http://www.elpais.com/articulo/opinion/carnicero/Praga/elpepiopi/20111009elpepiopi_11/Tes
Hace por lo menos tres décadas que no leía un Premio Goncourt. En los años sesenta, cuando trabajaba en la Radio Televisión Francesa, lo hacía de manera obligatoria, pues debíamos dedicarle el programa “La literatura en debate”, en el que, con Jorge Edwards, Carlos Semprún y Jean Supervielle, pasábamos revista semanal a la actualidad literaria francesa. O mi memoria es injusta, o aquellos premios eran bastante flojos, pues no recuerdo uno solo de los siete que en aquellos años comenté.
Pero estoy seguro, en cambio, que este Goncourt que acabo de leer,
HHhH, de Laurent Binet –tiene 39 años, es profesor y ésta es su primera
novela–lo recordaré con nitidez lo que me queda de vida. No diría que es
una gran obra de ficción, pero sí que es un magnífico libro. Su
misterioso título son las siglas de una frase que, al parecer, se decía
en Alemania en tiempos de Hitler: “Himmlers Hirn heisst Heydrich” (El
cerebro de Himmler se llama Heydrich).
La recreación histórica de la vida y la época del jefe de la
Gestapo, Reinhard Heydrich, de la creación y funciones de las SS, así
como de la preparación y ejecución del atentado de la resistencia
checoslovaca que puso fin a la vida del Carnicero de Praga (se le
apodaba también “La bestia rubia”) es inmejorable. Se advierte que hay
detrás de ella una investigación exhaustiva y un rigor extremo que lleva
al autor a prevenir al lector cada vez que se siente tentado –y no
puede resistir la tentación– de exagerar o colorear algún hecho, de
rellenar algún vacío con fantasías o alterar alguna circunstancia para
dar mayor eficacia al relato. Esta es la parte más novelesca del libro,
los comentarios en los que el narrador se detiene para referir cómo
nació su fascinación por el personaje, los estados emocionales que
experimenta a lo largo de los años que le toma el trabajo, las pequeñas
anécdotas que vivió mientras se documentaba y escribía. Todo esto está
contado con gracia y elegancia, pero es, a fin de cuentas, adjetivo
comparado con la formidable reconstrucción de las atroces hazañas
perpetradas por Heydrich, que fue, en efecto, el brazo derecho de
Himmler y uno de los jerarcas nazis más estimados por el propio Führer.
“Carnicero”, “bestia” y otros apodos igual de feroces no bastan, sin
embargo, para describir a cabalidad la vertiginosa crueldad de esa
encarnación del mal en que se convirtió Reinhard Heydrich a medida que
escalaba posiciones en las fuerzas de choque del nazismo hasta llegar a
ser nombrado por Hitler el Protector de las provincias anexadas al Reich
de Bohemia y Moravia. Era hijo de un pasable compositor y recibió una
buena educación, en un colegio de niños bien donde sus compañeros lo
atormentaban acusándolo de ser judío, acusación que estropeó luego su
carrera en la Marina de Guerra. Tal vez su precoz incorporación a las
SS, cuando este cuerpo de elite del nazismo estaba apenas
constituyéndose, fue la manera que utilizó para poner fin a esa sospecha
que ponía en duda su pureza aria y que hubiera podido arruinar su
futuro político. Fue gracias a su talento organizador y su absoluta
falta de escrúpulos que las SS pasaron a ser la maquinaria más efectiva
para la implantación del régimen nazi en toda la sociedad alemana, la
fuerza de choque que destrozaba los comercios judíos, asesinaba
disidentes y críticos, sembraba el terror en sindicatos independientes o
fuerzas políticas insumisas, y, comenzada la guerra, la punta de lanza
de la estrategia de sujeción y exterminación de las razas inferiores.
En la célebre conferencia de Wannsee, del 20 de enero de 1942, fue
Heydrich, secundado por Eichmann, quien presentó, con lujo de detalles,
el proyecto de “Solución Final”, es decir, de industrializar el
genocidio judío –la liquidación de once millones de personas– utilizando
técnicas modernas como las cámaras de gas, en vez de continuar con la
liquidación a balazos y por pequeños grupos, lo que, según explicó,
extenuaba física y psicológicamente a sus Einsatzgruppen. Cuentan que
cuando Himmler asistió por primera vez a las operaciones de exterminio
masivo de hombres, mujeres y niños, la impresión fue tan grande que se
desmayó. Heydrich estaba vacunado contra esas debilidades: él asistía a
los asesinatos colectivos con papel y lápiz a la mano, tomando nota de
aquello que podía ser perfeccionado en número de víctimas, rapidez en la
matanza o en la pulverización de los restos. Era frío, elegante, buen
marido y buen padre, ávido de honores y de bienes materiales, y, a los
pocos meses de asumir su protectorado, se jactaba de haber limpiado
Checoslovaquia de saboteadores y resistentes y de haber empezado ya la
germanización acelerada de checos y eslovacos. Hitler, feliz, lo
llamaba a Berlín con frecuencia para coloquios privados.
En estos precisos momentos, el gobierno checo en el exilio de Londres, presidido por Benes, decide montar la “Operación Antropoide”, para ajusticiar al Carnicero de Praga, a fin de levantar la moral de la diezmada resistencia interna y mostrar al mundo que Checoslovaquia no se ha rendido del todo al ocupante. Entre todos los voluntarios que se ofrecen, se elige a dos muchachos humildes, provincianos y sencillos, el eslovaco Jozef Gabcík y el checo Jan Kubiš. Ambos son adiestrados en la campiña inglesa por los jefes militares del exilio y lanzados en paracaídas. Durante varios meses, malvivirán en escondrijos transeúntes, ayudados por los pequeños grupos de resistentes, mientras hacen las averiguaciones que les permitan montar un atentado exitoso en el que, tanto Gabcík como Kubiš lo saben, tienen muy pocas posibilidades de salir con vida.
En estos precisos momentos, el gobierno checo en el exilio de Londres, presidido por Benes, decide montar la “Operación Antropoide”, para ajusticiar al Carnicero de Praga, a fin de levantar la moral de la diezmada resistencia interna y mostrar al mundo que Checoslovaquia no se ha rendido del todo al ocupante. Entre todos los voluntarios que se ofrecen, se elige a dos muchachos humildes, provincianos y sencillos, el eslovaco Jozef Gabcík y el checo Jan Kubiš. Ambos son adiestrados en la campiña inglesa por los jefes militares del exilio y lanzados en paracaídas. Durante varios meses, malvivirán en escondrijos transeúntes, ayudados por los pequeños grupos de resistentes, mientras hacen las averiguaciones que les permitan montar un atentado exitoso en el que, tanto Gabcík como Kubiš lo saben, tienen muy pocas posibilidades de salir con vida.
Las páginas que Binet dedica a narrar el atentado, lo que ocurre
después, la cacería enloquecida de los autores por una jauría que
asesina, tortura y deporta a miles de inocentes, son de una gran
maestría literaria. El lenguaje limpio, transparente, que evita toda
truculencia, que parece desaparecer detrás de lo que narra, ejerce una
impresión hipnótica sobre el lector, quien se siente trasladado en el
espacio y en el tiempo al lugar de los hechos narrados, deslizado
literalmente en la intimidad incandescente de los dos jóvenes que
esperan la llegada del coche descapotable de su víctima, los
imprevistos de último minuto que alteran sus planes, el revólver que se
encasquilla, la bomba que hace saltar sólo parte del coche, la
persecución por el chofer. Todos los pormenores tienen tanta fuerza
persuasiva que quedan grabados de manera indeleble en la memoria del
lector.
Parece mentira que, luego de este cráter, el libro de Laurent Binet sea capaz todavía de hacer vivir una nueva experiencia convulsiva a sus lectores, con el relato de los días que siguen al atentado que acabó con la vida de Heydrich. Hay algo de tragedia griega y de espléndido thriller en esas páginas en que un grupo de checos patriotas se multiplica para esconder a los ajusticiadores, sabiendo muy bien que por esa acción deberán morir también ellos, hasta el epónimo final en que, vendidos por un Judas llamado Karel Curda, Gabcík, Kubiš y cinco compañeros de la resistencia se enfrentan a balazos a 800 SS durante cinco horas, en la cripta de una iglesia, antes de suicidarse para no caer prisioneros.
Parece mentira que, luego de este cráter, el libro de Laurent Binet sea capaz todavía de hacer vivir una nueva experiencia convulsiva a sus lectores, con el relato de los días que siguen al atentado que acabó con la vida de Heydrich. Hay algo de tragedia griega y de espléndido thriller en esas páginas en que un grupo de checos patriotas se multiplica para esconder a los ajusticiadores, sabiendo muy bien que por esa acción deberán morir también ellos, hasta el epónimo final en que, vendidos por un Judas llamado Karel Curda, Gabcík, Kubiš y cinco compañeros de la resistencia se enfrentan a balazos a 800 SS durante cinco horas, en la cripta de una iglesia, antes de suicidarse para no caer prisioneros.
La muerte de Heydrich desencadenó represalias indescriptibles, como
el exterminio de toda la población de Lídice, y torturas y matanzas de
centenares de familias eslovacas y checas. Pero, también, mostró al
mundo lo que, todavía en 1942, muchos se negaban a admitir: la verdadera
naturaleza sanguinaria y la inhumanidad esencial del nazismo. En
Checoslovaquia misma, pese al horror que se vivió en las semanas y meses
siguientes a la “Operación Antropoide”, la muerte de Heydrich mantuvo
viva la convicción de que, pese a todo su poderío, el Tercer Reich no
era invencible.
Un buen libro, como éste, perdura en la conciencia, y es un gusanito
que no nos da sosiego con esas preguntas inquietantes: ¿cómo fue
posible que existiera una inmundicia humana de la catadura de un
Reinhard Heydrich? ¿Cómo fue posible el régimen en que individuos como
él podían prosperar, alcanzar las más altas posiciones, convertirse en
amos absolutos de millones de personas? ¿Qué debemos hacer para que una
ignominia semejante no vuelva a repetirse?
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2011. © Mario Vargas Llosa, 2011.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2011. © Mario Vargas Llosa, 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario