La cumbre de Copenhague era la última oportunidad que los casi 200 Estados que forman la comunidad internacional tenían de demostrar que podían ser parte de la solución al problema del calentamiento global. Lamentablemente, después de lo visto en Copenhague, se ha puesto de manifiesto que los Estados son una gran parte del problema. Ha llegado pues el momento de dar un salto cualitativo y comenzar a pensar en cómo expropiarles de la capacidad de decidir acerca del futuro del planeta.
Suena revolucionario pero no hay que alarmarse: en el fondo, la política sólo consiste en decidir cuánta autoridad queremos asignar a qué nivel para resolver qué problemas. Para los políticos, la política es el arte de lo posible, pero para los politólogos la política no es olfato, sino ciencia. Y si algo sabemos es que los diseños institucionales importan, es decir, que las posibilidades de resolver los problemas están íntimamente ligadas a los mecanismos que utilicemos para tratar de solventarlos. El Estado español ha renunciado a emitir su propia moneda, delegando esa competencia en una autoridad monetaria supranacional: gracias a que el Gobierno no puede darle a la máquina de fabricar billetes para salir de la crisis, la crisis no es más grave aún.
Sólo tenemos un planeta, pero lo gestionamos mediante un sistema de gobierno ridículo basado en un concepto caduco llamado soberanía. En su momento, la soberanía fue un invento útil para poner fin a las guerras de religión e imponer una única autoridad central a los señores feudales. Pero hoy en día, a la hora de gestionar la cuestión del cambio climático, los Obama, Jiabao, Medvédev, Singh y Lula no se diferencian mucho de aquellos señores de la guerra empeñados en preservar su autonomía aun a costa del desastre colectivo. En Somalia gobiernan múltiples facciones que sólo velan por sus propios intereses y lo llamamos Estado fallido. ¿Cómo definimos nuestro sistema climático, donde nadie vela por los intereses colectivos? ¿Un planeta fallido?
Copenhague podía haber acabado de otra manera, sí: igual que Estados Unidos y Rusia han sido capaces de alcanzar grandes acuerdos de desarme nuclear, China y Estados Unidos podían haber alcanzado un acuerdo de largo alcance, comprometiéndose a reducir las emisiones mediante acuerdos vinculantes sometidos a verificación y un régimen de sanciones que lo respaldara. También podíamos haber visto a los 168 Estados ponerse de acuerdo en un sistema descentralizado de gestión climática en el que cada Estado cumpliera voluntariamente unos objetivos muy ambiciosos con una mínima coordinación. De hecho, hay precedentes de acuerdos similares (como las comunidades de regantes de Valencia, cuyo estudio ha sido crucial en el Premio Nobel de Economía recientemente concedido a Elinor Ostrom). Pero las dos posibilidades eran muy improbables.
La vida está plagada de casos en los que la suma de decisiones racionales desde el punto de vista individual conduce al desastre colectivo: desde las carreras de armamento hasta la deforestación de la Amazonía, pasando por los pánicos bancarios o la extinción de las anchoas del Cantábrico, la inexistencia de acuerdos vinculantes para las partes y una autoridad superior que los supervise suelen estar en la raíz del fracaso. El caso del cambio climático es el paradigma de un sistema de toma de decisiones estructuralmente sesgado para producir resultados subóptimos.
Curiosamente, la Unión Europea, a pesar de haber quedado marginada por la pelea entre Estados Unidos y los emergentes, tiene dos tipos de tecnologías clave para resolver el problema del cambio climático. El primer conjunto de tecnologías engloba los sistemas de comercio de emisiones (perfectibles pero que abren una importante vía); su capacidad de innovación tecnológica tanto en la mejora de eficiencia energética como la captura de carbono y su experiencia en el recurso a medidas de fiscalidad verde. Son tecnologías claramente exportables, que ya han conseguido que Europa sea líder mundial en eficiencia, reducción de emisiones, energías renovables, fiscalidad verde, etcétera.
Pero la tecnología más importante de la que dispone Europa es la institucional. Por todo lo que la criticamos por su irrelevancia en el mundo, la UE es la prueba palpable de que es posible dar soluciones supranacionales efectivas a problemas que enfrentan intereses irreconciliables de los Estados. Europa resolvió la rivalidad franco-alemana, que tantos millones de muertos costó, con una fórmula imaginativa y equitativa de acceso y reparto de la producción de carbón, acero y energía nuclear. Hoy en día, parece evidente que sólo una autoridad supranacional que fuera capaz de fijar y recaudar impuestos verdes de forma global y repartirlos de forma equitativa, financiando con dichos recursos las adaptaciones e innovaciones tecnológicas necesarias, podrá prevenir el calentamiento global. Así que, por una vez, Europa tiene algo parecido a una solución ideal. Sólo falta que sea capaz de venderla. ¿Mi predicción? El planeta se calentará.
jitorreblanca@ecfr.eu
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