sábado, 22 de enero de 2011

PENSAR HOY, por Emilio Lledó (*)


El complejo mundo en el que vivimos nos exige, cada vez más, responder a una pregunta: ¿qué debo hacer? No basta con acumular conocimientos, ni siquiera con interpretarlos. Hay que pensar.


Por lo que me dicen, a principios del nuevo siglo, hay que pensar en él; en lo que nos traerá, en lo que nos quitará. Al intentar una respuesta a tan interesante pretensión, surge una primera dificultad. ¿Pensar lo que va a ser una época que se presenta, según se predica, como sociedad tecnológica, sociedad de la información, y otros retumbantes pronósticos? La respuesta podría dejarse a los profetas, augureros, pitonisos, magos, oscurividentes, clérigos o hechiceros de distintas sectas, que vaticinan sin cesar sobre nuestro futuro y hasta nos acosan con sus vaticinios. Pero, a lo mejor, eso no es pensar aunque tales personajes utilizan el lenguaje -el instrumento esencial de la comunicación humana- para crear formas de comunidad, identificaciones y diferencias, casi siempre con muy concretas y nada mágicas intenciones.
Habría que saber primero lo que significa ese verbo "pensar", esa palabra. No es un sustantivo: algo hasta cierto punto firme, estable, duradero, como la mesa, la silla o incluso manejable como la pluma con la que escribo; o como mi amigo, o esa pareja que pasea ante mi balcón. Hay, sin embargo, una diferencia entre la pluma, la mesa y, sobre todo, mi amigo, o esa pareja que pasa ante mi balcón. La diferencia, así a primera vista, es que esos seres, esas personas, son también "sustantivos", seres reales, que caminan, que respiran y sobre todo -por eso son personas- que tienen dentro de sí algo más etéreo, más inasible, que fluye por las neuronas y que sustantivamos llamándole pensamiento, aunque no lo veamos, aunque no lo podamos tomar en nuestras manos, ni siquiera cuando lo expresamos ni, casi, cuando lo escribimos.
Un objeto delicado, misterioso, porque está lleno de grumos mentales, de opiniones que se van formando y que, muchas veces, no podemos controlar, ni siquiera saber cómo han venido, por qué las tenemos. Desconocemos incluso si son verdaderamente nuestras o nos las han puesto en el cerebro, nos las han impuesto para cultivar nuestra ignorancia; para degenerarnos, desquiciarnos, hacernos agresivos e irracionales.
Un objeto delicado y por ello peligroso. Está expuesto a mil ataques en los que podemos perder lo que somos y el sentido de dónde estamos. Pero, al mismo tiempo, ese incesante fluir de nuestras ideas, del producto de esa luz interior que nos hace conscientes y dice quiénes somos, qué clase de ser somos, es lo más importante, lo más intenso, lo más hermoso de la vida humana.
Pensar, dicen los expertos, es establecer relaciones lógicas, racionales, entre cosas, sucesos, intuiciones, y hacer que esas relaciones tengan coherencia y sentido. Pero pensar debe ser también algo más sencillo, incluso más primitivo, más inmediato: tener proyectos, deseos, opiniones, afectos, sensibilidad, pasiones.
En la vida social, el pensamiento resultado de esas iluminaciones -porque pensar es dar luz, alumbrar-, de esas proyecciones y apetencias del sujeto, convierte a los seres humanos en reflejos conscientes, donde aparece un territorio mucho más amplio que el que comprende esa coherencia que llamamos "lógica".
Pensar debe ser también una forma mental que analiza lo que ven nuestros ojos, lo que oímos, lo que experimentamos en el curso, en el "discurrir", de cada vida. Creo que en todos los tiempos el proceso del pensamiento fue siempre el mismo. Porque como dijo el filósofo en la primera línea de un libro ya famoso: "Todos los hombres tienden por naturaleza a ver, a entender, a idear". Pensar el siglo XXI es en el fondo, como proceso de conocimiento, lo mismo que en el siglo XVIII, o en el XII, y no digamos en el siglo V antes de nuestra era, cuando uno de aquellos geniales personajes que inventaron la racionalidad, la justicia, la felicidad, dijo que no le importaba tanto saber lo que era el bien, la ética, sino que fuéramos buenos, decentes; que supiéramos elegir entre el bien y el mal, entre el necesario pero tantas veces miserable bien personal y el bien de la comunidad a la que pertenecemos, que es el mundo entero, la vida entera. Inventaron, se miraron en el espejo de esas palabras porque supusieron decirlas y porque su mente, a pesar de posibles contradicciones, era libre y luchaba por esa libertad.
Pero, por supuesto, hay que pensar el nuevo siglo. Y pensar, como digo, fue siempre ejercer esa posibilidad de interpretar y, sobre todo, de poder y querer entender. Otro texto famoso de la filosofía, en un libro que hablaba de antropología, de lo que son o deben ser los seres humanos, se preguntaba: "¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar?". Las preguntas tan próximas, tan elementales, señalaban el amplio horizonte de toda la historia, y es en esa historia entera donde siempre, bajo múltiples formas, han resonado. Preguntas de toda la vida y que el tiempo no desgasta jamás.
Pero es verdad que, como cantaba la vieja zarzuela, "hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad". Adelantan o atrasan. Porque como también se ha comentado, muchas veces, "nunca como hoy han tenido los seres humanos tantas posibilidades de información, de comunicación y, paradójicamente, nunca han estado tan silenciosos, tan inermes, tan deteriorados". Es cierto que la ignorancia y el oscurantismo han dominado la existencia humana y su organización social. Pero la inteligencia deformada, degenerada es aún peor que la barbarie.
Ese silencio personal se debe, sobre todo, a que no aprendemos a pensar, a que esa afirmación tan certera de que "el hombre es lo que la educación hace de él" se realiza a duras penas. Los fomentadores de la ignorancia, los fanáticos de tantas falsedades, no quieren la libertad de la mente, la libertad de aquellos a quienes, de sutiles maneras, subyugan y explotan porque les roban el único, verdadero, tesoro del pensamiento, de la "libertad de conciencia". La liberación y autonomía de la mente, de la capacidad de interpretar y entender, pone en peligro los intereses de las implacables oligarquías que los engendran.
La oposición entre los poderosos y los inermes, los "pudientes" y los que casi nada pueden, los farsantes y los inocentes, ha recorrido la historia de la humanidad. Pero hoy, precisamente, por el imperio de esas nuevas divinidades que llaman "mercados", y con todas las excepciones que queramos, de sus indecentes mercachifles domina, como la "cólera de las imbéciles", el mundo. La forma más indigna de dominio es la corrupción de la inteligencia, de la capacidad de discernir, de amar, de "contemplar el cielo estrellado fuera de mí, y la ley moral dentro de mí". Y la corrupción de los "poderosos" fomenta la degeneración de sus lacayunos vasallos e incluso, en el colmo de su estulticia, la imitación. Sorprende que corruptos reconocidos, incluso condenados, sean votados, elegidos, por entontecidos ciudadanos -¿corrompidos también por su propia avaricia?
A lo largo de la historia siempre hubo semejantes deformaciones, pero en los comienzos del nuevo siglo mereceríamos que no fueran ya posibles las monstruosidades que nos trasmiten los medios de información y que parecen increíbles. Pero las sabemos y eso ya es importante, aunque nos las disuelvan en papillas ideológicas. Es, efectivamente, arriesgado estar en el mundo. "Es difícil ser bueno en un mundo malo", decía la portada de una revista alemana no hace muchos años. Es verdad que la vida como tensión y camino, la "lucha por la vida", parece caracterizar a los seres humanos. Pero todo ello, en nuestro convulso y cruel territorio, en la dura historia que día a día vivimos, produce un lamentable e indeseable fenómeno social: estamos tan asfixiados por la "sociedad de la información" -¿del conocimiento?- que acabamos por acostumbrarnos e insensibilizarnos.
Pensar es además, en la incomparable complejidad de nuestro mundo, algo tan necesario o más que en otros tiempos. Pero en el nuestro, en el que a pesar de todo se han hecho indudables progresos -la ciencia, la lucha por los derechos humanos, la liberación de tantos fantasmas y discriminaciones, etcétera-, no basta ya con saberlos, con interpretarlos. Hay que plantearse la segunda pregunta kantiana: "¿Qué debo hacer?".
Este es el reto que el pensar nos lanza. Un pensar que tiene que ser alumbrado por todos esos ideales de "filantropía" que la mejor tradición cultural nos ha entregado. Ideales que hay que discernir, que limpiar, de las pegajosas desinformaciones que podemos padecer precisamente por la "sociedad de la información". El pensar hoy, entre esos ideales, tiene una exigencia ineludible: la educación. Pero esa exigencia nos traslada al "hacer" al que se refería el interrogante kantiano. Sólo el "hacer del pensar"; la creación de instituciones que fomenten la libertad de la mente será el quehacer esencial de nuestro tiempo. Una empresa política que, por cierto, se funda en otro "hacer": el de la inteligencia y honradez de quienes nos gobiernen. Honradez y decencia que necesita de la nuestra al elegirlos.

Emilio Lledó (Sevilla, 1927) es autor, entre otros libros, de El marco de la belleza y el desierto de la arquitectura (Biblioteca Nueva), Ser quien eres. Ensayos para una educación democrática (Universidad de Zaragoza) y Filosofía y lenguaje (Crítica).

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