De uno a diez años viví en Cochabamba, Bolivia, y de esa ciudad, donde fui inocente y feliz, recuerdo, más que las cosas que hice y las personas que conocí, las de los libros que leí: Sandokan, Nostradamus, los mosqueteros, Cagliostro, Tom Sawyer, Simbad. Las historias de piratas, exploradores y bandidos, los amores románticos, y, también, los versos que escondía mi madre en el velador (y que yo leía sin entender, sólo porque tenían el encanto de lo prohibido) ocupaban lo mejor de mis horas. Como era intolerable que los libros que me gustaban se acabaran, a veces les inventaba nuevos capítulos o les cambiaba el final. Esas continuaciones y enmiendas de historias ajenas fueron las primeras cosas que escribí, los primeros indicios de mi vocación de contador de historias.
Como ocurre siempre a las familias forasteras, vivir en el extranjero acentuó nuestro patriotismo. Hasta los diez años fui un convencido de que la mejor de las suertes era ser peruano. Mi idea del Perú, entonces, tenía que ver más con el país de los incas y de los conquistadores que con el Perú real. A éste sólo lo conocí en 1946. La familia se trasladó de Cochabamba a Piura, adonde mi abuelo había sido nombrado Prefecto. Viajamos por tierra, con una escala en Arequipa. Recuerdo mi emoción al llegar a mi ciudad natal, y los mimos del tío Eduardo, un solterón que era Juez y muy beato. Vivía, con su sirvienta Inocencia, como un caballero español de provincia, atildado, metódico, envejeciendo en medio de viejísimos muebles, viejísimos retratos y viejísimos objetos. Recuerdo mi excitación al ver por primera vez el mar, en Camaná. Chillé y fastidié hasta que mis abuelos accedieron a detener el automóvil para que pudiera darme una zambullida en esa playa brava y salvaje. Mi bautizo marino no fue muy exitoso porque me pico un cangrejo. Pero, aun así, ese amor a primera vista con la costa peruana ha continuado. Esos tres mil kilómetros de desiertos, apenas interrumpidos por breves valles surgidos a las márgenes de los ríos que bajan de los Andes y contra los que rompen las aguas del Pacífico, tienen detractores. Los defensores a ultranza de nuestra tradición india y denostadores de lo hispánico, acusan a la costa de extranjerizante y frívola, y aseguran que fue una gran desgracia que el eje de la vida política y económica peruana se desplazara de la Sierra a la Costa -del Cusco a Lima- pues esto fue el origen del asfixiante centralismo que ha hecho del Perú una suerte de araña: un país con una enorme cabeza -la capital- y unas extremidades raquíticas. Un historiador llamó a Lima y a la costa “el Anti-Perú”. Yo, como arequipeño, es decir “serrano”, debería tomar partido por los Andes y en contra de los desiertos marinos en esta polémica. Sin embargo, si me pusieran en el dilema de elegir entre este paisaje, o los Andes, o la selva amazónica -las tres regiones que dividen longitudinalmente al Perú- es probable que me quedara con estas arenas y estas olas.
La costa fue la periferia del Imperio de los Incas, civilización que irradió desde el Cusco. No fue la única cultura peruana prehispánica, pero sí la más poderosa. Se extendió por Perú, Bolivia, Ecuador y parte de Chile, Colombia y Argentina. En su corta existencia de siglo y medio, los Incas conquistaron decenas de pueblos, construyeron caminos, regadíos, fortalezas, ciudadelas, y establecieron un sistema administrativo que les permitió producir lo suficiente para que todos los peruanos comieran, algo que ningún otro régimen ha conseguido después.
Los Incas tuvieron un elaborado sistema nemotécnico para registrar cantidades -los “quipus”- pero no conocieron la escritura y a mí siempre me ha parecido persuasiva la tesis de que no quisieron conocerla, ya que constituía un peligro para su tipo de sociedad. El arte de los Incas es austero y frío, sin la fantasía y la destreza que se advierten en otras culturas pre-incas, como las de Nazca y Paracas, de donde proceden esos mantos de plumas de increíble delicadeza y esos tejidos de enigmáticas figuras que han conservado hasta hoy sus colores y su hechizo.
Después del Inicario, el hombre peruano debió soportar otro rodillo compresor: el dominio español. Los conquistadores trajeron al Perú el idioma y la religión que hoy hablamos y profesamos la mayoría de los peruanos. Pero la glorificación indiscriminada de la Colonia es tan falaz como la idealización de los Incas. Porque la Colonia, aunque hizo del Perú la cabeza de un Virreynato que abarcó, también, territorios que son hoy los de varias repúblicas, y, de Lima, una capital donde refulgían una suntuosa corte y una importante vida académica y ceremonial significó el oscurantismo religioso, la Inquisición, una censura que llegó a prohibir un género literario -la novela- y la persecución del impío y el hereje, lo que quería decir en muchos casos, simplemente, la del que se atrevía a pensar. La Colonia significó la explotación del indio y del negro y el establecimiento de castas económicas que han pervivido, haciendo del Perú un país de inmensas desigualdades.
La Independencia fue un fenómeno político, que alteró apenas esta sociedad escindida entre una minoría, que disfruta de los privilegios de la vida moderna, y una masa que vive en la ignorancia y la pobreza. Los fastos del Incario, la Colonia y la República no han podido hacerme olvidar que todos los regímenes bajo los cuales hemos vivido, han sido incapaces de reducir a proporciones tolerables las diferencias que separan a los peruanos, y este estigma no puede ser compensado por monumentos arquitectónicos ni hazañas guerreras o brillos cortesanos. Nada de esto se me pasaba por la cabeza, desde luego, al volver de Bolivia. Mi familia tenía costumbres bíblicas; se trasladaba entera -tíos y tías, primos y primas- detrás de los abuelos, el tronco familiar. Así llegamos a Piura. Esta ciudad, rodeada de arenales, fue mi primera experiencia peruana. En el Colegio Salesiano, mis compañeros se burlaban de mí porque hablaba como “serrano” –haciendo sonar las erres y las eses- y porque creía que a los bebes los traían las cigüeñas de París. Ellos me explicaron que las cosas sucedían de manera menos aérea. Mi memoria está llena de imágenes de los dos años que pasé en esa tierra. Los piuranos son extrovertidos, superficiales, bromistas, cálidos. En la Piura de entonces se tomaba muy buena chicha y se bailaba con gracia el baile regional -el tondero- y las relaciones entre “cholos” y “blancos” eran menos estiradas que en otros lugares: la informalidad y el espíritu jaranista de los piuranos acortaban las distancias sociales. Los enamorados daban serenatas al pie del balcón de las muchachas, y los novios que encontraban oposición se robaban a la novia: se la llevaban a una hacienda por un par de días para luego -final feliz, familias reconciliadas- realizar el matrimonio religioso a todo bombo, en la catedral. Los raptos eran anunciados y festejados, como la llegada del río que, por unos meses al año, traía la vida a las haciendas algodoneras.
El gran pueblo que era Piura estaba lleno de sucesos que encendían la imaginación. Había la Mangachería, de cabañas de barro y caña brava, donde estaban las mejores chicherías, y la Gallinacera, entre el río y el camal. Ambos barrios se odiaban y surgían a veces batallas campales entre “mangaches” y “gallinazos”. Y había también la “casa verde”, el prostíbulo de la ciudad, levantado en pleno desierto, del que en la noche salían luces, ruidos y siluetas inquietantes. Ese sitio contra el que tronaban los Padres del Salesiano, me asustaba y fascinaba, y me pasaba las horas hablando de él, espiándolo y fantaseando sobre lo que ocurriría en su interior.
Esa precaria armazón de madera, donde tocaba una orquesta de la Mangachería y adonde los piuranos iban a comer, oír música, hablar de negocios tanto como a hacer el amor -las parejas lo hacían al aire libre, bajo las estrellas, en la tibia arena- es uno de mis más sugestivos recuerdos de infancia. De él nació “La casa verde”, una novela en la que, a través de los trastornos que en la vida y en la fantasía de los piuranos causa la instalación del prostíbulo, y de las hazañas e infortunios de un grupo de aventureros en la Amazonía, trate de unir, en una ficción, a dos regiones del Perú -el desierto y la jungla- tan distantes como distintas. A recuerdos de Piura debo también el impulso que me llevó a escribir varias historias de mi primer libro: “Los jefes”. Cuando esta colección de relatos apareció, algunos críticos vieron en ella una radiografía del “machismo” latinoamericano. No sé si es verdad: pero sí sé que los peruanos de mi edad crecimos en medio de esa tierna violencia -o ternura violenta- que intenté recrear en mis primeros cuentos.
Conocí Lima cuando empezaba a dejar de ser niño y es una ciudad que odié desde el primer instante, porque fui en ella bastante desdichado. Mis padres habían estado separados y, luego de diez años, volvieron a juntarse. Vivir con mi padre significó separarme de mis abuelos y tíos y someterme a la disciplina de un hombre severísimo que era para mí un desconocido. Mis primeros recuerdos de Lima están asociados a esta experiencia difícil. Vivíamos en Magdalena, un típico distrito de clase media. Pero yo iba a pasar los fines de semana, cuando sacaba buenas notas -era mi premio- donde unos tíos, en Miraflores, barrio más próspero, vecino al mar. Allí conocí a un grupo de muchachos y muchachas de mi edad con los que compartí los ritos de la adolescencia. Eso era lo que se llamaba entonces tener “un barrio”: familia paralela, cuyo hogar era la esquina, y con quienes se jugaba al fútbol, se fumaba a escondidas, se aprendía a bailar el mambo y a declararse a las chicas.
Comparados con las generaciones que nos han seguido, éramos arcangélicos. Los jóvenes limeños de hoy hacen el amor al mismo tiempo que la primera comunión y fuman su primer “pito” de marihuana cuando aún están cambiando de voz. Nosotros ni sabíamos que las drogas existían. Nuestras mataperradas no iban más allá de colarnos a las películas prohibidas -que la censura eclesiástica calificaba de “impropias para señoritas”- o tomarnos un “capitán” -venenosa mezcla de vermouth y pisco-, en el almacén de la esquina, antes de entrar a la fiesta de los sábados, en las que nunca se servían bebidas alcohólicas. Recuerdo una discusión muy seria que tuvimos los varones del barrio –seríamos de catorce o quince años- para determinar la manera legítima de besar a la enamorada, en la matiné del domingo. Lo que Giacomo Casanova llama chauvinísticamente el “estilo italiano” -o beso lingüístico- fue unánimemente descartado, como pecado mortal.
La Lima de entonces era todavía –a fines de los cuarenta- una ciudad pequeña, segura, tranquila y mentirosa. Vivíamos en compartimentos estancos. Los ricos y acomodados en Orrantia y San Isidro; la clase media de más ingresos en Miraflores y la de menos en Magdalena, San Miguel, Barranco; los pobres, en la Victoria, Lince, Bajo el Puente, el Porvenir. Los muchachos de clases privilegiadas a los pobres casi no los veíamos y ni siquiera nos dábamos cuenta de su existencia: ellos estaban allá, en sus barrios, sitios peligrosos y remotos donde, al parecer, había crímenes. Un muchacho de mi medio, si no salía de Lima, podía pasarse la vida con la ilusión de vivir en un país de hispanohablantes, blancos y mestizos, totalmente ignorante de los millones de indios -un tercio de la población-, quechuhablantes y con unos modos de vida completamente diferentes.
Yo tuve la suerte de romper en algo esa barrera. Ahora me parece una suerte. Pero, entonces -1950- fue un verdadero drama. Mi padre, que había descubierto que yo escribía poemas, tembló por mi futuro -un poeta está condenado a morirse de hambre- y por mi “hombría” (la creencia de que los poetas son todos un poco maricas está en cierto medio aún muy extendida) y, para precaverme contra estos peligros, pensó que el antídoto ideal era el Colegio Militar Leoncio Prado. Permanecí dos años en dicho internado. El Leoncio Prado era un microcosmos de la sociedad peruana. Entraban a él muchachos de clases altas, a quienes sus padres mandaban allí como a un reformatorio, muchachos de clases medias que aspiraban a seguir las carreras militares, y también jóvenes de los sectores humildes, pues el Colegio tenía un sistema de becas que abría sus puertas a los hijos de las familias más pobres. Era una de las pocas instituciones del Perú donde convivían ricos, pobres y medianos; blancos, cholos, indios, negros y chinos; limeños y provincianos. El encierro y la disciplina militar fueron para mí insoportables, así como la atmósfera de brutalidad y matonería. Pero creo que en esos dos años aprendí a conocer la verdadera sociedad peruana, esos contrastes, tensiones, prejuicios, abusos y resentimientos que un muchacho miraflorino no llegaba a sospechar que existían.
Estoy agradecido al Leoncio Prado también por otra cosa: me dio la experiencia que fue la materia prima de mi primera novela. “La ciudad y los perros” recrea, con muchas invenciones por supuesto, la vida en ese microcosmos peruano. El libro tuvo un llamativo recibimiento. Mil ejemplares fueron quemados ceremonialmente en el patio del Colegio y varios generales lo atacaron con dureza. Uno de ellos dijo que el libro había sido escrito por “una mente degenerada”, y, otro, más imaginativo, que sin duda era una novela pagada por el Ecuador para desprestigiar el Ejército peruano. El libro tuvo éxito pero yo me quedé siempre con la duda de si era por sus méritos o por el escándalo.
En los últimos veinte años, millones de emigrantes de la sierra han venido a instalarse en Lima, en barriadas –eufemísticamente llamadas pueblos jóvenes- que cercan a los antiguos barrios. A diferencia de nosotros, los muchachos de la clase media limeña descubren hoy la realidad del país con sólo abrir las ventanas de su casa. Ahora, los pobres están por todas partes, en forma de vendedores ambulantes, de vagabundos, de mendigos, de asaltantes. Con sus cinco y medio o seis millones de habitantes y sus enormes problemas -las basuras, el deficiente transporte, la falta de viviendas, la delincuencia-, Lima ha perdido muchos encantos, como su barrio colonial y sus balcones con celosías, su tranquilidad y sus ruidosos y empapados Carnavales. Pero ahora es, verdaderamente, la capital del Perú, porque ahora todas las gentes y los problemas del país están representados en ella.
Dicen que el odio se confunde con el amor y debe de ser cierto porque a mí, que me paso la vida hablando pestes de Lima, hay muchas cosas de la ciudad que me emocionan. Por ejemplo, su neblina, esa gasa que la recubre de mayo a noviembre y que impresionó tanto a Melville cuando pasó por aquí (llamó a Lima, en “Moby Dick”, “la ciudad más triste y extraña que se puede imaginar”, porque “ha tomado el velo blanco” que “acrecienta el horror de la angustia”). Me gusta su garúa, lluviecita invisible que uno siente como patitas de araña en la cara y que hace que todo ande siempre húmedo y que los vecinos de la ciudad nos sintamos en invierno algo batracios. Me gustan sus playas de aguas frías y olas grandes, ideales para el surf. Y me gusta su viejo estadio donde voy a los partidos de fútbol a hacerle barra al Universitario de Deportes. Pero sé que estas son debilidades muy personales y que las cosas más hermosas de mi país no están en ella sino en el interior, en sus desiertos, o en los Andes, o en la selva.
Un surrealista peruano, César Moro, fechó uno de sus poemas, agresivamente, en “Lima, la Horrible”. Años después, otro escritor, Sebastián Salazar Bondy, retornó la agraviante expresión y escribió, con ese título, un ensayo destinado a demoler el mito de Lima, la idealización de la ciudad en los cuentos y leyendas y en las letras de la música criolla, y a mostrar los contrastes entre esa ciudad supuestamente morisca y andaluza, de celosías de filigrana, detrás de las cuales las “tapadas”, de belleza misteriosa y diabólica, tentaban a los caballeros de pelucas empolvadas, y la Lima real, difícil, sucia y enconada. Toda la literatura peruana podría dividirse en dos tendencias: los endiosadores y los detractores de Lima. La verdadera ciudad probablemente no es tan bella como dicen unos ni tan atroz como aseguran los otros.
Aunque, en conjunto, es una ciudad sin personalidad, hay en ella lugares hechiceros, como ciertas plazas, conventos e iglesias, y esa joya que es Acho, la Plaza de Toros. Lima mantiene la afición taurina desde la época colonial y el aficionado limeño es un conocedor tan entendido como el de México o el de Madrid. Soy uno de esos entusiastas que procura no perderse ninguna corrida de la Feria de Octubre. Me inculcó esta afición mi tío Juan, otro de mis infinitos parientes por el lado materno. Su padre había sido amigo de Juan Belmonte, el gran torero, y éste le había regalado uno de los trajes de luces con los que toreó en Lima. Ese vestido se guardaba en casa del tío Juan como una reliquia y a los niños de la familia nos lo mostraban en las grandes ocasiones. Tan limeñas como las corridas de toros son las dictaduras militares. Los peruanos de mi generación han vivido más tiempo bajo gobiernos de fuerza que en democracia. La primera dictadura que sufrí en carne propia fue la del general Manuel Apolinario Odría, de 1948 a 1956, años en que los peruanos de mi edad pasamos de niños a hombres. El general Odría derrocó a un abogado arequipeño, José Luis Bustamante y Rivero, primo de mi abuelo. Yo lo conocía pues, cuando vivíamos en Cochabamba, vino a alojarse a casa de mis abuelos y recordaba lo bien hablado que era –lo escuchábamos boquiabiertos- y las propinas que me deslizaba en las manos antes de partir. Bustamante fue candidato de un Frente Democrático en las elecciones de 1945, una alianza dentro de la cual tenía mayoría el Partido Aprista, de Víctor Raúl Haya de la Torre. Los apristas -de centro izquierda- habían sido duramente reprimidos por las dictaduras. Bustamante, un independiente, fue candidato del Apra porque este partido no podía presentar candidato propio. Apenas elegido -por una gran mayoría- el Apra comenzó a actuar como si Bustamante fuera un títere suyo. Al mismo tiempo, la derecha -cavernícola y troglodita- desató una hostilidad feroz contra quien consideraba un instrumento de su bestia negra: el Apra. Bustamante mantuvo su independencia, resistió las presiones de izquierda y de derecha, y gobernó respetando la libertad de expresión, la vida sindical y los partidos políticos. Sólo duró tres años, con agitación callejera, crímenes políticos y levantamientos, hasta el golpe de Odría. La admiración que tuve de niño por ese señor de corbata pajarito, que caminaba como Chaplin, la sigo teniendo, pues de Bustamante se puede decir cosas que son rarezas en la serie de gobernantes que ha tenido mi país: que salió del poder más pobre de lo que entró, que fue tolerante con sus adversarios y severo con sus partidarios a fin de que nadie pudiera acusarlo de parcial, y que respetó las leyes hasta el extremo de su suicidio político.
Con el general Odría, la barbarie volvió a instalarse en el Perú. Aunque Odría mató, encarceló y deportó a buen número de peruanos, el “ochenio” fue menos sanguinario que otras dictaduras sudamericanas de la época. Pero, compensatoriamente, fue más corrupta. No sólo porque los jerarcas del régimen se llenaron los bolsillos, sino cosa aún más grave, porque la mentira, la prebenda, el chantaje, la delación, el abuso, adquirieron carácter de instituciones públicas y contaminaron toda la vida del país. Yo entré a la Universidad de San Marcos en esa época (1953), a estudiar Derecho y Letras. Mi familia tenía la esperanza de que entrara a la Católica, Universidad a la que iban los jóvenes de lo que se conocía entonces como “familias decentes”. Pero yo había perdido la fe entre los 14 y los 15 y no quería ser un “niño bien”. Había descubierto el problema social en el último año del Colegio, de esa manera romántica en la que un niño descubre el prejuicio y las desigualdades sociales y quería identificarse con los pobres y hacer una revolución que trajera la justicia al Perú. San Marcos -Universidad laica y nacional- tenía una tradición de inconformismo que a mí me atraía tanto como sus posibilidades académicas. La dictadura había desmantelado la Universidad. Había profesores en el exilio, y, el año anterior, 1952, una gran redada había enviado adecenas de estudiantes a la cárcel o al extranjero. Una atmósfera de recelo reinaba en las aulas, donde la dictadura tenía matriculados como alumnos a muchos policías. Los partidos estaban fuera de la ley y los apristas y los comunistas -grandes rivales, entonces- trabajaban en la clandestinidad.
Al poco tiempo de entrar a San Marcos comencé a militar en “Cahuide”, nombre con el que trataba de resucitar el Partido Comunista, muy golpeado por la dictadura. Nuestra militancia resultó bastante inofensiva. Nos reunimos secretamente, en pequeñas células, a estudiar marxismo; imprimíamos volantes contra el régimen; peleábamos con los apristas; conspirábamos para que la Universidad apoyara las luchas obreras -nuestra hazaña fue conseguir una huelga de San Marcos de solidaridad con los obreros tranviarios- y para que nuestra gente copara los organismos universitarios. Era la época del reinado absoluto del estalinismo, y, en el campo literario, la estética oficial del partido era el realismo socialista. Fue eso, creo, lo que primero me desencantó de “Cahuide”. Aunque con reticencias, que se debían a la contrainfluencia de Sartre -a quien admiraba mucho- llegué a resignarme al materialismo dialéctico y al materialismo histórico. Pero nunca pude aceptar los postulados aberrantes del realismo socialista, que eliminaban el misterio y convertían el quehacer literario en una gimnasia propagandística. Nuestras discusiones eran interminables y en uno de esos debates, en el que dije que “Así se templó el acero”, de Nikolai Ostrovski, era una novela anestésica y defendí “Los alimentos terrestres” del decadente André Gide, uno de mis camaradas me apostrofó así: “Eres un subhombre”. Y, en cierta forma, lo era, pues leía con voracidad y admiración crecientes a una serie de escritores considerados por los marxistas de la época “sepultureros de la cultura occidental”: Henry Miller, Joyce, Hemingway, Proust, Malraux, Céline, Borges. Pero, sobre todo, Faulkner. Quizá lo más perdurable de mis años universitarios no fue lo que aprendí en las aulas sino en las novelas y cuentos que relatan la saga de Yoknapathawa County. Recuerdo el deslumbramiento que fue leer -lápiz y papel a la mano- “Luz de agosto”, “Las palmeras salvajes”, “Mientras agonizo”, “El sonido y la furia”, etc, y aprender en esas páginas la infinita complejidad de matices y resonancias y la riqueza textual y conceptual que podía tener una historia. También, que contar bien exigía una técnica de prestidigitador. Mis modelos literarios de juventud se han ido empequeñeciendo, como Sartre, a quien ahora no puedo releer. Pero Faulkner sigue siendo un autor de cabecera y cada vez que lo releo me convenzo que su obra es una “summa” novelesca comparable a la de los grandes clásicos.
En los años cincuenta, los latinoamericanos leímos sobre todo a europeos y norteamericanos
y apenas a nuestros escritores. Esto ha cambiado: los lectores de América Latina descubrieron a sus novelistas al mismo tiempo que lo hacían otras regiones del mundo. Un hecho capital para mí, en esos años, fue conocer al jefe de seguridad de la dictadura, el hombre más odiado después del propio Odría. Era yo entonces delegado a la Federación Universitaria de San Marcos. Había muchos sanmarquinos en la cárcel y supimos que los tenían durmiendo en el suelo de los calabozos, sin colchones ni mantas. Hicimos una colecta y compramos frazadas. Pero cuando quisimos llevárselas, en la Penitenciaría -la cárcel, que estaba donde se halla hoy el Hotel Sheraton, en algunos de cuyos cuartos, se dice, “penan” las almas de los torturados en la antigua mazmorra- nos dijeron que sólo el Director de Gobierno, Don Alejandro Esparza Zañartu, podía autorizar la entrega. En la Federación se acordó que cinco delegados le solicitaran una audiencia. Yo fui uno de los cinco. Tengo muy vívida la impresión que me hizo ver de cerca -en su oficina del Ministerio de Gobierno, en la Plaza Italia- al temido personaje. Era un hombre menudo, cincuentón, apergaminado y aburrido, que parecía mirarnos a través del agua y no escucharnos en absoluto. Nos dejó hablar -nosotros temblábamos- y cuando terminamos todavía nos quedó mirando, sin decir nada, como burlándose de nuestra confusión. Luego, abrió un cajón de su escritorio y sacó unos números de “Cahuide”, un periodiquito a mimeógrafo que publicábamos clandestinamente y en el que, por supuesto, lo atacábamos. “Yo sé quién de ustedes ha escrito cada uno de estos artículos -nos dijo-, dónde se reúnen para imprimirlo y lo que traman en sus células”. Y, en efecto, parecía dotado de omnisciencia. Pero, a la vez, daba una impresión deplorable, de lastimosa mediocridad. Se expresaba con faltas gramaticales y su indigencia intelectual era patente. En esa entrevista, viéndolo, tuve por primera vez la idea de una novela que escribiría quince años más tarde: “Conversación en la Catedral”. En ella quise describir los efectos que en la vida cotidiana de la gente –en sus estudios, trabajo, amores, sueños y ambiciones- tiene una dictadura con las características del “ochenio” odriísta. Me costó mucho tiempo encontrar un hilo conductor para la masa de personajes y episodios: el encuentro casual y la charla que celebran, a lo largo de la historia, un antiguo guardaespaldas y esbirro de la dictadura y un periodista, hijo de un hombre de negocios que prosperó con el régimen. Al salir el libro, el ex-Director de Gobierno -retirado ya de la política y dedicado a la filantropía- comentó: “Si Vargas Llosa hubiera venido a verme, yo hubiera podido contarle cosas más interesantes”.
Durante los últimos años en la Universidad trabajé en una radio -Panamericana-, en los boletines informativos. Allí tuve ocasión de ver de cerca -de adentro- el mundo del radioteatro, universo fascinante, de sensiblerías y truculencias, casualidades maravillosas e infinita cursilería, que parecía una versión moderna del folletín decimonónico y que tenía una audiencia tal que, se decía, un transeúnte podía escuchar, caminando por cualquier calle de Lima, los capítulos de “El Derecho de Nacer”, de Félix B. Caignet, pues no había un solo hogar que no los escuchara. Ese mundillo efervescente y pintoresco me sugirió el tema de otra de mis novelas: “La tía Julia y el escribidor”. En apariencia, se trata de una novela sobre el radioteatro y el melodrama; en el fondo, es una historia sobre algo que siempre me ha fascinado, algo a lo que dedico la mayor parte de mi vida y que nunca he acabado de entender: por qué escribo, qué es escribir. Desde niño, he vivido acosado por la tentación de convertir en ficciones todas las cosas que me pasan, al extremo que a ratos tengo la impresión de que todo lo que hago y me hacen -toda la vida- no es mas que un pretexto para fabricar historias. ¿Qué hay detrás de esa incesante transmutación de la realidad en cuento? ¿La pretensión de salvar del tiempo devorador ciertas experiencias queridas? ¿El deseo de exorcizar, transfigurándolos, ciertos hechos dolorosos y terribles? ¿O, simplemente, un juego, una borrachera de palabras y fantasías? Mientras más escribo, la respuesta me parece más difícil de encontrar. Terminé la Universidad en 1957. Al año siguiente presenté mi tesis y obtuve una beca para hacer un Doctorado en Madrid. Ir a Europa -llegar de algún modo a París- era un sueño que acariciaba desde que leí a Alejandro Dumas, Julio Verne y Victor Hugo. Estaba feliz, preparando mis maletas, cuando un hecho casual me brindó la posibilidad de hacer un viaje a la Amazonía. Un antropólogo mexicano, Juan Comas, iba a recorrer el Alto Marañón, donde se hallan las tribus aguarunas y huambisas, y en la expedición había un sitio, que ocupé gracias a una amiga. Estas semanas en el Alto Marañón, visitando tribus, caseríos y aldeas, fue una experiencia inolvidable, que me mostró otra dimensión de mi país (El Perú, está visto, es el país de las mil caras). Pasar de Lima a Chicais o Urakusa era saltar del siglo veinte a la edad de piedra, entrar en contacto con compatriotas que vivían semidesnudos, en condiciones de primitivismo extremo y que, además, eran explotados de manera inmisericorde.
Los explotadores, a su vez, eran pobres mercaderes, descalzos y semi-analfabetos, que comerciaban en caucho y pieles compradas a las tribus a precios irrisorios, seres que castigaban con salvajismo cualquier intento de los indígenas de emanciparse de su tutela. Al llegar al caserío de Urakusa, salió a recibirnos el cacique, un aguaruna llamado Jum, y verlo y escuchar su historia fue tremendo, pues este hombre había sido torturado hacía poco, por haber intentado crear una cooperativa. En las aldeas perdidas del Alto Marañón ví y palpé la violencia que podía alcanzar la lucha por la vida en mi país.
Pero la Amazonía no era sólo sufrimiento, abuso, áspera coexistencia de peruanos de distintas mentalidades y épocas históricas. Era, también, un mundo de exuberancia y fuerza prodigiosas, donde alguien venido de la ciudad descubría la naturaleza sin domesticar ni depredar, el soberbio espectáculo de grandes ríos caudalosos y de bosques vírgenes, animales que parecían salidos de leyendas y hombres y mujeres de vidas arriesgadas y libérrimas, parecidas a las de esos protagonistas de las novelas de aventuras que habían sido la felicidad de mi infancia. Creo que nunca he hecho un viaje más fértil que ése, a mediados de 1958. Muchas de las cosas que hice, ví y oí, fermentaron más tarde en historias. En ese viaje tuve por primera vez una intuición de lo que Isaíah Berlín llama “las verdades contradictorias”. Fue en Santa María de Nieva, pequeña localidad donde, en los años cuarenta, se había instalado una misión. Las monjitas abrieron una escuela para las niñas de las tribus. Pero como éstas no acudían voluntariamente, las traían con ayuda de la Guardia Civil. Algunas de estas niñas, luego de un tiempo en la misión, habían perdido todo contacto con su mundo familiar y no podían retornar la vida de la que habían sido rescatadas ¿Qué ocurría con ellas, entonces? Eran confiadas a los representantes de la “civilización” que pasaban por Santa María de Nieva -ingenieros, militares, comerciantes- quienes se las llevaban como sirvientas. Lo dramático era que las misioneras no sólo no advertían las consecuencias de toda la operación, sino que, para llevarla a cabo, daban pruebas de verdadero heroísmo. Las condiciones en que vivían eran muy difíciles y su aislamiento prácticamente total en los meses de crecida del río. Que con las mejores intenciones del mundo y a costa de sacrificio ilimitado se pudiera causar tanto daño, es una lección que tengo siempre presente. Ella me ha enseñado lo escurridiza que es la línea que separa el bien y el mal, la prudencia que hace falta para juzgar las acciones humanas y para decidir las soluciones a los problemas sociales si se quiere evitar que los remedios resulten más nocivos que la enfermedad.
Partí a Europa y no volví a vivir en mi país de manera estable hasta 1974. Entre los veintidós años que tenía cuando me fui y los treinta y ocho que había cumplido al regresar pasaron muchas cosas, y, en muchos sentidos, era yo una persona totalmente distinta. Pero en lo que a la relación con mi país creo que sigue siendo la de mi adolescencia. Una relación que podría definirse con ayuda de metáforas más que de conceptos. El Perú es para por mí una especie de enfermedad incurable y mi relación con él es intensa, áspera, llena de la violencia que caracteriza a la pasión. El novelista Juan Carlos Onetti dijo una vez que la diferencia entre él y yo, como escritores, era que yo tenía una relación matrimonial con la literatura, y, él, una relación adúltera. Tengo la impresión que mi relación con el Perú es más adulterina que conyugal: es decir, impregnada de recelos, apasionamientos y furores. Conscientemente lucho contra toda forma de “nacionalismo”, algo que me parece una de las grandes taras humanas y que sirve de coartada para los peores contrabandos. Pero es un hecho que las cosas de mi país me exasperan o me exaltan más y que lo que ocurre o deja de ocurrir en él me concierne de una manera íntima e inevitable. Es posible que si hiciera un balance, resultaría que, a la hora de escribir, lo que tengo más presente del Perú son sus defectos. También, que he sido un crítico severo hasta la injusticia de todo aquello que lo aflige. Pero creo que, debajo de esas críticas, alienta una solidaridad profunda. Aunque se me haya ocurrido odiar al Perú, ese odio, como en el verso de César Vallejo, ha estado siempre impregnado de ternura.
Maravilloso, gracias
ResponderEliminarRealmente, ¡que viaje que tuve!, en pocos minutos, disfruté, viví , gocé, reflexioné. Gracias Carmen.Que más decir-,Mario mi ídolo.
ResponderEliminarRealmente, ¡que viaje que tuve!, en pocos minutos, disfruté, viví , gocé, reflexioné. Gracias Carmen.Que más decir-,Mario mi ídolo.
ResponderEliminarExtraordinario, me llevo a mi Peru idolatrado.
ResponderEliminarGracias Mario