo XIX, el escritor de los Lunes, modelo lejano de nuestro Hernán Díaz Arrieta, Alone. Estamos sentados, pues, codo a codo con dos señoras que hablan en forma infatigable, incesante, informada, de literatura. Tienen varios libros dispersos en la mesa, de modo que no es fácil hacerles un espacio a los platos y a la copa de vino. Y entre los libros, tres volúmenes completamente inéditos, de formato pequeño, de no más de ochenta o cien páginas cada uno, de Mario Vargas Llosa. Mi compañera de mesa pregunta por el segundo de los volúmenes, cuyo título no alcanzamos a leer, y una de nuestras vecinas, amable, sonriente, lo exhibe ante nuestra vista: Medio siglo con Borges. Resulta que la vecina es la editora actual de los Cahiers de L’Herne y de la editorial del mismo nombre. En mis buenos tiempos, conversé un par de veces con Dominique de Roux, el fundador y primer editor de aquellos célebres cuadernos, que agruparon a la vanguardia, a la literatura más incisiva, más provocativa, más avanzada de aquellos años. La señora del lado mío, la actual editora de L’Herne, me mira de soslayo con cierta curiosidad, la del frente se ríe, mi compañera de mesa da mis señas, cosa que no suelo hacer, y a los pocos días me llegan los tres libritos, recién salidos del horno, con una tarjeta de saludo. En París pasan estas cosas. En París, a pesar de la fama de malas pulgas que ronda a sus habitantes, existe, al mismo tiempo, una especie de complicidad, una conciencia difusa y un evidente orgullo de ser parisino. Solo he observado un sentimiento comparable en Nueva York, entre los neoyorquinos. La gente se saluda en los ascensores y los vecinos de mesa en los restaurantes suelen hacerse una venia, o cambiar, en la hora del café, un par de palabras: costumbres civilizadas que nosotros, en Chile, todavía no aprendemos, y que aquí, por suerte, perduran.
Abro y me leo en poco rato el primero de los cuadernillos, el de Borges. Comienza con unas Preguntas a Borges formuladas en París, en la segunda mitad de 1964, y publicadas en Expreso, de Lima, a fines de noviembre de ese año. Eran tiempos en que nos veíamos con Mario casi todos los días. Se podría agregar algo más, propio de una biografía o de una autobiografía literaria. Era un período de intensa evolución intelectual, de formidables descubrimientos, de apasionados rechazos. Vargas Llosa, por ejemplo, se alejaba notoriamente de la órbita de Jean-Paul Sartre, en la que se encontraba sumergido hasta la camisa en los días de nuestro primer encuentro, e ingresaba a tientas, con paso lento, pero seguro, en la de Jorge Luis Borges, Albert Camus, algunos otros. A Borges, como es lógico, le pregunta por sus preferencias en la literatura francesa y el maestro se refiere a tres escritores: a Michel de Montaigne, a Gustave Flaubert, y a un escritor “personalmente desagradable, a juzgar por sus libros, pero que se esforzaba por ser desagradable y que lo ha conseguido”, que era Léon Bloy. Lo que le interesaba en Bloy era una idea recogida en sus lecturas de cabalistas y de escritores místicos, del estilo de Swedenborg, el sueco, según la cual el universo “sería una especie de escritura, como una criptografía de la divinidad”. Sacamos una conclusión: Borges, hombre de libros y de bibliotecas, se fascinaba ante la noción de que el universo pudiera ser un libro abierto, escrito por Dios y que uno intenta leer con asombro, con dificultad, con interpretaciones aventuradas, inseguras. Mario le pregunta a Borges por los dos Flaubert que él encuentra, el de las novelas realistas, como Madame Bovary, y el de las grandes reconstrucciones históricas. Borges contesta que hay un tercero, y es el que le interesa más: el de la novela experimental, inacabada, póstuma, Bouvard et Pécuchet. Dos escribientes jubilados se encuentran en uno de los muelles del Canal de San Martín, muelle que lleva nombre de batalla napoleónica, vía acuática que es una de las obras urbanas más ambiciosas de Napoleón Bonaparte, y deciden reunirse todos los días para seguir escribiendo, llenando papeles, investigando temas diversos y aparentemente inútiles: las urnas griegas y romanas, por ejemplo, las alas de las mariposas, las costumbres de las abejas o de las hormigas. El libro que van a escribir, que se escribe frente a los lectores, es melancólico, humorístico, de una ironía sangrienta. A veces nos reímos a carcajadas, mientras los dos escribientes o escribidores, encorvados sobre sus mesas de trabajo, prosiguen su tarea con terquedad, con voluntad indomable. El lector empieza a descubrir una noción de la naturaleza humana, de la necesidad misteriosa de la escritura, del libro del universo, que los dos improvisados amigos se han propuesto completar a la manera de un mosaico. Nos quedamos pensativos. Volvamos por un momento al realismo de La casa verde, pensamos, pero no dejemos de lado el enigmático, el infinito Bouvard et Pécuchet, obra final de un lector de Montaigne, de Flaubert, de Schopenhauer y de Swedenborg, el del universo concebido en forma de biblioteca. ~

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