http://www.elpais.com/articulo/economia/globalizacion/protesta/elpepieco/20111106elpepieco_2/Tes
El movimiento de protesta que nació en enero en Túnez, para luego
extenderse a Egipto y de allí a España, ya es global: la marea de
protestas llegó a Wall Street y a diversas ciudades de Estados Unidos.
La globalización y la tecnología moderna ahora permiten a los
movimientos sociales trascender las fronteras tan velozmente como las
ideas. Y la protesta social halló en todas partes terreno fértil: hay
una sensación de que el "sistema" fracasó, sumada a la convicción de
que, incluso en una democracia, el proceso electoral no resuelve las
cosas, o por lo menos, no las resuelve si no hay de por medio una fuerte
presión en las calles. En mayo visité el escenario de las protestas
tunecinas; en julio, hablé con los indignados españoles; de allí partí
para reunirme con los jóvenes revolucionarios egipcios en la plaza de
Tahrir de El Cairo; y hace unas pocas semanas, conversé en Nueva York
con los manifestantes del movimiento Ocupar Wall Street (OWS). Hay una
misma idea que se repite en todos los casos, y que el movimiento OWS
expresa en una frase muy sencilla: "Somos el 99%".
Un multimillonario como Warren Buffett paga menos impuestos que su secretaria
Tenemos un sistema donde a los banqueros se los rescató, y a sus víctimas se les abandonó
Este eslogan remite al título de un artículo que publiqué hace poco. El artículo se titula Del 1%, por el 1% y para el 1%,
y en él describo el enorme aumento de la desigualdad en Estados Unidos:
el 1% de la población controla más del 40% de la riqueza y recibe más
del 20% de los ingresos. Y los miembros de este selecto estrato no
siempre reciben estas generosas gratificaciones porque hayan contribuido
más a la sociedad (esta justificación de la desigualdad quedó
totalmente vaciada de sentido a la vista de las bonificaciones y de los
rescates); sino que, a menudo, las reciben porque, hablando mal y
pronto, son exitosos (y en ocasiones corruptos) buscadores de rentas.
No
voy a negar que dentro de ese 1% hay algunas personas que dieron mucho
de sí. De hecho, los beneficios sociales de muchas innovaciones reales
(por contraposición a los novedosos "productos" financieros que
terminaron provocando un desastre en la economía mundial) suelen superar
con creces lo que reciben por ellas sus creadores.
Pero, en todo
el mundo, la influencia política y las prácticas anticompetitivas (que a
menudo se sostienen gracias a la política) fueron un factor central del
aumento de la desigualdad económica. Una tendencia reforzada por
sistemas tributarios en los que un multimillonario como Warren Buffett
paga menos impuestos que su secretaria (como porcentaje de sus
respectivos ingresos), o donde los especuladores que contribuyeron a
colapsar la economía global tributan a tasas menores que quienes ganan
sus ingresos trabajando.
Se han publicado en estos últimos años
diversas investigaciones que muestran lo importantes que son las ideas
de justicia y lo arraigadas que están en las personas. Los manifestantes
de España y de otros países tienen derecho a estar indignados: tenemos
un sistema donde a los banqueros se los rescató, y a sus víctimas se las
abandonó para que se las arreglen como puedan. Para peor, los banqueros
están otra vez en sus escritorios, ganando bonificaciones que superan
lo que la mayoría de los trabajadores esperan ganar en toda una vida,
mientras que muchos jóvenes que estudiaron con esfuerzo y respetaron
todas las reglas ahora están sin perspectivas de encontrar un empleo
gratificante.
El aumento de la desigualdad es producto de una
espiral viciosa: los ricos rentistas usan su riqueza para impulsar leyes
que protegen y aumentan su riqueza (y su influencia). En la famosa
sentencia del caso Citizens United, la Corte Suprema de Estados
Unidos dio a las corporaciones rienda suelta para influir con su dinero
en el rumbo de la política. Pero mientras los ricos pueden usar sus
fortunas para hacer oír sus opiniones, en la protesta callejera la
policía no me dejó usar un megáfono para dirigirme a los manifestantes
del OWS.
A nadie se le escapó este contraste: por un lado, una
democracia hiperregulada, por el otro, la banca desregulada. Pero los
manifestantes son ingeniosos: para que todos pudieran oírme, la multitud
repetía lo que yo decía; y para no interrumpir con aplausos este
"diálogo", expresaban su acuerdo haciendo gestos elocuentes con las
manos.
Tienen razón los manifestantes cuando dicen que algo está
mal en nuestro "sistema". En todas partes del mundo tenemos recursos
subutilizados (personas que desean trabajar, máquinas ociosas, edificios
vacíos) y enormes necesidades insatisfechas: combatir la pobreza,
fomentar el desarrollo, readaptar la economía para enfrentar el
calentamiento global (y esta lista es incompleta). En Estados Unidos, en
los últimos años se ejecutaron más de siete millones de hipotecas, y
ahora tenemos hogares vacíos y personas sin hogar.
Una crítica que
se les hace a los manifestantes es que no tienen un programa. Pero eso
supone olvidar cuál es el sentido de los movimientos de protesta. Son
ellos una expresión de frustración con el proceso electoral. Son una
alarma.
Las protestas globalifóbicas de 1999 en Seattle, en lo que
estaba previsto como la inauguración de una nueva ronda de
conversaciones comerciales, llamaron la atención sobre las fallas de la
globalización y de las instituciones y los acuerdos internacionales que
la gobiernan. Cuando los medios de prensa examinaron las reclamaciones
de los manifestantes, vieron que contenían mucho más que una pizca de
verdad. Las negociaciones comerciales subsiguientes fueron diferentes
(al menos en principio, se dio por sentado que serían una ronda de
desarrollo y que buscarían compensar algunas de las deficiencias
señaladas por los manifestantes) y el Fondo Monetario Internacional
(FMI) encaró después de eso algunas reformas significativas.
Es
similar a lo que ocurrió en la década de 1960, cuando en Estados Unidos
los manifestantes por los derechos civiles llamaron la atención sobre un
racismo omnipresente e institucionalizado en la sociedad
estadounidense. Aunque todavía no nos hemos librado de esa herencia, la
elección del presidente Barack Obama muestra hasta qué punto esas
protestas fueron capaces de cambiar Estados Unidos.
En un nivel
básico, los manifestantes actuales piden muy poco: oportunidades para
emplear sus habilidades, el derecho a un trabajo decente a cambio de un
salario decente, una economía y una sociedad más justas. Sus esperanzas
son evolucionarias, no revolucionarias. Pero en un nivel más amplio,
están pidiendo mucho: una democracia donde lo que importe sean las
personas en vez del dinero, y un mercado que cumpla con lo que se espera
de él.
Ambos objetivos están vinculados: ya hemos visto cómo la
desregulación de los mercados lleva a crisis económicas y políticas. Los
mercados solo funcionan como es debido cuando lo hacen dentro de un
marco adecuado de regulaciones públicas; y ese marco solamente puede
construirse en una democracia que refleje los intereses de todos, no los
intereses del 1%. El mejor Gobierno que el dinero puede comprar ya no
es suficiente.
Joseph E. Stiglitz es profesor de la Universidad de Columbia, premio Nobel de Economía y autor del libro Caída libre: Estados Unidos, el libre mercado y el hundimiento de la economía mundial.
Copyright: Project Syndicate, 2011.
Traducción de Esteban Flamini.
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