Il Sugo, es decir Su Majestad la Salsa, es la única institución que todo italiano respeta y venera. No hay familia que no tenga su propia manera de prepararla, su propio ritual para comerla, no existe nonna que pase a mejor vida sin haber comprobado que su legado gastronómico haya sido comprendido por nuera e hijos, mamma que no sople la receta a sus chavales que se emancipan y dejan el nido. En un panorama fragmentado y caótico como el transalpino, los ciudadanos se agarran a su pequeño huertecito y el típico espíritu del campanilismo, encuentra su más evidente reflejo en la receta de la salsa. Un experimento: recorran cualquier calle italiana, llamen a todas las puertas y no encontrarán dos recetas idénticas del dichoso aliño para la pasta. Detrás de cada puerta, por supuesto, estarán personas empeñadas en convenceros de que su interpretación es la mejor de la calle, del país y del mundo. Y todos os contarán su historia. La historia de cómo nació y se cristalizó en la tradición familiar aquella receta.
Eso es lo que pasa en el espléndido documental, Italianamerican, que en 1974 Martin Scorsese (por aquel entonces había firmado Malas calles y Alicia ya no vive aquí) rodó entre el salón y la cocina de su casa de Little Italy. En estos días sale en DVD junto con el recetario de su mamma - el libro más custodiado de cualquier hogar - gracias al esfuerzo filológico de la Cinemateca de Bolonia (inédito también en España, se puede comprar aquí http://www.cinetecadibologna.it/comprare/categorie/obj_Italianamerican en idioma original, un espléndido inglés que recuerda a Los Sopranos). Il Sugo es el protagonista absoluto, el pretexto, colorado y paciente, de los cincuenta minutos en que Catherine y Charles, padres del director, recorren de manera leve y conmovedora la historia de una normal familia de inmigrantes: la pobreza, los sacrificios, el peso de los sueños y también los logros, la tranquilidad económica alcanzada en un país que era una chistera llena de posibilidades, el viaje a Polizzi Generosa, en las montañas de Palermo, posible sólo tras 39 años de matrimonio e indómito trabajo, para buscar los fragmentos de una familia cercana en el espíritu pero desconocida. "Mi padre trabajaba en la quilla de los barcos. A lo mejor, les dejaban una semana entera sepultados allá dentro para hacer manutención, les llevaban comida pero no podían salir", dice Charles, detrás de unas gafas muy similares a las de su hijo, años más tarde. "Mi madre no hacía otra cosa que cocinar, en el día para nosotros los hijos, en la noche para mi padre que volvía del tajo", sigue. Redondita, enfundada en un camisón rosa pastel, con una coqueta melena blanca y el trapo siempre en la mano, Catherine revolotea entre el sofá (cubierto de celofán, claro, para que no se desgaste), los fogones donde barbulla la salsa y la mesa del comedor, lugar privilegiado para evocar recuerdos y anécdotas. Catherine capturó a los espectadores con su aparición en Uno de los nuestros, donde prepara un fantástico plato de pasta a su hijo Joe Pesci y a los buenos chicos de sus amigos, que llevan un cadáver aún caliente en el maletero. En sus palabras toma forma aquella "única, grande familia de los italianos de nueva York: la gente dejaba la puerta abierta, entrabas y salías cuándo y dónde te daba la gana. Yo llegaba y le preguntaba a mi madre: '¿qué has cocinado?' Si no me gustaba, bajaba a donde los vecinos", recuerda Charles. "Mi padre hacía andamios, aquellas estructuras que sirven para las obras en los edificios. Iba a Springfield, en Nueva Jersey. Salía el lunes y volvía el viernes por la tarde. 45 dólares a la semana. Era mucho para la época, daba de comer a nueve hijos", dice Catherine y cuenta de cómo hasta se hacía el vino en casa: "Se compraba la uva, se exprimía con los pies y se dejaba en el barril fermentando en una habitación. Era buenísimo". Y así a seguir. Mientras se come y se espera a su Majestad la Salsa.
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