LA LECTORA PROVISORIA es el estupendo site de Eduardo Antín (Quintín) y su esposa Flavia De La Fuente, críticos de cine porteños y muy buenos amigos nuestros.
Lleno de ideas provocadoras y agudeza, este artículo de Quintín es una delicia porque desmonta el hermetismo chic (que en su oportunidad denunciamos) y que discurre (o mejor dicho innunda) esa franja difusa llamada "cine independiente"
¿Es el minimalismo una tendencia culposa o un pasaporte para el financiamiento irresponsable con interés social flat?
Oscar Contreras Morales.-
Escribe Quintín.-
Llegamos tarde de cenar, pero no quería irme a dormir sin explicar por qué no me gustaron esas películas que vi entre ayer y hoy, que me dejaron de muy mal humor.
La primera fue El camino entre dos puntos de Sebastián Díaz Morales, un señor que vive en Holanda y que logró financiación de Huber Bals (cada vez más al servicio de las malas causas) y de la Fundación Guggenheim. Para mí es un misterio, porque no parece alguien que tenga ninguna trayectoria en el cine, sino más bien un señor rico que fue a filmar planos aéreos a la Patagonia y una historia incomprensible de un personaje que anda con un revolver y se pierde en el desierto, un irlandés que discursea y otras escenas más gratuitas que incomprensibles. Díaz Morales roba escenas de Lisandro Alonso y de Gus Van Sant y divide su película en capítulos numerados en orden descendente. Me quedaron grabados los títulos, un ejemplo de pedantería que resulta difícil comparar con otros: VI: Civilización. V: Camino. IV: Conquista. III Desierto. II: Caverna. I: Visión (tal vez un poquito de Gaspar Noé también). Esta especie de hermetismo chic intenta pasar por misterioso y cinematográfico, pero parece más bien un pastiche de planos arbitrarios (algunos más rebuscados que otros) y el borrador de una narración que nunca existió. No sé cuál es la idea de mostrar un tipo que gatilla un revólver contra el piso de piedras, pero más sospecho que no hay ninguna, sino que Morales supuso que quedaba bonito.
La segunda se llama Un sourire malicieux éclaire son visage, es de la francesa Christelle Lheureux y consiste en un muchacho y una chica que dan vueltas uno alrededor del otro en un set de filmación al aire libre mientras ven Los pájaros. El relata la película como si se la estuviera contando a un espectador ciego (en inglés con acento francés) y su voz se superpone con el sonido original de la película de Hitchcock. Todo esto no dura diez minutos, como hubiera sido previsible, sino 75, casi el metraje del film original. La película no es buena ni mala, es estúpida: un ejercicio que una vez formulado como idea no parece necesario llevar a la práctica. La única utilidad, tal vez, de todo esto es que se comprueba que Los pájaros es atractiva aun si ser vista. Es lamentable que las escuelas de artes visuales produzcan engendros como este, lo que habla muy mal de la educación moderna. Aunque tal vez estemos frente a un nuevo modelo de artista conceptual: el que demuestra, ante todo, no tener ningún talento y su propuesta es lo más chata y lo menos arriesgada que se puede formular. A veces parece que esos proyectos son los que consiguen financiación con el solo recurso de que su formulación venga con la etiqueta de “original” aunque su ejecución sea irrelevante.
El tercer engendro de esta seguidilla maldita es el menos obviamente inútil. Se trata de Content, la última película de Chris Petit. Content consiste de un dispositivo principal que obra a la manera del fondo de un aparato de karaoke y provee una especie de loop infinito de imágenes (obtenidas sobre todo desde un auto en movimiento, pero también del actor Hanns Zischler frente a una computadora y otras de un chico en la nieve) con música de alguna variante tecno sobre la que se superponen textos que hablan de todos los temas imaginables, desde la ontología del Google a las figuras del Pokemon pasando por la historia de Europa en el siglo XX. Junto a frases agudas (la que más recuerdo es: “las dos figuras principales en la obra de Walter Banjamin son el Angel y el Detectuve”) hay otras que se pretenden geniales pero solo son generalidades solemnes (“nuestra era se caracteriza porque vivimos pensando en que moriremos en cualquier momento en un ataque terrorista”). Pero eso dura una hora y media después de la cual uno no quiere oír ninguna ingeniosidad más ni escuchar esa música de fondo ni verle la cara a Zischler ni que aparezca más el nenito. Uno preferiría más bien leer el texto tranquilamente para saber si tiene algún valor como ensayo. En cambio, esa acumulación produce la sensación de que el cine funciona en este caso para encubrir la falta de rigor de un pensamiento disperso y desparejo, al que el ciclo infinito le da un soporte para perpetuarse sin que su contenido pueda ser nunca actualizado.
Por suerte, a la tarde me tocó moderar la charla de Jean-Pierre Rehm en la FUC, en la que el director del Festival de Marsella hipnotizó a los alumnos del Talent Campus hablando desde el nivel teórico que la práctica del documental requiere. Con el típico gusto francés por la paradoja, empezó mostrando un corto de Apitchatpong que eligió para su festival y que al final calificó como de “pura ficción” pero justamente por eso absolutamente documental. Un tema fascinante, que permite entender que lo interesante de este asunto va en el sentido absolutamente opuesto al de Putty Hill.
Esta entrada fue publicada el a las Abril 11, 2010 y está archivada bajo las categorías Cine.
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