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Fueron horas de conmoción, de fuerte emoción, de sorpresa trágica.
Raúl Ruiz pertenecía desde hace muchos años al paisaje de la cultura,
del arte, del cine, en Francia, en otros países de Europa, en América
Latina y en Chile. Era uno de nuestros chilenos universales. En los
últimos años había mostrado un interés nuevo por las historias criollas,
por el campo chileno y sus personajes, sus fantasmas, sus leyendas.
Parecía que había hecho una relectura creativa, inventiva, libre, de la
literatura criollista. Los críticos de acá y de otros lados encontraban
en la fantasía del cine de Raúl Ruiz una expresión diferente, original,
no programada, de lo que se ha llamado realismo mágico en nuestra
novela. Son términos algo imprecisos, contaminados por las modas, que
sirven de algo y que también sirven para desorientar. Ruiz era el
primero en reírse de estas definiciones profesorales, de estas
aproximaciones. A la vez, fue de los pocos artistas chilenos que se
interesaron en serio en creadores como Alberto Blest Gana, como
Baldomero Lillo y Federico Gana, como el músico Alfonso Leng. Le daba
vuelta a lo chileno, lo revisaba y recreaba a la distancia y con afecto,
y por ese camino desembocaba en lo universal, sin insistencia y sin
populismo.
La ceremonia fúnebre en la iglesia de Saint-Paul de
París, en el centro del barrio emblemático del Marais, tuvo un estilo
particular, algo de película ruiziana con toques de Luis Buñuel. Por los
personajes, por el edificio mismo, por su fachada cubierta de andamios,
frente a la cual pasaba un camión municipal y los asistentes se pegaban
a los lados para que los escobillones de limpieza mecánica no los
pasaran a llevar. El ministro francés de Cultura, Frédéric Mitterrand,
estaba en la primera fila de la iglesia, junto al representante del
alcalde de París. Detrás se colocó un grupo de actrices dolientes, con
anteojos oscuros y ojos hinchados de llorar: Catherine Deneuve, la
primera, su hija Chiara Mastroianni y, entre otras, Marisa Paredes, una
de las grandes artistas del cine español actual, que había viajado en la
mañana desde Madrid para estar presente en la ceremonia. Al otro lado,
con la separación del ataúd, estaban Valeria Sarmiento y el grupo de los
amigos más íntimos. Dominaba por completo, en forma impresionante, un
aire de tristeza auténtica, profunda. Los que no se habían visto en las
últimas horas, las de antes y después, se reconocían y se abrazaban
largamente. El órgano de la iglesia daba la impresión de ensayar en
forma tímida, avanzando algunos compases y dejándolos en suspenso, un
fragmento del Requiem de Gabriel Fauré. Y el oficiante, un
sacerdote joven de origen africano, entonaba los responsos con buen oído
y desarrollaba la lectura de los textos sagrados con inteligencia,
dándoles sentido y acompañándolo todo con una gestualidad sobria,
comunicativa. La nutrida concurrencia, que había terminado por ocupar
hasta el último banco de la nave central, no seguía el ritual con la
experiencia suficiente, salvo excepciones, pero la comunicación, el
efecto esencial y de fondo, eran completos. Las palabras, que habrían
sido rutinarias en otro contexto, aquí adquirían fuerza, significaban
algo.
Paulo Branco, productor portugués de muchas de las películas
de Raúl Ruiz, viejo admirador y amigo suyo, habló en forma personal
desde el altar. Algunos creyeron que era un hermano suyo, no se sabía si
mayor o menor, y es posible que la intensa comunicación entre ambos, a
lo largo de jornadas interminables, haya producido hasta un parecido
físico. Se sabe que Paulo Branco, apasionado del cine, fanático de los
caballos de raza, intervenía en la narración fílmica, sugería cambios,
se identificaba con el director, pero también se intercambiaba con él en
alguna medida. Sus palabras desde el altar, tranquilas, algo lentas,
articuladas en un francés de calidad, se intercalaron en las honras
fúnebres con naturalidad. Fue, en resumen, una ceremonia de gran
elegancia, una construcción estética, como si Raúl Ruiz le hubiera
puesto algunos toques y la hubiera en parte dirigido desde el otro lado.
Lo
más notable quizá fue la salida, demorada, subrayada por un tumulto
afectuoso, con abrazos renovados, lagrimones, una que otra
reconciliación, bajo un sol que había escaseado en días anteriores, todo
seguido de un aplauso entusiasta, unánime, imitado por alguna gente que
pasaba por la calle, que había salido de compras, cuando el ataúd fue
colocado en el furgón de la empresa funeraria.
Crucé algunas
palabras con el ministro de Cultura, que se había quedado a la
intemperie y no se decidía a retirarse, y le dije que tenía dificultad
para encontrar traducciones francesas de Vicente Huidobro y mandárselas.
Le había hablado del asunto en una ocasión anterior: de la calidad de
esa poesía y de la gran pasión francófona del poeta, que intentó en una
etapa de su vida escribir en francés y que había sido compañero, amigo,
mentor, de muchos de los grandes personajes de la vanguardia de este
país, desde nombres ya legendarios como Guillaume Apollinaire, Max
Jacob, Tristan Tzara, Juan Gris. El ministro, hombre relacionado con el
cine, de visión moderna, me dijo ahora, con insistencia, se diría que
fuera de protocolo, que le mandara los libros en castellano.
Entretanto,
me preguntaba, para mis adentros, si a Vicente Huidobro no le había
faltado ese elemento criollo recuperado, ese regreso a las fuentes, esa
relectura libre que había practicado Raúl Ruiz. Me lo preguntaba y no
alcanzaba a tener una respuesta, aun cuando en Últimos poemas, en obras como Monumento al mar,
visionarias y a la vez locales, cartageninas, quizá se encontrara una
clave. Es decir, el regreso del poeta, del artista, a su región
original, a su punto de partida, podría mirarse e interpretarse, a lo
mejor, como uno de los rasgos constantes del arte chileno: algo propio
de un arte de la distancia, de la memoria remota y del reconocimiento en
la última vuelta del camino. ~
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