martes, 5 de octubre de 2010

FESTIVAL DE NUEVA YORK 2010 (www.otroscines.com)


Por Manuel Yáñez Murillo, desde Nueva York



Luego de la excelente apertura con Red Social (The Social Network), la 48ª edición de la muestra organizada por el Lincoln Center permitió apreciar películas tan disímiles como Le quattro volte (foto), de Michelangelo Frammartino; Post mortem, de Pablo Larraín; Vénus noire, de Abdellatif Kechiche; Marti, dupa cracium, de Radu Muntean; Oki's Movie, de Hong Sang-soo; Carlos, de Olivier Assayas; Der Räuber, de Benjamin Heisenberg; y Robinson in Ruins, de Patrick Keiller. A continuación, un análisis de cada una de ellas.

El New York Film Festival (NYFF) es un evento inusual en el calendario de muestras cinematográficas. De partida, no cuenta con un equipo de programación estable, sino que sus miembros van rotando, manteniéndose en el puesto por dos o tres años. En su 48ª edición, el equipo está formado por Richard Peña, director del evento y el único miembro estable, y los críticos Scott Foundas (Film Comment – Film Society of the Lincoln Center), Dennis Lim (Cinemascope, The New York Times), Melissa Anderson (The Village Voice) y Todd McCarthy (ex de Variety y actualmente en IndieWire). De hecho, tampoco es habitual que los festivales estén programados por críticos, aunque es bien sabido que se trata de una tendencia en alza.
Además, el festival tiene otras peculiaridades. Al hecho de que no existe una sección competitiva (se trata más bien de una muestra que de un festival), las funciones de prensa del evento se inician dos semanas antes del arranque oficial de la muestra y siguen hasta su clausura. De este modo, aunque la prensa goza de una agenda bastante ligera en comparación a otros festivales, finalmente pasa casi cuatro semanas expuesta al festival. Otra curiosidad es que las conferencias de prensa se realizan en la misma sala de proyecciones (el Walter Reade Thetre del Lincoln Center, para los periodistas) y muchas de ellas se llevan a cabo a través de Skype.
En cuanto a los criterios de programación, el festival apuesta deliberadamente por el eclecticismo, más aún cuando el equipo de programadores va cambiando anualmente: este año, McCarthy, un crítico de corte mainstream, sustituyó al legendario y más “alternativo” J. Hoberman. Aun así, la consigna parece ser la apuesta por los nombres de peso del panorama mundial. Planteado como una suerte de “best of” de la cosecha anual, estratégicamente situado para poder recuperar películas de Cannes y Venecia, la Sección Oficial suele ofrecer una larga lista de nombres consagrados; aunque también hay lugar para los valores emergentes y tampoco faltan las ausencias sonadas (este año, para sorpresa de algunos, no se programaron las nuevas películas de Sofia Coppola, Monte Hellman o Darren Aronofsky).
A continuación, comento algunas de las películas que me despertaron un mayor interés en lo que llevamos de festival, sea por los argumentos a favor o en contra. También debo indicar que dejé a un lado los films que ya vi en Cannes y sobre los que escribí en su momento. Me refiero a los nuevos trabajos de Apichatpong Weerasethakul, Abbas Kiarostami, Manoel de Oliveira, Lee Chang-Dong o Sergei Loznitsa).
-POST MORTEM (Pablo Larraín). Los festivales de cine suelen ser un buen lugar para descubrir a nuevos talentos, también para reconciliarse con viejos conocidos a los que creíamos algo perdidos —me sucedió con David Fincher y su magnífica Red Social (The Social Network)—. Lamentablemente, los festivales también nos pueden enemistar con el cine de un realizador al que respetábamos. Eso fue lo que me sucedió con el chileno Pablo Larraín, cuya Post Mortem podría inaugurar el subgénero de chilexploitation, consistente en exhibir de forma truculenta, explícita y morbosa las heridas históricas del país, así como sus miserias sociales y culturales (una tarea que ya se vislumbraba en Tony Manero). Hasta ahí, todo parece admisible, si no fuera porque lo que plantea Larraín no es un juego de irreverencias contraculturales, sino una reflexión enfática y solemne sobre los males del país y las zonas en penumbra de naturaleza humana. Lo suyo no es la serie B, sino el pretendido “gran cine de autor”. Para ello, después de plagiar a los Dardenne en Tony Manero, se aferra ahora a las formas, texturas y simbologías de la “escuela” de Carlos Reygadas, al tiempo que su conocido gusto por el golpe bajo al espectador (herencia del peor Haneke) queda suavizado aquí por una sutil apelación a la comicidad distanciada de Kaurismäki. Un cálculo tan perfecto como oportunista.
El panorama narrativo es dantesco: Alfredo Castro (protagonista también de Tony Manero) encarna a Mario, un funcionario encargado de transcribir autopsias: una suerte de Tati desvaído, pasado por el filtro de Kafka y equipado con un corte de pelo a lo Bardem en Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men). Un freak temible que, desde un principio, es presentado como un perturbado con aires de everyman, un tipo cualquiera. Mario está prendado de una vedette en horas bajas que se presta al flirteo y al juego sexual, algo que él interpreta (equivocadamente) como la muestra de un amor correspondido. A todo esto, acontece el golpe militar de Pinochet, y Larraín confecciona una de las secuencias más abyectas que tengo el disgusto de recordar: Mario recibe el encargo de transcribir la autopsia del cuerpo sin vida de Salvador Allende. En el plano: el cráneo abierto del presidente, con una columna de generales alineada al fondo de la imagen. En el contraplano: la imagen de Mario perdido entre las teclas de una máquina de escribir eléctrica que no consigue controlar y que no deja de emitir unos inoportunos pitidos. Ante mi asombro, aunque de forma lógica, varios espectadores de la proyección de prensa a la que asistí respondieron con carcajadas ante este macabro juego de contrastes.
Varios son los aspectos que hacen de Post Mortem una película incómoda y desubicada. En primer lugar, la buscada ambivalencia que Larraín establece entre la Historia de Chile y la historia de Mario, el protagonista. En su afán por huir de lo discursivo y por elaborar un filme “abierto”, el joven director decide apostar por una supuesta objetividad o neutralidad que se presta a turbias interpretaciones. Y es que aunque la película muestra los horrores cometidos por el ejército de Pinochet, al mismo tiempo siembra, de forma quizás involuntaria, la impresión de que la dictadura llegó como respuesta a las disfunciones de una sociedad perdida. Puede que no sea el discurso personal del director, pero su película lo alimenta. Además, está la cuestión de las disonancias tonales. Mientras en los bordes del film se dibuja con gélida gravedad el reino de terror en el que se convirtió Chile tras el golpe militar —una putrefacción moral que finalmente también descubrimos en Mario—, en su núcleo se perfila una comedia negra grotesca, con dejes surrealistas y beckettianos. Grandes directores como Chaplin o Lubitsch supieron reírse del poder y aniquilar su herencia. Larraín prefiere reírse de un hombre patético, ridículo, enamorado y perdido en un lugar incierto de la Historia.


-VÉNUS NOIRE (Abdellatif Kechiche). En su cuarta película, el realizador franco-tunecino Abdellatif Kechiche (Cous Cous /La graine et le mulet, Juegos de amor esquivo / L'esquive) reincide en su estudio del choque de culturas, columna vertebral de su obra. En este caso, el director echa la vista atrás para abordar la figura de la “Venus de Hottentot”, una mujer llamada Saartjie Baartman y nacida en Ciudad del Cabo que, a principios del siglo XIX, fue exhibida como atracción de feria en Europa. Esta crónica sobre los horrores del racismo nos lleva desde los decadentes espectáculos circenses londinenses hasta las celebraciones libertinas de la alta sociedad francesa, pasando por la magistratura británica, la iglesia y los templos de la ciencia. En todos esos lugares, Baartman es humillada, tratada como una esclava, apenas un ser humano, siempre reducida a la condición de objeto de contemplación. Y así, con este melodrama descarnado y agónico, Kechiche construye una parábola que rebusca en la cara oscura de la actual Europa del bienestar, en la que no hace mucho el gobierno de Nicolas Sarkozi promovió la expulsión de gitanos de territorio francés.
En cuanto a su valor cinematográfico, la película ofrece un rendimiento desigual. Por una parte, su lógica interna resulta incuestionable: Kechiche construye la película sobre los bárbaros espectáculos públicos en los que el conjunto de la sociedad, representada en todos sus estamentos, expresa su profunda intolerancia hacia la protagonista. Además, cuenta con un espectacular reparto (encabezado por una sensacional Yahima Torres) que permite a Kechiche explotar a fondo el componente más impresionista de su cine: la cámara circula en torno a los personajes tomando como eje de referencia sus rostros, preferiblemente en primer plano. Sin embargo, a un nivel estructural la película carece de un arco dramático que permita mantener el interés del espectador durante los 159 minutos de sometimiento y crueldad que componen el film. Afectada por una cierta asfixia emocional y proclive al énfasis dramático, la película parece olvidar una de las reglas básicas del melodrama (tal y como nos enseñaron Mizoguchi, Naruse o Sirk): la necesidad de que los personajes, por encima de sus penurias, mantengan siempre un ápice de entereza y dignidad. En resumen, podría decirse que Vénus Noire lleva a buen puerto su discurso social, pero desatiende algunos de los requisitos fílmicos que deberían sostenerla.
-MARTI, DUPA CRACIUM (Radu Muntean). En los últimos años, el cine intimista parece haber tomado la senda de la grandilocuencia, tanto en su versión más exhibicionista e impúdica (Antichrist, de Lars Von Trier, sería la cumbre de esta tendencia), como en su acepción operística y neoclásica (pienso en la magnífica Los amantes/Two Lovers, de James Gray). En este panorama, salvo en contadas excepciones, como en la maravillosa Sehnsucht, de Valeska Grisebach, hay poco lugar para un cine sutil, que aspire a dar forma a lo intangible a través del detalle. En ese territorio se sitúa la magnífica Marti, dupa cracium (Tuesday After Christmas), del rumano Radu Muntean. Planteada como la versión discreta, en sordina, de Escenas de la vida conyugal de Bergman, Muntean esboza con delicadeza un triángulo amoroso en el que todos los vértices son tratados con el mismo respeto. Un planteamiento democrático en el que no hay lugar para el enjuiciamiento de los personajes.
En torno a este principio de no agresión, Muntean explora las posibilidades del naturalismo articulando una pieza de cámara compuesta enteramente por planos secuencia. Así, gracias a un intenso trabajo previo de ensayos y a la adecuación del texto al (descomunal) potencial de los actores, el film encadena una serie de primorosas coreografías emocionales en las que cada pequeño gesto o palabra desencadena un torbellino de ecos dramáticos, a la manera de los relatos de Raymond Carver. En cine, hay pocas cosas más difíciles que el control escénico de una hemorragia sentimental. Aun filmada desde la distancia, la brecha limpia, certera, puede resultar incontenible. Ser capaz de cauterizar la herida y reconducir el drama (sobrio o desatado) hacia una forma de comprensión y conocimiento está en las manos de unos pocos elegidos. Con Marti, dupa cracium, Muntean parece haberse ganado una invitación para incorporarse a este selecto club, en cuyo consejo directivo constan los nombres de Garrell, Cassavetes, Kawase o Tsai, entre otros.
-OKI’S MOVIE (Hong Sang-soo). Otra reconciliación. Confieso que llevaba un tiempo sin disfrutar enteramente con una película de Hong Sang-soo, seguramente desde Woman on the Beach. De algún modo, su deriva hacia el territorio de la comedia autoparódica más explícita (en Like You Know It All y Ha Ha Ha) me resultaba, en su ensimismamiento, un tanto trivial. Sin embargo, Oki’s Movie nos devuelve al gran Hong, ese director capaz de enlazar con asombrosa fluidez y pericia la ligereza narrativa del toque Rohmer con los más enrevesados juegos metalingüísticos. Ningún otro director es capaz de ser tan críptico y transparente al mismo tiempo.
En Oki’s Movie, como si se tratara de una revisión de 4 aventures de Reinette et Mirabelle, Hong estructura el film en cuatro episodios conectados de forma dispar. Más que un relato episódico, el director coreano aplica una estructura de “tema y variaciones” en la que el objetivo, como afirma uno de los personajes, es construir “una película viva”. Y cabe apuntar que, para Hong, la vida se revela en las torpezas, equívocos y éxitos de la vida sentimental, así como en las zonas más vulnerables de la psicología humana (o quizás habría que decir masculina). Territorios insondables que sólo cabe atisbar a través de la complejidad de los juegos de espejos. Siguiendo esta línea de reflexión, Hong parece llegar a la conclusión de que la verdad cinematográfica puede esconderse tras la repetición, casi clónica, de una misma estructura o relato. En Oki’s Movie, dicha teoría se afina in progress, haciendo que cada capítulo sea progresivamente más parecido al anterior. Así, lo que al principio puede parecer una brecha en abismo, en la frontera entre el primer y segundo capítulo (el primero podría entenderse como una ficción dentro del segundo), se termina transformado en un revisión o reinterpretación, en las dinámicas del tercer y cuarto episodio.
Todo este deslumbrante armazón se trenza alrededor de un triángulo amoroso en el que los dos hombres son ególatras, neuróticos, inmaduros e inseguros, además de directores y profesores de cine (algo que se ha convertido en la norma para Hong). Lo que diferencia a Oki’s Movie de las anteriores películas del coreano es su capacidad para construir imágenes en las que parece concentrarse, sintetizarse y clarificarse todo el cine de Hong —como en la soberbia escena del anagrama de Woman on the Beach—. Ocurre en dos ocasiones. Primero, en el tercer capítulo, cuando el hombre maduro, completamente borracho, sale de un restaurante y vomita, sobre la nieve acumulada, un pulpo todavía vivo. El cine como una arcada de honestidad.
El segundo momento de iluminación llega en el cuarto capítulo, que no por casualidad presta su título al conjunto del largometraje. Se trata de uno de los pasajes más brillantes y emocionantes de toda la filmografía de Hong. Además, es también una anomalía, ya que está narrado desde el punto de vista de una mujer, algo insólito en el cine del coreano. Todo el episodio se construye en torno a dos paseos, casi idénticos, por un mismo parque. El primero protagonizado por la chica y el hombre maduro, el segundo por los dos jóvenes. La sobriedad y claridad con la que Hong reflexiona sobre las diferentes edades del amor apunta hacia una madurez completa, cercana a la sabiduría expresada por Edward Yang en la escena del paseo de los viejos amantes por el parque en Yi Yi. Al final, Hong reúne a los tres amantes en una panorámica de ida y vuelta: una de las más bellas y sobrecogedoras representaciones de la complejidad del amor, eufórico e ingenuo en su comienzo, severo y melancólico en su final.
-CARLOS (Olivier Assayas). A falta de ver Broadwalk Empire (la serie dirigida por Martin Scorsese), y tras la relativa decepción de Treme (la nueva serie de David Simon, creador de The Wire), es muy probable que Carlos, la mini-serie de Olivier Assayas sobre el terrorista Ilich Ramírez, alias “Carlos, el chacal”, sea el objeto televisivo del año. Dividida en tres partes, la serie pone en escena, en brillante scope, la construcción del mito del revolucionario-superstar, para luego retratar su reconversión en mercenario de lujo y, finalmente, la agonía de su estrellato, que termina con su encarcelamiento. Rodada como un vibrante y torrencial thriller político de corte transnacional —podría considerarse una precuela conceptual de Demonlover y Boarding Gate, ambas del propio Assayas—, la película se fortalece gracias a su habilidad para solapar las dimensiones humana y mítica de la acción, su capacidad para articular de forma simultánea un discurso con perspectiva (cargado de comentarios socio-políticos e históricos) y otro sin ella (un cine físico, directo, inmediato).
De algún modo, podría decirse que Assayas consigue reunir al Paul Greengrass de la muy reivindicable Vuelo 93 / United 93, un ejemplo de verismo detallista y atmosférico, y al Marco Bellocchio de Bongiorno, notte, una radiografía social de ilimitadas resonancias políticas e históricas. Dos películas que, además, sitúan su núcleo dramático en el mismo escenario que Carlos: un secuestro, en este caso el de varios ministros de la OPEC, durante una reunión en Viena en 1975. En dicho tramo (que ocupa gran parte del segundo episodio), la película de Assayas no sólo disecciona con clarividencia el puzzle de asociaciones y traiciones políticas de mediados de los setenta, sobre todo en referencia a Oriente Medio, sino que también pone de manifiesto la mezcla de idealismo, pragmatismo, ingenuidad y egotismo del terrorismo de la época —“Soy un soldado, no un martir”, afirma Carlos, ilustrando una sinrazón intrigantemente menos terrorífica que la representada por los fanatismos de hoy en día—. Con sus glamorosos revolucionarios y sus femme fatales “danzando” por el mundo al ritmo de New Order y Wire, Assayas construye un apasionante mapa en movimiento de una época, sus mitos y su trastienda.
-LE QUATTRO VOLTE (Michelangelo Frammartino). Se presentó en Nueva York una de las sensaciones del último Festival de Cannes, un pseudo-documental sobre la vida en la región de Calabria, una zona rural situada al sur de Italia. Planteada como un abordaje “observacional” a los rituales cotidianos de los habitantes (humanos y animales) del lugar, Le quattro volte es todo un ejercicio de cálculo disfrazado de azar, casi una fábula de Disney recubierta por la aridez campestre de La vie moderne, de Raymond Depardon. Con un prodigioso sentido de la planificación y el timing narrativo, Frammartino se revela como un cineasta sensible a las señales de lo real: escruta con detenimiento las arrugas y las manos callosas de los hombres, el paso del tiempo a través de las estaciones, los ciclos de la vida que remiten a una existencia primitiva. Una mirada melancólica cuya plácida superficie esconde poderosas y turbias corrientes narrativas subterráneas.
De hecho, el centro neurálgico de la película se encuentra en un extenso plano secuencia en el que la realidad se transmuta en una delirante coreografía protagonizada por unas cabras, un perro pastor, una camioneta y una representación de la pasión de Cristo. Un mecanismo de relojería que, en su virtuoso (des)ordenamiento del mundo, remite al inolvidable arranque de Sed de mal / Touch of Evil, de Orson Welles. A partir de ahí, la película se convierte en una emotiva y entrañable reedición de la odisea del niño de Khane-ye doust kodjast? (Where Is the Friend's Home?), pero protagonizada por un cabrito que ha perdido a su manada. Aquí, la habilidad de Frammartino para trabajar el drama con animales remite al trabajo de Sergei Dvortsevoy, el director de Tulpan. Finalmente, el último pasaje del film se centra en la figura de un árbol que, tras ser talado, es utilizado como motivo central de un festejo folclórico, para luego ser convertido en carbón. El metódico acercamiento del director a las diferentes transformaciones del árbol hacen pensar en el documental Le cochon, de Jean Eustache, aunque aquí cabe resaltar la fragilidad del método de Frammantino, que en ocasiones se deja tentar por la contemplación inerte de los aledaños de la acción (esos planos de cielos y nubes). Aunque en conjunto, a pesar de sus indecisiones, Le quattro volte construye una inspirada, y nada discursiva, invocación de las posibilidades reales de un “modelo de vida sostenible”.
-DER RÄUBER/THE ROBBER (Benjamin Heisenberg). Tras su paso por el Festival de Berlín, llegó a Nueva York esta adaptación de una novela de Martin Prinz, a su vez basada en el caso real de un campeón de maratón que llevaba una doble vida como atracador de bancos. El joven realizador alemán Benjamin Heisenberg toma esta historia, situada en la Austria de 1980, y la transcribe a la pantalla siguiendo los códigos del noir moderno. Aferrándose a la fisicidad de la acción en detrimento de la investigación psicológica de los personajes, Der Räuber se sitúa en un territorio limítrofe entre el cine gélido, marcadamente distanciado, y la aproximación romántica —glamourosa y cool— a los arquetipos del género. Todos los ingredientes están presentes y ejecutados con eficiencia: el anti-héroe trágico, el amor condenado, la atracción vertiginosa del mal... Todo ello desplegado en torno a la figura hermética e inmutable de un notable Andreas Lust, cuya interpretación parece arrancada de un film de Jean-Pierre Melville. Rigurosamente ritualizada, aunque algo propensa a los golpes bajos al espectador, Der Räuber seguramente gustará a los adeptos del “cine a la carrera”, es decir, a los fans de Keaton, de Tom Cruise (nadie corre como él) o, por ejemplo, de Castro, de Alejo Moguillansky.
-ROBINSON IN RUINS (Patrick Keiller). No conocía la obra previa del británico Patrick Keiller y su nueva película me sorprendió gratamente. Robinson in Ruins es la tercera parte de una trilogía centrada en el personaje de “Robinson”, un alter ego ficcional del director al que se le adjudica la autoría de las imágenes del film. Como si se tratara de material encontrado, la película reconstruye el viaje del personaje por la Inglaterra semi-rural en el año 2008. En realidad, la película es una meditación sobre el papel de Gran Bretaña en el contexto de la profunda crisis que, según Robinson/Keiller, atraviesa el modelo capitalista. Entre el ensayo fílmico de raíz fabuladora (un poco a la manera de Chris Marker) y el cine paisajista de carácter político (en la línea de James Benning y, sobre todo, el John Gianvito de Profit Motive and the Whispering Wind), Keiller construye una extraña road movie plagada de digresiones y carreteras secundarias. Se habla del recuerdo de la guerra fría, del sometimiento de Inglaterra a los intereses militaristas Norteamericanos, de la crisis agrícola británica y, como no, de la actual crisis económica mundial.
Además, la película mantiene en todo momento un cierto grado de ironía y humor, introducido a través del texto que, durante toda la película, va recitando Vanessa Redgrave. Es justamente en la voz en off donde la propuesta de Keiller pierde algo de fuerza. Si bien es cierto que es a través del texto que el director controla la ficción y clarifica su discurso, el recitado teatral de la Redgrave actúa como un factor de distracción. La sobre-dramatización parece innecesaria. Por su parte, cuando la película abraza el silencio, durante los largos planos que Keiller dedica a la flora británica —el film guarda en su interior un fascinante jardín botánico—, todo parece clarificarse. A la postre, el objetivo de Keiller no consiste sólo en expresar su profundo disgusto con las condiciones presentes de la sociedad inglesa, sino también en manifestar la posibilidad de un regreso a una vida alternativa, utópica y rural.

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