'The Wire' tiene la densidad, diversidad, ambición totalizadora y sorpresas que en las buenas novelas parecen reproducir la vida misma. No lo había visto nunca en una serie de televisión
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Desde que la serie televisiva The Wire se transmitió he leído tantos
elogios sobre ella que no exagero si digo que he vivido varios años
esperando robar un tiempo al tiempo para verla. Lo he hecho, por fin, y
he gozado con los episodios de las cinco temporadas como leyendo una de
esas grandes novelas decimonónicas -las de Dickens o de Dumas- que
aparecían por capítulos en los diarios a lo largo de muchas semanas.
Lo primero que sorprende es que la televisión de Estados Unidos -la
HBO en este caso- haya producido una serial que critica a la sociedad y a
las instituciones de ese país de una manera tan feroz. Probablemente en
ningún otro hubiera sido posible; pero, esto no es novedad, pues tanto
en el cine como en la televisión norteamericanos es frecuente esa visión
destemplada y beligerante de sus políticos, empresarios, jueces,
carceleros, banqueros, militares, policías, sindicalistas, profesores,
etcétera. La diferencia es que aquellas críticas suelen ser
individualizadas: son sujetos concretos los que se corrompen y
delinquen, excepciones negativas que no afectan la esencia benigna del
sistema. En The Wire ocurre al revés; es el sistema mismo el que parece
condenado sin remedio, pese a que algunos de quienes trabajan en él sean
gentes de buena entraña y hasta heroicos idealistas como Howard Colvin.
Aunque
tiene el clásico esquema de una confrontación entre policías y
delincuentes, The Wire rompe a cada paso ese maniqueísmo mostrando que,
en el mundo en que transcurre la historia -los barrios negros y
miserables de Baltimore, los colegios públicos de la periferia, las
comisarías marginales, los almacenes y muelles del puerto, la redacción
del principal periódico de la ciudad, The Sun, y las oficinas de la
Municipalidad- hay buenos y malos entreverados y que en muchos casos la
bondad y la maldad coexisten en una misma persona por momentos y según
las situaciones. Lo único que queda claro, al final, es que, en aquella
sociedad, casi todos fracasan, y, los pocos que tienen éxito, lo
alcanzan porque son unos pícaros redomados o por obra del azar.
Una
obra semejante debería dejar una sensación profundamente pesimista en
el espectador, y, sin embargo, sucede todo lo contrario. Pese al
fatalismo que preside la vida de esas gentes, hay entre los policías,
los camellos vendedores de drogas, los ladrones, los matones, los
periodistas, los profesores, gentes tan entrañables como el detective
borrachín y parrandero Jimmy McNulty, o el policía convertido en maestro
de escuela Roland Prez Pryzbylewski, el tierno adicto y confidente
Bubbles, o los estibadores que ven, impotentes pero risueños, la
desaparición de los astilleros que les han dado de comer y ahora los
dejarán en el paro y el hambre. Gracias a ellos, uno sale reconciliado
con la fauna humana, esa sensación de que, a pesar de que todo anda mal,
la vida vale la pena de ser vivida aunque sólo sea por aquellos
momentos de alegría que se viven disfrutando un trago en el bar de la
esquina con los compañeros, o recordando aquella noche de amor, o la
emboscada que tuvo éxito y -¡por una vez!- mandó al asesino entre rejas.
Los
dos autores de The Wire, el ex periodista David Simon y el ex policía
Ed Burns, trabajaron muchos años en el mundo que describe la serie. El
primero de ellos dice que la concibieron como una novela filmada, y,
también, que la mayor influencia que ambos reconocen es la de la
tragedia griega, pues, en su historia, también la suerte de los
individuos está fijada desde antes de nacer, por "unos dioses
indiferentes" contra los que es inútil rebelarse. Algo de cierto hay en
ambas afirmaciones. The Wire tiene la densidad, la diversidad, la
ambición totalizadora y las sorpresas e imponderables que en las buenas
novelas parecen reproducir la vida misma (en verdad, no es así, pues la
vida que muestran es la que inventan), algo que no he visto nunca en una
serie televisiva, a las que suele caracterizar la superficialidad y el
esquematismo. También es verdad que un destino fatídico parece regir la
vida de toda la fauna humana que la habita, algo que, justamente, da a
sus esfuerzos por escapar a ese cepo invisible que la atenaza, un
carácter dramático, patético y a veces hasta cómico.
¿Es la vida
así, como la viven esos simpáticos y antipáticos pobres diablos? En
absoluto. La vida de The Wire es la vida hechizada de las buenas
ficciones, una vida amasada con pedazos de realidad que pasaron por la
memoria, la imaginación y la destreza de unos guionistas, directores,
actores y productores que se las arreglaron, por fin, para escapar de
las banales series de entretenimiento a que nos tiene acostumbrados la
pequeña pantalla y realizaron una obra auténticamente creativa: un mundo
original, tan persuasivo en su coherencia y en su transcurrir, en la
psicología de sus tipos humanos y en las peripecias de las que son
autores o víctimas, en la riqueza de su jerga barriobajera, de sus
dichos, de su mitología, de su mentalidad, que parece la pura verdad
(ese es el triunfo de las grandes mentiras que son todas las buenas
ficciones).
Como cada episodio de The Wire es tan endiabladamente
entretenido, el espectador tiene la impresión de que, al igual que otras
series, ésta también es pura diversión pasajera que se agota en ella
misma. Pero no es así. La obra está llena de tesis y mensajes disueltos
en la historia, que transpiran de ella e impregnan la sensibilidad de
los televidentes sin que éstos lo adviertan. El más inequívoco es la
convicción de que la lucha contra las drogas es una empresa costosa e
inútil que nunca tendrá éxito, que sólo sirve para asegurar a la
marihuana, la cocaína, el éxtasis y toda la parafernalia de
estupefacientes naturales o químicos un mercado creciente, para causar
más delincuencia y sangre en los barrios donde se trafica y para
asegurar pingües ganancias a la multitudinaria maquinaria que se ocupa
del tráfico.
La otra es todavía más inquietante: en las sociedades
libres de nuestros días, la justicia pasa cada vez menos por las
instituciones encargadas de garantizarla, como son la policía, las
autoridades y los jueces, y cada vez más por las propias mafias y por
individuos solitarios que, sabedores de la inutilidad de recurrir al
sistema en busca de reparaciones o sanciones para los abusos de que son
víctimas, ejecutan la justicia por su propia mano. Uno de los personajes
más fascinantes de la serie es Omar, ladrón que roba a ladrones (y, por
eso, según el refrán, debería tener cien años de perdón) y, de una
manera más bien instintiva y casi animal, desface entuertos y castiga,
infligiéndoles su propia medicina -es decir, la muerte-, a los asesinos
del barrio. Que lo mate uno de esos niños de la barriada para los que su
solo nombre es leyenda, tiene un siniestro simbolismo: en esos niveles
de aislamiento y desamparo la civilización no llega ni llegará nunca y
la única justicia a la que pueden aspirar los infelices que allí habitan
la deparan los propios delincuentes o el azar.
The Wire no es
menos pesimista en lo que se refiere a la política ni al periodismo.
Ambas parecen actividades donde la decencia, la honradez y los
principios son triturados por una maquinaria de malas costumbres,
inmoralidad o negligencia contra la que no hay amparo. El alcalde Tommy
Carcetti, antes de ser elegido, era un hombre bien intencionado y
limpio, pero, apenas llega al poder municipal, tiene que hacer los
pactos y concesiones necesarios para no perder terreno y termina tan
hipócrita y cínico como su predecesor. El jefe de redacción del The
Baltimore Sun descubre que uno de sus redactores falsea las noticias
para hacerlas más atractivas y, al principio, trata de sancionarlo. Pero
los dueños del diario están encantados con el material escandaloso y
aquel, entonces, para salvar su puesto, debe inclinarse y mirar al otro
lado. Que el periodista sinvergüenza reciba, al final de la serie, el
Premio Pulitzer, lo dice todo sobre la visión amarga que The Wire ofrece
sobre el alguna vez llamado cuarto poder del Estado.
Quisiera
terminar con una crítica a la visión de la sociedad norteamericana de
esta serie televisiva magistral: su existencia y el hecho de que haya
sido difundida por HBO es el desmentido más flagrante a su desesperanza y
a su sombría convicción de que no hay redención posible para Baltimore
ni para el país que cobija a esa ciudad. Que se pueda decir lo que ella
dice a los televidentes de esa manera tan eficaz y convincente es la
prueba mejor de que aquellos dioses indiferentes no son omnipotentes,
que, al igual que sus antecesores griegos, adolecen de vulnerabilidad y
pueden ser a veces derrotados por esos humanos a los que zarandean y
confunden.
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