sábado, 25 de septiembre de 2010

LOS HEREDEROS DE FACUNDO Y MARTIN FIERRO (Por Jorge Laforggue, Diario EL PAÍS, España)



I Académicos y peripatéticos coinciden en proclamar al ensayo como el género literario de mayor predicamento en el continente latinoamericano durante el siglo XIX. Y sucedió así en la Argentina, a impulsos del proceso independentista y la consecuente búsqueda de una identidad nacional, siempre esquiva. Desde Mariano Moreno hasta José Ingenieros el ensayo tuvo un enorme peso en la consolidación de nuestra nación. Concuerdo con Piglia en que han resultado ineludibles para consolidar las actuales escrituras Rodolfo Walsh, Manuel Puig y Juan José Saer. No obstante, las dos obras mayores de la literatura argentina de ese amplio periodo, Facundo y Martín Fierro, no son ensayos; aunque quizá lo sean sesgadamente, pues el inclasificable texto de Sarmiento participa tanto del ensayo como de la narrativa y el panfleto político, mientras que el estupendo poema de José Hernández tiene una insoslayable veta de fuertes planteos sociales.
Pero bien puede afirmarse que recién hacia el Centenario (1910) la literatura nacional alcanza un punto de desarrollo y por ende de diversificación tal que le permite exhibir frutos maduros tanto en el ensayo como en poesía, teatro, cuento y novela.
II En buena medida ese fenómeno se debió a la revulsiva presencia de Rubén Darío a orillas del Plata por más de cinco años. Luego de su cruzada el lenguaje pasó a ser el gran protagonista de nuestra literatura; y los movimientos renovadores que nos deparó el siglo XX: modernismo, vanguardias y boom de la narrativa en los sesenta no hicieron más que profundizar las huellas del nicaragüense.
Durante la década de los sesenta se fueron afirmando nuevas voces, que la dictadura posterior intentó acallar impiadosamente pero que conformaron la plataforma a partir de la cual despegaron y emprendieron vuelos propios los escritores que vienen produciendo entre las postrimerías del XX y los comienzos del nuevo siglo.
Concuerdo con Ricardo Piglia en que tres de ellos son fundamentales y que más allá de su heterogeneidad o precisamente por ella han resultado ineludibles para consolidar las actuales escrituras: Rodolfo Walsh, abatido por la dictadura en 1977; Manuel Puig, muerto en Cuernavaca en 1990, y Juan José Saer, que la mitad de su vida residió en París, donde murió en 2005.
III El ensayo ha diversificado su tronco en múltiples ramas: política, filosófica, literaria, científica, etcétera. Y no pocas veces ha acentuado un rasgo con antecedentes: los ensayistas incursionan con igual o mayor fortuna en otros rubros, de la poesía a la narrativa. Ya Borges, Ezequiel Martínez Estrada y Ernesto Sábato ejemplificaban plenamente ese fenómeno antes de 1980; pero ese año Ricardo Piglia publica Respiración artificial, su primera novela, que es una sutil indagación escrituraria en la cual una fuerte corriente ensayística se deja sentir bajo el oleaje narrativo (ensayos y cuentos de Piglia habían precedido y seguirían transitando similar camino).
Otro ejemplo muy diverso lo constituye Juan Gelman, que además de ser el mayor poeta argentino vivo es un agudo e inclaudicable ensayista político. U otro, fuera de serie, como corresponde al personaje: César Aira, que por aquella fecha comenzó su harto fértil trayectoria de narrador y, años después, publica un Diccionario de autores latinoamericanos, con varias entradas que constituyen agudos miniensayos.
De donde ensayistas de pura cepa no abundan en la actualidad. Horacio González, Beatriz Sarlo y Ricardo Forster se cuentan entre los más reconocidos; como también José Pablo Feinmann, de muy extensa y despareja obra en múltiples terrenos.
IV Podría afirmarse que hoy la narrativa y la poesía "ganan la partida". En el primer rubro, los nombres mayores corresponden a mujeres: Juana Bignozzi y Diana Bellessi, para ser escueto. Con respecto al segundo, la abundancia hace que resulte muy difícil -y seguramente muy injusta- cualquier mención. Sin embargo, arriesgo.
La Argentina, que ha producido en lengua castellana altísimos ejemplos en literatura fantástica, policial e historieta, tiene hoy dos notables escritores que han sabido utilizar los recursos de esos géneros: Guillermo Martínez y Pablo de Santis. No son los únicos: diversamente, Marcelo Cohen, Juan Sasturain, Mempo Giardinelli y Juan Martini, bordeando los mismos terrenos, suscribieron obras de envergadura. Si bien ellos no quedan encerrados dentro de ningún límite genérico, pues si algo caracteriza en nuestro país a cuentistas y novelistas es su notoria independencia frente a padres y modelos, su libertad de procedimientos en la(s) escritura(s). A los nombres antes consignados agregaría los de Sergio Chejfec, Martín Kohan, Alan Pauls, Carlos Gamerro, Leopoldo Brizuela, Eduardo Muslip, Pablo Ramos, y de varias escritoras, entre otras, Claudia Piñeiro, Ana María Shúa, Liliana Heder, Vlady Kociancich y Sylvia Iparraguirre.
V Si en los años sesenta géneros como la historieta rompen los límites de la marginalidad crítica, volcando sus caudalosas aguas en el río sin orillas de nuestra literatura (el solo nombre de Héctor Germán Oesterheld despeja cualquier duda al respecto), no debe entonces asombrarnos la enorme expansión de los textos dedicados a los niños y adolescentes (literatura infantojuvenil), con el impulso inicial de una escritora "faro", María Elena Walsh. De ella a nuestros días se ha ido conformando una corriente arrolladora de voces, que conforman hoy un coro inmenso, deslumbrante; entre esas muchas voces señalo algunas de extendida trayectoria: Elsa Bornemann, Graciela Montes, Laura Devetach, Ana María Ramb, Gustavo Roldán, Graciela Cabal, Shúa... en un oleaje que no cesa.
La gran literatura nacional -Borges, Roberto Arlt, Leopoldo Marechal, Julio Cortázar, Puig, Saer, Gelman- se ha enriquecido en las últimas décadas con los aportes de varios de los escritores que he mencionado y de otros que el espacio remiso y mi ignorancia no han permitido subir al papel. Muchos están recibiendo el reconocimiento internacional de editores y lectores; otros seguramente pronto lo van a recibir.
Lector hedónico, a medias selectivo y algo distraído, no puedo sin embargo sustraerme a declarar mis afinidades electivas. Reitero entonces: Pablo de Santis, claro alquimista del verbo y la trama; sumo: Elvio E. Gandolfo, a quien se le deben cuentos estupendos, donde los claroscuros se resuelven con inéditos fulgores; y pongo punto final, sumido aún en la tristeza: días atrás murió Fogwill, para quien respirar era escribir o, tal vez mejor, a la inversa: su escritura era su misma respiración.

Jorge Lafforgue (Esquel, Chubut, 1935) es editor y crítico argentino.

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