Escribe José María Gelbenzú
http://www.elpais.com/articulo/cultura/clase/novelista/Mario/Vargas/Llosa/elpepicul/20101009elpepicul_4/Tes
La concesión del Premio Nobel generará obligadamente una catarata de elogios que responderá tanto a ese humano y pegajoso deseo de apuntarse al galardonado como a la expansión de entusiasmo que los grandes reconocimientos comportan. La opinión crítica queda literalmente arrasada por la habitual desmesura de los elogiantes, como si se tratara de una competición, y es lógico porque este es un momento de alegría (e incluso de envidia) y fuegos artificiales. Pero aparte de los incondicionales y de los de ceja alzada, también hay gente que en medio de la onda expansiva se pregunta: ¿es realmente tan bueno el autor?
Examinemos unas cuantas razones. La primera de ellas sería, sin duda alguna, la ambición. No hay gran novela sin gran ambición. No hay novelista (incluso tan educado y elegante como él) que no alimente su escritura en un orgullo satánico. Esa es la parte oscura, infernal, del gran escritor. Pero la ambición por sí sola también se la podríamos aplicar a Al Capone o a Stalin, así que algo falta en la caracterización del escritor. Lo que falta -segunda razón- es el amor por la Literatura. Genera dos propiedades muy importantes; de una parte, el gusto literario, adquirido gracias a la experiencia literaria; de otra, la vocación, esa misteriosa voluntad de anteponer la creación a cualquier otra consideración vital. Como decía Faulkner, el novelista ha de estar dispuesto a mentir, robar, falsear e incluso a vender a su madre con tal de conseguir crear la Obra. Vocación y ambición revelan un carácter. Experiencia literaria (lectura) y experiencia de la vida son las armas de ese escritor. Mario Vargas es un ejemplo perfecto de escritor vocacional entregado a su obra, lo cual no quiere decir que haya tenido que sacrificar a la familia, lo que no se puede decir de otros.
Hasta aquí, características personales. Pasemos a las literarias. Las pasiones literarias de Mario Vargas contemplan, si no me equivoco, los libros de caballerías, la novela decimonónica, más Dumas y Victor Hugo por un lado y Flaubert por otro. Los primeros, sobre todo Tirante el Blanco, del que hizo una edición excelente, contienen, según declaró en su día, una "representación de su tiempo", asunto clave para el escritor; por eso admirará Guerra y paz. Razón de su importancia es la concepción de la novela con afán de totalidad; es cierto que la novela total es un imposible, pero Vargas Llosa ha pugnado por acercarse a ella en todas sus novelas mayores, lo cual le convierte en un forzado de la Literatura. Pero las razones no acaban ahí, hay que afinar un poco más para llegar a lo excepcional.
La siguiente razón que lo convierte en un gran escritor es su capacidad de aunar acción e historia, lo cual concuerda perfectamente con su antigua afición por Dumas y Victor Hugo. Pero llega más lejos: de Flaubert procede otra característica, la fusión entre lo personal y lo histórico que, con La educación sentimental funda la novela moderna. Si juntamos todas esas calidades en una persona, reunidas con tanto tesón y esfuerzo como talento, tenemos retratada su escritura y su ambición. Aparte de eso, y hablando del lenguaje y de la expresión, otra razón de su importancia: no hay técnica expresiva que extrañe, desde la multiplicidad de puntos de vista, que ha debido de apreciar en Faulkner, o el monólogo interior hasta la descripción en la que apoya sus historias o el oído para el diálogo, que traspone a lo literario admirablemente y, no lo olvidemos, siempre sin perder de vista la búsqueda utópica de la obra total. Vargas ha creado además individuos y grupos con la misma potencia, un equilibrio nada fácil conseguido porque su pasión en el retrato del individuo ante la injusticia se compadece estupendamente con la realidad en la que se desenvuelven y ahí tenemos un nuevo y complementario valor de primer orden. Uno de sus grandes hallazgos son las formulaciones literarias de La Casa Verde, que ensamblan lo telúrico con la modernidad en un ejercicio necesariamente irregular en algunos momentos, pero prodigiosamente conseguido en su conjunto: ese ensamblaje es un hallazgo y una lección para muchos escritores posteriores. A su vez, una novela decididamente histórica, como es La guerra del fin del mundo, posee un formidable trabajo documental, lo cual será también una de sus herramientas favoritas para crear libros como La Fiesta del Chivo, donde consigue que historia, acción, personajes e idioma se fundan en un todo. Y así ha procedido siempre: baste con recurrir a esa imagen del escritor visitando el Congo para ambientar El sueño del celta, que recuerda a aquella otra de Émile Zola en el estribo del tren dispuesto a viajar por los caminos de hierro para ambientar su novela La bestia humana. Por otra parte, y siguiendo con su capacidad de pelear en todos los terrenos, los que hoy se adentran en la autoficción no pueden dejar de lado ese precioso antecedente que es, en cierto modo, La tía Julia y el escribidor, a la vez comedia dramática y aventura literaria que revela la versatilidad del autor porque la escribe tras vaciarse en un monumento como Conversación en La Catedral. La versatilidad es tanto una virtud como una prueba de talento y de dominio, de la escritura y de los materiales, de la que muy pocos salen con bien: tanto si escribe en el tono más alto como en un tono menor, se adecua a lo que cada registro le exige y esa es una nueva razón para considerarlo como un escritor que es verdaderamente dueño de sus proyectos. La suma de todo ello retrata a un escritor total que ha conseguido ajustar siempre lo que quiere decir a lo que dice.
Esta no es una suma de elogios sino una relación de propiedades conquistadas a lo largo de toda una vida, pero que ya en La ciudad y los perros mostraba los dientes. En ese libro, la relación especular entre el grupo (los cadetes y los profesores del Leoncio Prado) y el individuo (El Jaguar, Cava, El Esclavo, Alberto, Gamboa...) está ya plasmada y, por así decirlo, ese es el germen de una constante en su obra, creo que la más significativa y la que más decididamente contribuye a su grandeza. Una grandeza envidiable y muy justamente reconocida.
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